Pacto en la Oscuridad

3365 Words
Durante las clandestinas noches apasionados besos nos dábamos. Un lóbrego encuentro con celo despeiné tus cabellos, confundido me cubriste con tus brazos. El momento de decir adiós retumbaba en nuestros pechos sedientos de eternidad. —Es mejor que te deje descansar, no estoy haciendo mucho bien por aquí. Estarás en paz por unos días, para que mejores —le dijo Lidia a Ámbar al día siguiente después del desayuno—. No quiero causarte más daño. ¡Discúlpame si te he forzado! —Su expresión era de remordimiento. La joven se mantuvo en silencio. Se encontraba recostada sobre la cama de hospital que todavía no la dejaba libre y sus ojos se fueron enrojeciendo hasta que por fin habló con más sosiego: —Hasta la fecha lo único que ha hecho es ayudarme, quiere sacarme del encierro y yo le conté toda la verdad —le puntualizó con voz monótona—. Escúcheme bien, abogada, si quiere dejarme, lo entiendo; pero debo confesarle que no me gusta estar sola —las palabras salieron claras, aunque, en el fondo, deseaba suplicarle que no se fuera. Castelo sintió la repentina necesidad de abrazarla y cobijar su tristeza. La sabía muy abandonada y también sabía que estaba débil. Irse parecía algo muy egoísta de su parte. —Está bien. Pero es mejor hablar de temas… distintos —ofreció a cambio de su compañía. Pero Ámbar mostró un semblante serio y enseguida refutó: —Saque esa libreta que tanto odio, voy a decirle cada palabra que sé, cada cosa que sucedió. Ya es hora. Lidia se sentía cansada. Apenas y durmió. Le preocupaban sus otros trabajos porque se atrasó, e incluso tuvo que ceder un par de casos a otros colegas. Pero tampoco quería dejarla en ese hospital donde las enfermeras trataban mejor a un cachorro que a un recién nacido. —No necesito la libreta, lo apuntaré en mi cabeza —le dijo, estando sentada frente a ella mientras sostenía una de sus manos en señal de apoyo. Ya no sentía que hablaban como era en un principio, ahora la escuchaba como una amiga. —Sé que ya se lo dije varias veces y debo tenerla cansada, pero quiero que comprenda que me enamoré de una manera muy intensa —pronunció con voz quebrada, respondiendo el apretón de manos que Lidia le dio—. Tal vez todo comenzó muy mal, pero pasó tan rápido que, cuando caí en la cuenta, ya no pude evitar quererlo. Fuimos muy felices lo poco que duró. No… —dudó por un momento y se aclaró la garganta—. No sé cómo lo sentía él. Como le comenté antes, no sé si podía amar, pero lo que hizo por mí me llevó a saber que había algo en su interior que lo movía a buscar que yo estuviera bien. —De pronto sus facciones se relajaron y comenzó a narrar con una calma extraña. Sus expresiones iban cambiando de forma tan drástica que era imposible ignorar que su mente se deterioraba poco a poco—. Adoraba disfrutar los atardeceres entre sus brazos, allá entre los maizales y el calor. Él siempre tenía las manos como ya le conté y me acostumbré tanto a ellas. ¡No sabe cuánto las extraño! —Se quedó un par de segundos en silencio, respiró y luego continuó—: Mi abuelo nunca fue como los otros del pueblo, él confiaba en mí y me dejaba hacer cosas que a otras muchachas no les permitían. Supongo que traicioné esa confianza al verme a escondidas con un hombre y lo he avergonzado mucho. Pero así son las cosas… —Me dijiste que se lo presentaste —rebatió Lidia. —Lo hice. Pero mi abuelo creía que éramos solo novios y ya, sin ir más lejos. Aunque ni eso me importó. La vieja casa donde nos encontrábamos se volvió un hogar para los dos. Podíamos pasar horas allí. Alan acomodó una habitación solo para nosotros. Nuestro pequeño espacio en el fin del mundo, ese era. —Se rio al revivir aquellos recuerdos—. Yo le enseñaba lo que sabía y él aprendía como un niño inocente. A pesar de que sonreía, la abogada contempló a Ámbar: estaba pálida y maltratada. Unos cardenales púrpuras aparecieron debajo de sus ojos. El cansancio y la enfermedad la consumían, robándole el color de las mejillas y el brillo en los ojos; incluso las pecas parecían que se iban borrando poco a poco. —¿Cómo te has sentido? —la cuestionó preocupada. Muy temprano Lidia tuvo que hacer un par de llamadas para evitar que las increíbles recuperaciones sin secuelas de su cliente llegara a los noticieros y que su caso se hiciera público. Ámbar no necesitaba aparecer en televisión como una rareza médica, ya tenía suficiente con lo que le pasaba como para volverse “un milagro”, o