Ámbar fue trasladada a uno de los reclusorios más lamentables del estado. Contaba con un largo historial de atropellos y maltratos a las reclusas.
Dos meses después de su llegada, Lidia la visitó.
Detestó, como de costumbre, cada lóbrego detalle del lugar. Solo la alegría de volver a verla la hizo sonreír cuando llegó al área de visitas. Esta vez iba como una amiga.
Por fortuna, Carlos tenía conocidos en el reclusorio y la contactó con la directora para pedirle protección. Era lo menos que podía hacer por esa niña que le robó el corazón.
—Hola —le dijo apenas la vio acercarse.
Ámbar apartó despacio la silla y se sentó, tan lento que Lidia creyó que su cadera se rompería en cualquier momento.
—¿Cómo está? —Le sonrió con esos labios resecos que se partieron.
—Bien. Ojalá tú dijeras lo mismo. —Dio un vistazo de nuevo a todo el sitio y lo aborreció aún más—. Perdóname por no visitarte antes, pero tenía un trabajo importante por terminar.
—No tiene que disculparse, yo la esperaré el tiempo que sea necesario. Además no es tan malo como parece. Mi compañera es más amable que la anterior. Tiene sesenta años. —De inmediato notó una chispa diferente en Lidia—. Pero, dígame, ¿por qué tan feliz?
—Te cuento que me casaré en dos meses. —Levantó la mano y le mostró el brillante anillo en su dedo.
Fue tanta la emoción, que Ámbar se llevó las manos a la boca y abrió más los ojos.
—¡Pero qué alegría! ¡Es una hermosa noticia! —Apreció el anillo que Carlos le dio y compartió su felicidad.
—Nos vamos a mudar a un lugar nuevo. Rentaremos nuestras casas porque compramos una en el norte de la ciudad. Quiero estar más cerca de ti.—Sus ojos se enrojecieron de pronto—. Ojalá pudieras ir a mi boda. Pero te traeré fotografías. Pienso venir a verte cada vez que pueda. Te voy a hartar.
En realidad pensaba que Carlos también cambió. Después de ese caso se volvió más sensible y tolerante con lo que no podía entender. Ámbar no solo la hizo replantearse su forma de pensar a ella.
—Será un gusto verla.
—Otro de los motivos por lo que no vine antes es que necesitaba traerte una cosa que sé que te hará muy feliz —comentó como una niña dando un obsequio.
—¿Más feliz todavía?
Castelo sacó de su nuevo maletín un sobre amarillo que esperó ansiosa y sin vacilar se lo entregó a Ámbar.
—Quiero que lo abras cuando me vaya.
—Gracias —dijo con esa dulce voz y un pequeño destello de vida brilló en su rostro como un regalo.
—Vendré a verte mañana para que me ayudes a escoger mi vestido de novia, y platicamos sobre lo que dice ese sobre. —Lo señaló—, ¿está bien?
Lidia se levantó porque tenía que ir a ayudar a Carlos en la mudanza. Se acercó a Ámbar y le dio un cálido abrazo. Pudo sentir su columna sobresaliendo. Su delgadez en ese punto ya era extrema y le punzó el pecho porque nada de lo que los médicos le recetaban servía de ayuda.
Se fue de allí sonriente y contempló de reojo cómo su joven amiga le daba vueltas al cordón rojo del sobre.
El guardia cerró la puerta y se fue directo a su departamento. El de mudanza había llegado ya y todavía le faltaban cajas por sellar. Mientras conducía deseó poder brincar de emoción porque sabía que lo que le dio le brindaría una paz inesperada.
Eran las cuatro y quince de la madrugada y el teléfono sonaba insistente.
—Señora —pronunció una voz de mujer que Lidia reconoció porque era más grave de lo normal.
La llamaba la nueva custodia a la que le pagaba protección para Ámbar.
—¿Qué le pasó? —preguntó omitiendo las cortesías. Una llamada a esas horas solo podía significar que se había puesto mal otra vez. Su corazón latía descontrolado y se sentó veloz sobre la cama.
Hubo un silencio incómodo, hasta que la custodia por fin habló con voz más baja.
—No sé cómo decirle, pero su protegida… su protegida falleció.
—¿Qué? —Ni siquiera fue capaz de procesar lo que escuchó.
