**ALONDRA**
El aire en el comedor parecía volverse más denso, como si cada respiración fuera una batalla contra un peso invisible que me aplastaba lentamente. La cena, que prometía ser una velada tranquila, parecía extenderse más allá de lo normal, como si cada minuto durara una eternidad.
Y entonces, mi peor pesadilla, o quizás mi mejor fantasía, se hizo realidad. Alexander tomó asiento frente a mí en la mesa, rompiendo la estructura perfecta de la velada con esa presencia imponente. La conversación de Biby y sus padres continuaba, risas y anécdotas que parecían flotar en el aire, pero para mí, cada segundo se convirtió en una tortura. “¿Qué le pasa, porque me mira?”
A cada bocado, sentía su mirada fija en mí, una mirada que no lograba descifrar del todo. Era como si estuviera analizando cada uno de mis gestos, cada palabra, cada silencio. Intenté ignorarlo, convencerme de que no era nada más que una percepción, pero era imposible. Cada vez que levantaba la vista, allí estaban sus ojos, como una especie de fuego que atravesaba mi piel y me hacía sentir vulnerable y expuesta.
Su presencia llenaba el espacio, y sus palabras, aunque suaves, tenían un peso que me aplastaba. Hablaban de sus viajes por Europa, de sus negocios en diferentes países, de la universidad, de proyectos y metas que parecían lejanos y grandiosos. “Alexander, ¿recuerdas cuando fuiste a Italia y te fuiste de repente? Nos dejaste solos con la cita a ciegas”, preguntó el padre de Biby con una sonrisa nostálgica.
La risa de todos llenó el salón, contagiosa y sin pretensiones, y por un momento, logré unirme a la alegría, aunque por dentro sentía que me derretía de vergüenza. Aún me sentía una intrusa en ese mundo de lujo y sofisticación, en esa mesa donde parecía que todo giraba alrededor de ellos, y donde yo solo era una visitante accidental.
Y entonces, Alexander habló, rompiendo el silencio con una voz grave, profunda, que resonaba en mi interior. “Alondra, ¿qué es lo que vas a estudiar en Stanford?”, preguntó con curiosidad, pero su tono contenía una especie de desafío implícito, como si quisiera medir mis límites sin que yo me diera cuenta.
Respiré hondo, sintiendo cómo el nerviosismo me atravesaba, y respondí con la voz temblorosa pero con un esfuerzo consciente de estabilidad. “Ingeniería en sistemas”, dije, intentando sonar segura. “Me encantan los retos y la tecnología”.
Su mirada se intensificó, analizando cada palabra, cada movimiento. “Interesante”, dijo simplemente, sin una pizca de emoción en su rostro, pero con un tono que parecía más una orden que una simple observación. “Mi empresa siempre busca jóvenes talentos. Espero que tengas un buen desempeño”.
Por un momento, sentí que su cumplido sonaba como una sentencia, como si me estuviera poniendo a prueba, evaluando si podía estar a su altura. Su mirada era como un rayo láser, atravesándome, analizándome con una precisión que me hacía sentir pequeña, como si fuera un bicho en un laboratorio, una especie de experimento que podía ser descartado en cualquier momento.
“Sí, señor”, respondí, con la voz más segura que pude conseguir, esforzándome por mantenerme firme. “Lo haré”.
Una leve sonrisa se asomó en sus labios, la misma que había visto en la habitación, esa que parecía saber algo que los demás no. “Bien”, dijo, y la conversación derivó hacia otros temas, pero yo ya no podía concentrarme. Mi corazón latía con fuerza en el pecho, como si quisiera salir corriendo de esa escena y escapar de esa tensión que me consumía lentamente. Alexander Sterling no era el hombre tierno que había imaginado en mis sueños, ni mucho menos un héroe romántico, pero era aún más fascinante. Era un reto, un misterio que quería resolver, una presencia que me desafiaba a desentrañar sus secretos.
Mientras la noche avanzaba, no podía dejar de pensar en esa mirada, en esa sonrisa contenida, en la forma en que su voz había resonado en lo más profundo de mí. Sabía que aquella noche marcaría un antes y un después en mis pensamientos. Alexander Sterling no solo era un hombre atractivo, sino también un enigma que ansiaba entender, y en ese momento, sentí que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre.
Por fin, la cena había llegado a su fin. Sentí un profundo alivio que casi me cortó la respiración, como si un peso enorme hubiera sido levantado de mis hombros. En ese momento, exhalé un suspiro tan profundo que parecía que mi cuerpo quería liberar toda la tensión acumulada durante horas. Había pasado las últimas horas con el estómago en un nudo, sintiendo la mirada penetrante y casi desafiante de Alexander sobre mí.
Era como si mis pensamientos más lujuriosos, mis deseos más secretos, pudieran leerse en mi frente sin que pudiera evitarlo. Cada vez que me miraba, sentía que mi piel se erizaba, que me exponía por completo, sin reservas. La tensión era insoportable, y a pesar de mis esfuerzos por mantener la compostura, en mi interior era un caos completo: nervios, ansiedad, deseo y un toque de vergüenza.
Mi mente no podía dejar de repetir la imagen del hombre con la toalla en la cintura, esa visión que se había clavado en mi memoria con una intensidad casi dolorosa. La forma en que su cuerpo se movía, esa mirada fría y al mismo tiempo llena de una calidez inexplicable, me tenían atrapada en un torbellino de pensamientos contradictorios. La sensación de haber estado tan cerca de alguien que parecía dominar con solo su presencia era embriagadora y aterradora a la vez.
“¡Te veo mañana, Alondra!”, dijo Biby con una sonrisa cálida, abrazándome con cariño. “¡Más tarde te escribo!”.
Los padres de Biby también se despidieron de mí con una sonrisa amable y cálida, como siempre, esa sensación de hogar que parecía envolverme incluso en los momentos más tensos. “Cuídate, querida”, me dijeron con ternura, y sus ojos reflejaban una sincera preocupación y cariño.
Salí a la puerta principal, donde me esperaba el chofer con el coche ya preparado. Me giré para echar un último vistazo a la casa, ese lugar que había sido escenario de una noche llena de emociones y secretos. Y allí, en la puerta, lo vi. Alexander estaba de pie, encendiendo un cigarro con calma, la llama de su encendedor iluminó su rostro por un instante, revelando la intensidad de sus ojos. La luz tenue resaltaba la firmeza de su mandíbula y la expresión de concentración en su rostro.
Cuando sus ojos se encontraron con los míos, sentí un escalofrío recorrer mi espalda. La mirada que me dirigió en ese momento fue diferente a la que había tenido durante la cena; era una mirada que me desnudaba sin piedad, que parecía atravesar mi alma. Era una mirada que me veía por completo, sin reservas ni prejuicios, y eso me hizo sentir vulnerable y atrapada en un juego sin fin.
Me subí al coche, tratando de calmar los latidos acelerados de mi corazón, pero mi mente seguía atrapada en esa imagen: Alexander, en la puerta, con su cigarro entre los dedos, encendiendo una chispa que parecía haber encendido también una llama en mi interior. La noche había sido una mezcla de nervios, vergüenza y una atracción innegable que se negaba a desaparecer.