peor aún, una rata de laboratorio. —Quisiera mentirle, pero en realidad no, no me siento bien —respondió calmada, volviendo al presente—. Pero intento estarlo y que las personas crean que me encuentro entera. —Ladeó su cabeza hacia Lidia y su tono de voz se hizo más grave—: Dígame, abogada, ¿qué tal la pasa fingiendo que es fuerte? Lidia se sorprendió por la pregunta y no supo qué decir. ¡Era verdad! Ella siempre se mostraba fuerte y flemática, pero no era su culpa, su estilo de vida le exigía ser así y no se había dado cuenta de lo mucho que ocultaba ante los demás. —No… yo… —vaciló y después desvió la pregunta—: ¿Sabes?, no hablemos de mí, es aburrido. Sigue contándome lo tuyo, por favor. —Bueno —continuó sin más—, me gustaría decirle que tuvimos un “felices para siempre”. ¿Cómo no tenerlo? Una pareja enamorada peleando contra todo lo que no está bien ni permitido —Su mirada se veía sombría—. Pero ya sabe que eso no pasó. No todas las historias de amor tienen un final de novela… A pesar del pacto que hicimos… ¡nada funcionó! —La tristeza sobrevino, pero decidió seguir porque sabía que tenía que dejarlo salir—. El amor a veces, yo diría que más veces de las que quisiéramos, duele demasiado y es cruel. Si abres tu corazón lo vuelves vulnerable y, como puede ver, hay heridas que son para siempre. —Se tocó el pecho como si con eso se sanara. —¿Cuál fue el pacto que hicieron? Puedes decírmelo…, mi niña —soltó por fin. Lidia no se había dado la oportunidad de tener hijos, no era algo que deseó, y ahora esa necesidad comenzaba a nacer en ella de una forma hermosa al sentir un lazo del tipo madre-hija; o al menos eso era lo que le pasaba con Ámbar. Por primera vez sintió las ganas de cuidar de un ser indefenso que llevara su herencia. Un atisbo de alegría se dejó ver en el rostro de la enferma, como si hubiera recibido un poco de redención. —Es muy posible que no crea lo que voy a decirle, pero dudo que se sorprenda después de haber escuchado todo lo demás. —Te creeré. —Castelo la miró en señal de aprobación para que prosiguiera, no quería hacerla sentir como la loca que todos decían que era. Ámbar la contempló con gran vacilación, pero de verdad quería contarle esa parte. Tomó valor y comenzó a hablar como si estuviera a punto de decir un gran secreto: —Hay cosas que el mundo ha borrado. Las raíces han ido desapareciendo. Los dones naturales y lo que no tiene una explicación pasaron a ser solo cuentos de miedo para niños, leyendas, mitos y nada más. Pero todavía existen lugares donde mantienen esos conocimientos. Usted entiende. —La observó confiada—. Las costumbres antiguas: los curanderos, los adivinos, los nahuales, los videntes, las brujas… ¿Me explico? —¿Brujas, curanderos, nahuales? —La historia se volvía cada vez más irreal, pero estaba dispuesta a escuchar todo lo que dijera, sonara como sonara. —¡Sí! De la que vamos a hablar es de la brujería. Ese poder vive dentro de nosotros todavía, apenas pedazos que tenemos dormidos, pero vive. En mi pueblo todavía hay quienes conocen bien esas prácticas. Yo las visité sin permiso. —¿En qué parte aparecen los dragones? —murmuró para sí misma, pero se dio cuenta de que Ámbar logró oírla. —¡¿Dragones?! —exclamó extrañada, aunque no se inmutó ni un poco—. ¡Entiendo! ¡Entiendo! Es difícil creer cuando lo más sorprendente que ha visto es una gran pantalla con 3D. —¡Niña, el 3D es de lo mejor que el hombre ha inventado! —Soltó una carcajada de una forma plena e inusual. —Lo sé. Aunque no lo crea, sí lo he visto. —Se echó a reír también. Era la primera vez que las dos mujeres conversaban sin buscar una verdad o un montón de medias mentiras. Esta vez se trataba de una charla más donde el chacoteo estaba permitido. —Alan me llevó a conocerlo a la capital —continuó Ámbar sin dejar de sonreír—. Nosotros ni siquiera teníamos televisión en la casa porque mi abuelo cree que son aparatos que lastiman la cabeza. »Recuerdo muy bien esa salida. Tenía muchas ganas de conocer el cine y nos escapamos hasta que entró la noche. Mi abuelo no se dio cuenta, o tal vez sí, pero lo dejó pasar. Fue el mejor día de mi vida… —Era verdad. El día en que se fugaron para ver una simple película había sido un momento memorable que siempre recordaría con gran felicidad—. Cuando él se lo permitía podía pasar entre la gente como una persona común, y yo podía darme el lujo de creernos una pareja más del montón. —Una insondable tristeza la abordó, pero ni