DUKE
Mi hijo se remueve en su asiento, incómodo por lo mucho que está tardando la mujer en salir del baño, así que la llamo desde fuera.
Cuando finalmente aparece, la observo con atención, estudiando su rostro y su lenguaje corporal por si algo no anda bien.
Pero no, tiene la misma expresión de siempre, como si pensara: “¿Qué hago yo aquí?”
Me sorprende saber que estuvo hablando con otras mujeres. Cuesta imaginar que las princesas italianas se detuvieran a charlar tranquilamente con alguien como ella, por eso, pongo la mano en el fuego que no fue una simple charla.
Más tarde le diré a Sebas que lo averigue.
No habían pasado ni cinco minutos desde que salí del baño cuando volvieron a llamarme, dejándolos otra vez solos.
Uno de los socios más influyentes quiere discutir los negocios con los albaneses y no les puedo decir que no.
Como el trato promete ser bastante bueno, acepto reunirme con ellos… aunque no sin cierto fastidio.
Después de varios minutos de conversación con los socios me fijo que Lucciano, el Consigliere se acerca a Isabel y Enzo, que en ese momento estaban sentados.
La mujer se pone de pie, y aunque estoy a cierta distancia, percibo cómo su cuerpo se tensa al instante. También el de mi hijo, que loobserva con una mezcla de desconcierto y cautela.
Primero se saludan con un apretón de manos firme, como manda la cortesía. Sin embargo, algo en ese gesto no termina de convencer a mi hijo que se acerca aún más a isabel. El hombre la mira con intención mientras intercambian unas palabras, y noto cómo ella se pone nerviosa al instante.
Creo que ha reconocido su voz.
Un grupo de niños corre por el pasillo y saluda con entusiasmo a Enzo. Él apenas les dedica una mirada porque su atención está fija en Isabel observandola con la intensidad de quien no quiere perderse ningún detalle, como si temiera que algo se le escape.
Los niños lo rodean, intentando entretenerlo y animandole para que juege con ellos y, aunque él intenta mantenerse cerca de Isabel hay unos minutos que no lo consigue.
Aprovechando que Enzo está distraído, el Consigliere se inclina hacia Isabel y le susurra algo al oído. Ella reacciona de inmediato, su expresión es difícil de leer: hay confusión en sus ojos, pero también ese gesto tenso, forzado, que uno adopta cuando intenta fingir que todo está bien… aunque claramente no lo está.
Se obliga a mantener la compostura, a pesar del nudo en el estómago. Le lanza una sonrisa que no alcanza a iluminarle la mirada.
No sé qué le ha dicho ese hombre, pero ha sido suficiente para hacerla contener la respiración y fingir entereza.
Enzo, atento como siempre, vuelve a su lado. Sé que entiende que no debe dejarla sola con ese tipo. Le toma la mano con suavidad, y ella lo mira con una expresión difícil de descifrar. Tal vez sea tristeza… o tal vez resignación.
Aun así, no deja de hablar con el Consigliere.
Esa escena no me gusta. Nada de esto me gusta.
Me disculpo cortésmente de donde estoy y me encamino hacia ellos con paso decidido. Me coloco junto a Isabel, demasiado cerca, dejando claro que no pienso apartarme y rodeo su cintura con un brazo provocando que ella dé un pequeño respingo, sorprendida, al notar mi contacto.
Ella me mira, pero no le devuelvo la mirada porque toda mi atención está puesta en él.
Lucciano me sostiene la mirada, intensa y desafiante, antes de decir:
—Pero mira a quién tenemos aquí… —dice con una sonrisa—. El Ejecutor.
—Buenas noches, Consigliere —respondo, sin bajar la guardia—. Veo que ya conociste a mi pareja.
—Sí, acabo de hacerlo —replica, con una cortesía envenenada—. Espero que sea de utilidad para la familia… y para la organización. La mujer del ejecutor tiene que dar la talla.
Sus palabras flotan con una calma estudiada, pero su mirada a Isabel y luego a Enzo.
Isabel no dice nada, se limita a evitar su mirada y quedarse callada.
—Por supuesto que lo será —respondo, midiendo cada palabra.
—Bueno… me retiro. Mi mujer me espera, quiere irse a casa —añade señalando a Samantha, su segunda esposa, una joven que no debe superar los veinticinco.
Isabel sigue su gesto y, aunque intenta mantener el rostro neutro, en sus ojos se adivina la sorpresa… o quizás el desconcierto. No puede evitar notar lo extraño que resulta ver a una mujer tan joven junto a alguien como él, tan mayor. Aun así, no dice nada, solo se limita a ofrecer una sonrisa educada y un gesto estudiado de despedida.
Cuando por fin nos quedamos a solas, no puedo contenerme:
—¿Qué te dijo?
—Nada importante —responde ella, bajando la mirada.
—No te creo. Lo vi susurrarte al oído.
—¿Puedes soltarme? Ya no nos está mirando nadie.
La suelto a regañadientes. Tiene razón… pero no me gusta que me den órdenes.
—Solo me amenazó —añade en voz baja mirando hacía donde estaba el hombre—. Algo que, por cierto, ya es costumbre aquí.
—¿Solo eso? —repito con incredulidad.
—Sí… bueno.
—Para la proxima vez, intenta evitarlo a toda costa. No confies en él.
—¿Y en ti sí puedo confiar?
La miro fijamente y doy un paso hacia ella, cerrando la distancia a pesar de que ya había soltado su cintura.
—Sí, soy el único que puede protegerte.
Ella me lanza una mirada vacía, inexpresiva, como si mis palabras no alcanzaran a tocar nada dentro de ella. Entonces contesta, seca:
—¿Aquí no te dan de comer?
Y sin decir más, se da media vuelta y se aleja junto a Enzo, caminando hacia una de las mesas repleta de comida.
La observo un minuto más desde la distancia y la sigo.