—Dice la enfermera del reclusorio que su muchacha tuvo un infarto fulminante mientras dormía. Su compañera de cuarto se dio cuenta que ya no respiraba cuando se levantó al baño. Lo siento, ya no hay nada que hacer.
A Lidia le costaba un esfuerzo descomunal sacar las palabras y se obligó a hacerlo para poder obtener más información.
—¿Ya llegaron a hacer el levantamiento del cuerpo?
—No. Yo la estoy llamando desde mi teléfono y la directora está llamando a forense. Lamento haber servido de poco.
—Gracias —susurró con voz quebrada—. Cumpliste con el encargo. Te haré la transferencia del mes mañana mismo.
—Quédeselo. Era una niña muy marchita. Va a sonar horrible, pero creo que es mejor que descanse en paz.
Lidia sabía que debía ir de inmediato a verla, pero era incapaz de levantarse porque el dolor oprimía su pecho. Su querida Ámbar se había ido y no pedía aceptarlo. Era incapaz de llorar. La terrible sensación de asfixia la mantuvo inmóvil sobre el colchón que tenía en el piso de su nueva casa porque faltaba mucho por acomodar y desempacar.
El reclusorio quedaba a solo quince minutos de camino.
Carlos despertó como si supiera lo que pasaba y cuando la vio tan afectada la abrazó.
En ese momento fue capaz de llorar.
—¡Se murió, se murió! —chilló acurrucada en el pecho de su futuro esposo—. Tenía tantos planes para hacerla feliz.
Las lágrimas no dejaban de salir y deseó poder despertar de esa pesadilla. Ámbar ni siquiera era de su familia, pero el cariño que nació por ella era tan grande que pensar que tendría que salir de madrugada para verla fallecida la partió en dos.
—Quiero ir —soltó con esfuerzo.
Carlos asintió. Los dos se vistieron con lo primero que encontraron y se subieron al automóvil.
El motor aceleró al límite de lo permitido y llegaron en menos de diez minutos.
La camioneta del forense se iba estacionando y ellos dos ya estaban en la entrada.
Para su suerte, la directora accedió a dejarla pasar solo a ella como un último favor que sería bien recompensado.
Antes de entrar se limpió la cara, respiró profundo, y junto con la custodia que le informó dio el recorrido que imaginó que haría cientos de veces.
—Es esa. —Señaló una celda que rodeaban varias reclusas—. Vuelvan a sus celdas, chismosas —les ordenó para darle a la abogada la privacidad que necesitaba—. Tiene cinco minutos.
Lidia dio los dolorosos pasos y cuando entró a la celda la encontró recostada sobre la cama de abajo y cubierta con una sábana. En ese momento volvió a llorar.
Con su temblorosa mano le descubrió la cara y la tocó. Le impresionó que seguía tibia y había recobrado el color en las mejillas, incluso las pecas se notaban más pintadas y, por extraño que sonara, parecía pacífica.
—Ojalá que te puedas encontrar con tu amor en donde sea que estés —le dijo susurrante mientras le acomodaba un mechón de su n***o cabello—. Tu penitencia terminó. Vete en paz. —Con un tierno beso tal lo daría una madre, la despidió y volvió a cubrirla.
Los forenses no tardarían en entrar y antes de retirarse descubrió debajo de la cama las hojas que el sobre amarillo llevaba dentro y también otras hojas amarillentas y dobladas.
En las hojas que ella le dio decía que había localizado a sus padres luego de una complicada investigación del detective Leonardo Medina. Al final resultó que estaban recluidos en una prisión federal en el país vecino por una acusación por robo a su patrón.
Ella movió todas sus influencias, pidió favores importantes y logró terminar los trámites necesarios para liberarlos y que pudieran volver a casa para reencontrarse. No sabía por qué no dieron señales de estar vivos durante esos años, tal vez querían ahorrarles la pena y el gasto enorme que seguro harían para sacarlos de allí.
Las hojas amarillentas que también encontró en el suelo eran las páginas faltantes de su diario. Sigilosa, levantó todo y las metió entre su suéter para que otros no las tomaran, aunque sospechaba que no serían de interés para nadie.
Antes de girarse logró ver un dedo que sobresalía de la sábana y decidió descubrirle la mano completa.