así le borró la mueca de alegría. —¿Alan tenía dinero consigo? ¿Sabes de dónde lo sacaba? —Guardaba dinero en una bolsa de plástico. Billetes revueltos de distintas cantidades. Desconozco bien la cantidad y jamás le pregunté sobre ellos. Para Lidia, conocer ese dato fue importante porque quedaba claro que el hombre no carecía. El frío que se sintió de pronto, tal vez a causa del aire acondicionado, la incitó a abrigar mejor a la enferma y a recurrir a una sábana que encontró doblada para cubrirse también ella. Una vez cómodas, Ámbar continuó con la expresión seria: —En uno de los encuentros que tuvimos me confesó que no iba a poder quedarse conmigo por mucho tiempo. Se le podía ver la pena en la mirada y sufrimos juntos. —¿Por qué? —Una extraña sensación la recorrió porque a su mente llegó el encuentro con el misterioso hombre del segundo piso. —Él dijo que no contaba con un alma para poder mantenerse como humano. Se consideraba un ente intruso. Tarde o temprano llegaría la hora de que se regresara de donde sea que viniera. —¿Por qué no solo robó otro cuerpo? —A pesar de sonar tan fantasiosa, su pregunta la estremeció. —Lo mismo le pregunté. Resulta que si hacía eso, sus recuerdos conmigo se borrarían y regresaría a ser el mismo que conocí. Volvería a matar y ninguno quería eso. —Movió cuatro veces la cabeza de lado a lado, despeinándose—. Yo… yo no estaba dispuesta a dejarlo ir sin intentarlo, así que quise ayudar. —¿Y ahí es donde entra lo de la… brujería? —la cuestionó interesada aunque no creía ni siquiera en el agua bendita. —Sí, pero el precio fue muy caro; más de lo que creí… —Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas, pero fue capaz de controlar las ganas de perderse una vez más. La abogada tenía claro que las charlas con ella siempre eran una montaña rusa de emociones que iban y venían. —Si quieres podemos cambiar el tema… —Verá —prosiguió sin darle espacio de frenarla—, nunca sabré cuál era su nombre real porque no podía decírmelo, pero comprendí que el cuerpo que usaba tenía una clase de “caducidad” y dejaría de servirle. Según me dijo, eso pasaría porque necesitaba tener un alma, como si fuera su fuente de energía. Su tiempo se acababa y no dudé en ir con las mujeres de las afueras. Nosotros las conocemos como las tetlachihui[1]. —¿Las tetlachihui? —Desconocía por completo sobre el tema—. ¿Y ellas qué son? —Son mujeres, como nosotras, solo que ellas conservaron el conocimiento antiguo y lo guardan como un gran tesoro. Viven alejadas, salen muy poco y no hablan con la gente. Hasta tienen su propio dialecto. Se supone que está prohibido visitarlas, existe un acuerdo de paz. No debemos ni siquiera acercarnos. Pero el amor… —suspiró—, nos lleva a cometer locuras. —No digas eso —quiso ser condescendiente. —¡Es la verdad! —fue tajante al decirlo y se secó con la sábana las saladas gotas que corrían por su mentón—. Hacemos cosas estúpidas en su nombre. Y yo fui tan terca que las busqué y les pedí su ayuda. Quería encontrar algo que me pudiera servir para que él se quedara conmigo. —Extendió las manos, buscando abrazar a quien extrañaba. —¿Aceptaron tu petición? —Al principio se negaron, pero convencí a dos de ellas cuando regresé con una generosa despensa de frutas y verduras que les hacía bastante falta. Me metieron a una casita hecha de palma y madera, allí tardaron un buen rato buscando solución. —Señaló su pecho y dio vueltas con su dedo sobre él. Aclaró la garganta y continuó más segura que nunca—: El alma es algo que se desprende del cuerpo y ellas creen que es posible materializarla, así que decidieron que yo le donara una parte de la mía. Estaba dispuesta a entregarle las partes de mí en todas sus formas para que no me dejara. Las dos mujeres me limpiaron con sus hierbas, prendieron el copalero y repitieron sus frases que no entendía. —¿Y a ti se te ocurrió hacer algo así sin pedir antes consejo a gente mayor? —le dijo alzando un poco la voz, como reprendiéndola. Ámbar asintió y clavó su vista sobre la abogada. —Ellas me avisaron que era peligroso, pero no me importó. Dijeron que me darían mi manzana envenenada, pero en lugar de manzana fue una rosa roja. ¡Una simple rosa roja! Él tenía que tocarla y sangrar con sus espinas para poder recibir mi regalo. Yo sería la madrastra y él, Blancanieves —se mofó por lo graciosas que las mujeres fueron—. Con la flor preparada me fui a mi casa y me puse el mejor vestido que tenía: n***o, con