**ALONDRA** Subirme al avión fue como ingresar a otro planeta, uno lleno de pasillos estrechos, gente que empuja sin pedir permiso y asientos que parecen diseñados para personas sin caderas. Alexander caminaba delante de mí con la confianza de quien hace esto a diario, mientras yo, en cambio, me sentía como un turista en un parque temático, maravillada por cada detalle: las ventanillas que prometían vistas imposibles, los compartimientos que parecían pequeños cofres de secretos y los botones misteriosos que parecía que solo un ingeniero entendería. Me acomodé en mi asiento —ventana, gracias al universo— y empecé a explorar con manos nerviosas cada rincón. Botón de reclinar: activado con entusiasmo. Revista de seguridad: hojeada con curiosidad infantil. Bolsa para mareo: inspeccionada