¡Lo que menos sospechó estaba allí! Ámbar tenía en la mano derecha algunos pequeños fragmentos de vidrio y un hilo de sangre que se secaba. ¡Lidia lo supo enseguida! Se trataba del frasquillo de sangre que dijo que Alan le dio, y lo tenía roto entre sus dedos. En ese momento comprendió que ella eligió morir. Fue su manera de liberarse. Tal vez el conocer el paradero de sus padres le brindó el valor que le hacía falta para decidirse. Su hermano pequeño que tanto quería tendría a sus padres consigo para protegerlo, y don Manuel tendría a su hija y a su yerno de vuelta.
Volvió a taparle la mano y se fue porque escuchó los pasos de los forenses.
Cuando llegó a su casa lloró en su habitación por más de dos horas, hasta que el cansancio la venció en los brazos de su amado.
Bitácora: 2520
Ya ha pasado un mes desde que se fue y apenas soy capaz de escribir.
En mi vida he perdido ya a tantas personas importantes que se supone que debería estar acostumbrada, ¡pero no! Perderla a ella dolió y mucho.
Los padres de Ámbar no pudieron llegar al funeral porque el proceso por el que pasan es lento y solo cuatro personas asistimos. Su abuelo decidió enterrarla en el panteón local de su actual hogar para poder visitarla seguido. Curioso que ahora sí quiera hacerlo… En fin, él sabrá.
Va a sonar a disparate, pero, la noche después de su entierro, la soñé. Fue un dulce regalo para mí. Se veía igual que la primera vez que la vi, tan llena de vida y con una lucidez renovada. Llevaba puesto un hermoso vestido blanco bordado con flores de distintos colores y su espeso cabello iba trenzado. Me sonrió y yo le sonreí de vuelta.
De verdad espero que Dios la recompense por ser tan valiente; al menos con esa idea loca me quedaré. Porque, si un ángel pudo convertirse en un demonio tras la traición, supongo que un demonio puede convertirse en un ángel tras la redención. En verdad eso espero.
Bitácora: 2546
Carlos y yo nos casamos sin hacer tanto ruido, solo los testigos, el juez y nosotros. También nos salimos del bufete y montaremos uno propio en la planta baja de nuestra casa. Es bastante amplia para solo dos personas y deseo centrar mi atención en los casos donde lo increíble venga incluido. Yo buscaré la manera de defenderlos.
Él seguirá tratando divorcios porque le encanta ver las peleas de las exparejas.
Ahora estoy escribiendo bitácoras que deberían ser de trabajo, sobre detalles personales que a nadie le interesan. Bueno, voy a desecharlas de todos modos, así que daré una última opinión:
Puede que jamás tenga una prueba fiel de lo que sucedió en ese pueblo, es muy probable que nunca termine de hacer conjeturas y tenga días en que crea todo y otros en los que me odie por ser tan ilusa. Pero, como mi estimado Doctor Santos me aconsejó, debemos seguir lo que el corazón nos dicta. El mío ha elegido creer. Creer con confianza ciega, a pesar de que las pruebas, los incrédulos y los que dicen que saben digan lo contrario. Yo seguiré pensando que Ámbar no mintió.
Todavía hay interrogantes que no tendrán respuesta, pero ya no las necesito.
Este fue el final de una historia que nadie comprenderá por completo; nadie excepto yo, que la viví de sus palabras y la sentí con sus emociones. Una historia de tragedia, muerte, locura, amor y demonios. Hoy sé que esa niña, esa mujer a la que adoré y adoraré siempre porque supo meterse en mi corazón más de lo que debía, era inocente. Me quedaré con la certeza absoluta de que Ámbar Montero no es el asesino y nunca, nunca lo fue.
Lidia tomó las bitácoras, el diario de Ámbar y las hojas arrancadas, que optó por no leer porque respetaba su decisión de ocultarlas, y decidida tiró todo a la chimenea encendida. A su lado la fotografía de Ámbar reposaba en un marco plateado que compró para honrarla. Se acomodó en su sillón, tapada de las piernas con una manta, y observó atenta cómo las llamas destruían todo, transformándolo en cenizas.
Ese fuego que destruye todo y obliga a renovar lo que se ha perdido.