CAPÍTULO 2:Cita a ciegas

1065 Words
ISABEL  —Nena, yo no voy a citas.—sentencia, sin apartar los ojos de mí. Siento el calor subir a mis mejillas; me aclaro la garganta intentando disimular lo ridículamente nerviosa que me pone. El hombre desliza los dedos por el borde de su vaso lentamente, y no puedo evitar seguir el movimiento con la mirada. Esta vez reparo en unas marcas que se camuflan entre los tatuajes de sus manos. Parecen cortes o tal vez quemaduras… —Aunque, supongo que podemos hacer que sea una cita… —continua, mientras que me observa con esa calma inquietante de un depredador que aguarda pacientemente a que su presa salga de su escondite. Mi instinto me dice que este hombre es peligroso. Y rara vez se equivoca. —Supongo que debería irme… —murmuro, inclinándome hacia delante para levantarme de la silla. Apenas estoy a medio erguirme cuando su voz me detiene. —Siéntate.—ordena. Dudo un poco—solo una milésima de segundo—, pero obedezco y vuelvo a sentarme. Estira ligeramente el cuello… y entonces la veo: una cicatriz atraviesa su mandíbula y desciende por su cuello, desapareciendo bajo la camisa impecable del traje. El color marrón, más oscuro que su piel, la hace imposible de ignorar. Al verla, algo se activa dentro de mí, una advertencia silenciosa: este hombre no es como los demás. Parece un mafioso…Tal vez no lo sea, pero lo que sí sé, con total certeza, es que es peligroso. —¿Me tienes miedo?—dice arqueando la ceja ligeramente. —¿Debería tenerte miedo?—pregunto demasiado rápido, sin pensarlo. Y en cuanto lo digo, me sale una risa nerviosa que hace evidente el miedo que está creciendo en mi interior. Suena su teléfono, y sin dejar de mirarme, acepta la llamada y pega el teléfono a su oreja. Puedo oír un murmullo lejano, rápido y urgente, pero no distingo ni una palabra de lo que dice el interlocutor. Él solo escucha. Cruzo y descruzo las piernas, incómoda, intentando parecer tranquila… aunque sé que no lo consigo. —Si no lo tiene, acabalo —dice al fin, con una calma que me hiela la sangre. Silencio. En ese momento, como un acto reflejo, contengo la respiración. Al verme se le dibuja en la cara una sonrisa ladeada, una burla velada tras su mirada cortante. —Entonces, supongo que no habrá segunda cita, ¿no? —Su tono es tan irónico que me eriza la piel. Quiero soltarle algo ingenioso, fingir que no le tengo miedo… pero las palabras se me atragantan en la garganta. El hombre se pone de pie y, cuando llega a mi lado, posa los dedos en mi barbilla, obligándome a alzar la mirada hacia él. El hombre me mira desde arriba y, es en ese momento cuando me doy cuenta de que es él quien ha tenido el control todo el tiempo. —Créeme, será mejor para ti no volver a cruzarte conmigo. Porque si eso ocurre… no será por nada bueno. Aparta sus dedos de mi barbilla y, en un parpadeo, se gira y se marcha, dejándome sola, sin palabras y con los nervios a flor de piel. *** Odio profundamente trabajar los sábados.Y más todavía cuando no he podido pegar ojo por culpa del encuentro con ese hombre. He de reconocer que está como quiere. Subo quince pisos, en un ascensor más grande que mi apartamento y avanzo sin prisa, observando los trofeos y diplomas que celebran la impecable reputación de mi jefe, el fiscal Richard M. Harris. Al llegar al departamento de Delincuencia Organizada, el olor a ambientador me recibe antes que el desdén automático de mis compañeros. Mi jefe está sentado tras su enorme escritorio, revisando unos papeles con ese aire de superioridad que nunca se quita de encima. —Buenos días, señor. Me dispongo a seguir de largo hacia mi despacho cuando su voz me detiene. —Señorita Isabel —dice sin levantar la vista de los documentos—, el informe sobre el fentanilo lo he revisado y deja mucho que desear. —¿A qué parte se refiere? —pregunto, intentando sonar neutral—. Modifiqué sus últimas revisiones… creía que eso era todo. Deja escapar una risa seca, apenas perceptible, mientras pasa una página. —No pretenderá que presente esa basura al Departamento de Justicia, ¿verdad? —Por supuesto que no —murmuro, aunque mi voz suena apagada incluso para mí. Levanta la cabeza un segundo, sus ojos fijos en mí como cuchillas. —Vuelve a revisar el documento de nuevo y haz los cambios pertinentes, y rápido.— No me hagas replantearme tu posición en esta empresa...Te contraté porque pensé que tenías la mentalidad y la disciplina de un Estado Unidense…No me decepciones. Me muerdo la lengua porque tengo que aguantar estos comentarios si quiero pagar las facturas. Pasan las horas y cuando miro el reloj son las ocho de la tarde y aún no he terminado de revisar el maldito documento. Estoy tan cansada que me quedo dormida sin darme cuenta y, cuando abro los ojos, escucho la voz del fiscal resonando en su despacho. Frunzo el ceño, confundida… juraría que el fiscal ya se había marchado. Sin embargo, su voz retumba al otro lado de la puerta, baja pero firme, como si discutiera con alguien. Me inclino hacia delante, tensa, tratando de distinguir las palabras, pero la madera gruesa apenas deja escapar un murmullo apagado. Que raro. Mis piernas aún tiemblan por la tensión acumulada, pero ignoro el malestar y me acerco a la puerta con pasos silenciosos. Apoyo la mano en el pomo, dudando. Si está reunido con alguien importante, no debería verme aquí. Y menos así… despeinada y con la ropa arrugada. Giro el pomo de la puerta lentamente y abro apenas unos centímetros. Lo suficiente para echar un vistazo rápido sin ser vista. Y entonces lo veo. Mi corazón se detiene por un instante. La sangre se me hiela. El fiscal no está solo. Cierro la puerta de golpe, como si me hubieran echado un balde de agua helada encima. Mi pecho sube y baja en un intento desesperado por recuperar el aliento. Me apoyo en la pared, con las manos temblando, y trato de ordenar mis pensamientos, pero es inútil. Una cosa es segura: después de ver eso, mi vida jamás volverá a ser la misma.
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