bordados en la falda y en el pecho que yo misma hice, hombros descubiertos y encaje en la cintura. Trencé mi cabello, me puse perfume y salí a buscarlo. Mi abuelo ni siquiera me preguntó a dónde iba y le di un beso rápido a mi hermanito que jugaba con un carrito. —Debiste verte hermosa. —Enseguida la imaginó, con toda esa magia que tiene lo tradicional, junto con su belleza y juventud, llena de salud y de ganas de vivir; una vida que se le escapaba a cuentagotas sin que se pudiera evitar. —Justo así me sentía: hermosa… —Dio un hondo respiro de nostalgia—. Ya no podía esperar para verlo. Creí que él brincaría de gusto y me besaría de pura alegría, pero cuando lo encontré en la casa abandonada se portó diferente y parecía enojado. Le pregunté qué era lo que le pasaba. Se veía tan cambiado que me recordó lo que en verdad era. Sus ojos se pusieron rojos y sus ojeras se ennegrecieron. No me quería ni tocar y, señalando la rosa, dijo: «¿Por qué lo has hecho? ¡Está prohibido!». Su voz salió casi gritando y yo di un paso hacia adelante para calmarlo. Le recordé que estaba prohibido casi todo lo que hacíamos, pero allí seguíamos. «Puedes morir si la toco, ¿lo sabes?», me afirmó y desesperado se puso una mano en la cara. —No quería aceptártelo —susurró Lidia, conmovida al imaginar la escena tan dramática que la hizo sentir emoción, miedo y enojo al mismo tiempo. —¡Pero yo quería darle esa parte de mí! Pensaba que no iba a poder vivir si no estaba a mi lado, así que le dije que sería lo mismo que la tocara o se fuera, me sentiría muerta de todos modos. Él solo decía que no y no. Lo obligué a que me viera a la cara e intenté convencerlo, diciéndole que era posible que funcionara, que si así pasaba, seguiríamos juntos lo que me quedara de vida. ¡Solo quería estar con él! Era lo que pasaba por mi cabeza una y otra vez. »Le supliqué que confiara en mí. Me dijo que esa fuerza tampoco era buena y no sabía qué podía pasar. Volví a pedirle que aceptara y lloré porque me dolía el solo pensar que fallaba. —Fue allí donde su fortaleza tambaleó y su barbilla tembló por las ganas de quebrarse—. Me abrazó y por fin me preguntó si estaba segura. Logré que dudara y sin pensarlo le acerqué la rosa. «Sí», le respondí en medio de mi llanto y con su dedo me limpió las lágrimas. »Por esos días creía que sería imposible para mí el respirar sin tenerlo, ¡y míreme ahora! Al final sí me quedé sin él. Pero quiero pensar que así deben ser las cosas, que es una clase de castigo por todos mis pecados. Lidia la contemplaba con auténtico cariño y eso ayudó a que la enferma se mantuviera lúcida, como si ella fuera su guía en el Mictlán[2] eterno del que no podía salir. —Abandona esa idea absurda, porque en definitiva no es así. —Le acarició el cabello con dulzura. —Estaba a punto de tocar la rosa, pero se arrepintió. Me dio la espalda, se alejó de mí con ese caminar parecido al de una bestia. Dio unas cuantas vueltas, se veía que pensaba demasiado en lo que iba a hacer, hasta que por fin habló sin voltear a verme: «Si tú vas a darme esto tan valioso, es justo que te dé algo que se le iguale. Yo puedo hacer que sanes, pero la oscuridad puede consumirte si sale mal. Haré que tu corazón siga latiendo, solo no olvides que ya no será un latido de humano. No lo hice antes porque en cuanto este cuerpo muera, lo abandonaré y tú morirías. La fuente del poder de tu rosa es diferente, está bien protegida y no me permite manipularla, pero ya que vamos a arriesgarnos». Sé que no se sentía convencido, pero aceptó. »Fue hasta un viejo ropero de una de las habitaciones y buscó una caja de porcelana. Sacó de ella un cordón del que colgaba un frasquito de vidrio. Apenas del tamaño de una uña. Con el colmillo se hizo una cortada en el dedo índice. Dos gotas de su sangre cayeron dentro. El fuego de sus manos lo selló mientras se concentraba en su encantamiento, o lo que sea que fuera. Caminó hasta mí, me acarició el cuello y sin que me diera cuenta me amarró el cordón. —Imitó lo que narraba, aferrándose a sus recuerdos—. Nunca olvidaré cómo sus manos tocaron mi piel, entregándome su esperanza. «Mientras yo siga en este mundo, te prometo que tú no morirás», me dijo antes de que me besara y apretara con fuerza la rosa con sus dedos. [1]Palabra en nahuatl que se traduce como Hechicero. [2]Mictláno Chiconauhmictlán, hacen referencia al inframundo de la cultura mexica.
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