Capítulo 6

1364 Words
El sol de la tarde se filtraba entre los árboles del barrio, lanzando destellos dorados sobre el pavimento irregular. Camila caminaba sin prisa hacia su casa, aún con la bata blanca sobre el cuerpo y un enorme ramo de flores en los brazos. El perfume dulce de los lirios y las rosas parecía seguirla como una promesa invisible. A cada paso, su mente volvía al momento en el hospital, a las bromas de sus compañeras, a la tarjeta firmada solo con una “I”. Y, sobre todo, a la imagen de ella. Isabella del Monte. La chica rica que no parecía rica. La heredera que hablaba con la gente como si la conociera de toda la vida. La mujer que caminaba por el barrio sin miedo, con una sonrisa leve y sincera. La que le había dejado el corazón latiendo en desorden desde que se despidieron el día anterior. Camila ya estaba cerca de su cuadra cuando lo notó. Primero, la silueta de una camioneta negra al fondo de la calle. Luego, una figura alta, delgada, con vaqueros ceñidos, una camiseta blanca simple, y el cabello pelirrojo recogido en una coleta que se mecía con la brisa. Isabella. Caminaba sola, o al menos eso parecía. A unos metros detrás de ella, el joven escolta que Camila había visto el día anterior la seguía con discreción, manteniendo la distancia. El corazón de Camila dio un vuelco. Se detuvo en seco, como si sus pies se hubieran enraizado al suelo. Observó cómo Isabella se acercaba, con paso firme pero relajado. Había algo en su forma de caminar… como si nada pudiera hacerle daño, como si supiera exactamente quién era y qué quería. Cuando estuvieron a solo unos pasos, Isabella sonrió. —Vaya… qué hermoso ramo de flores llevas —dijo, con tono travieso, haciendo referencia al mismo ramo que Camila cargaba con cuidado en sus brazos. Camila bajó la mirada un instante, luchando contra la sonrisa que se le escapaba. —¿Ah, esto? Me lo envió alguien… muy considerada. Y con buen gusto —respondió, alzando apenas una ceja. Isabella se detuvo frente a ella. Sus ojos ámbar casi verdes brillaban con intensidad suave. Parecía al mismo tiempo segura y nerviosa, una mezcla que a Camila le pareció increíblemente encantadora. —Me alegra que te gustaran. Dudé entre flores o chocolate, pero pensé que una doctora debe estar harta de que los pacientes le regalen bombones. —¿Y cómo sabes que no me encantan los bombones? —preguntó Camila, divertida. —Tendré que averiguarlo con el tiempo —respondió Isabella, casi en un susurro. Camila sintió cómo el aire se le atascaba por un segundo en la garganta. Era extraño. No estaban hablando de nada realmente profundo, y aun así, el momento se sentía importante. Casi sagrado. —¿Qué haces por aquí? —preguntó, intentando recuperar la compostura. —Vine a visitar a una familia del plan social. Maritza, una madre con cuatro hijos. Estuve un rato con ella, evaluando lo que podríamos hacer por su casa… —Isabella hizo una pausa, bajando un poco el tono—. No pensé que me afectaría tanto. Fue duro. Pero también… no sé. Fue necesario. Camila la miró en silencio por un momento. —No te imaginaba haciendo esto, ¿sabes? —¿Por qué? ¿Porque tengo apellidos de revista y ropa cara? —No. Porque pensé que el mundo en el que creciste te había hecho inaccesible. Intocable. Isabella sonrió, y por primera vez Camila vio algo distinto en ella. No esa seguridad casi fría con la que había llegado al barrio la primera vez, sino una vulnerabilidad cálida, real. —Yo también pensé eso mucho tiempo. Pero ahora no quiero estar al margen de la vida real. Quiero entenderla. Sentirla. Hubo un silencio. Uno cómodo, de esos que no pesan. —¿Te molesta si te acompaño un rato? —preguntó Isabella, señalando la dirección en la que Camila iba. —Claro que no. Vivo justo ahí, la casa con la reja azul. Podemos hablar en el porche. A veces el atardecer se siente como medicina. Caminaron juntas. Diego, el escolta, se mantuvo atrás, respetuoso. El barrio parecía mirar la escena con curiosidad, pero sin interrumpir. Cuando llegaron al porche, Camila dejó el ramo sobre una mesa y se sentó en una de las sillas viejas pero limpias. Isabella se acomodó frente a ella. —¿Tú siempre mandas flores después de conocer a alguien? —bromeó Camila. —Solo cuando alguien me deja pensando en ella más de lo que esperaba. Camila rió, bajando la mirada, y sintió un calor en las mejillas que no venía del sol. Y así, entre conversaciones simples y miradas que decían mucho más, el día fue cayendo. Sin prisa. Como si el mundo les diera permiso de empezar algo… que ninguna de las dos aún se atrevía a nombrar. El sol comenzaba a bajar lentamente sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados que hacían lucir aún más mágicas las calles del barrio. Camila e Isabella estaban sentadas en el pequeño porche de la casa, con una vieja silla de madera crujiendo bajo el peso de Camila y una caja plástica sirviendo como asiento improvisado para Isabella, quien no se quejaba en lo absoluto. Al contrario, parecía disfrutar del ambiente. —Entonces, ¿es cierto que en este barrio se hace la mejor empanada de queso del mundo? —preguntó Isabella, divertida, mientras se recogía un mechón de su melena pelirroja tras la oreja. —No lo digo yo, lo dice la ciencia —respondió Camila entre risas—. La ciencia de mi abuela, claro, que jura que nadie cocina mejor que ella. Isabella soltó una risa cálida, sincera. Se sentía cómoda, algo que no solía experimentar con tanta facilidad fuera de su círculo más íntimo. Había algo en Camila que desarmaba sus barreras. Unos segundos de silencio las envolvieron. Solo el murmullo del barrio y el canto de algunos niños jugando a lo lejos llenaban el aire. —Bueno… —dijo Isabella, bajando la mirada a su reloj—. Tengo que volver. Luciana ya debe estar mordiéndose las uñas. Camila se levantó del porche con una leve sonrisa—. Ha sido un gusto verte de nuevo. —El gusto ha sido mío, doctora Ríos —dijo Isabella, poniéndose de pie también. Ambas se miraron unos segundos más de lo necesario. Había algo suspendido en el aire, como si las palabras no dichas se balancearan entre ambas. Finalmente, Isabella se giró con una sonrisa suave y caminó hacia la camioneta que la esperaba a pocos metros. Su guardaespaldas la seguía con paso lento, vigilante pero distante. Camila se quedó en el porche, observando cómo Isabella se alejaba. Su silueta destacaba contra el cielo enrojecido. Se veía elegante, incluso en ropa sencilla, con esa forma natural de moverse que parecía parte de su mundo… y, al mismo tiempo, completamente ajena al de Camila. —¿Te gusta, no? —dijo una voz a sus espaldas. Camila dio un respingo y volteó, encontrándose con su hermano Nico, que salía de la casa con una manzana a medio comer en la mano. —¿Qué dices, Nico? —le respondió ella, frunciendo el ceño. —Solo digo lo obvio. Llevas diez minutos mirándole el trasero mientras se va —añadió con una sonrisa burlona. —Eres un tonto —bufó Camila, dándole un leve golpe en el hombro mientras pasaba a su lado. —Y tú estás en negación —gritó él mientras ella entraba en la casa. Camila cerró la puerta con una leve sonrisa, pero esa sonrisa se desvaneció pronto. Subió lentamente las escaleras hacia su habitación, y al llegar, se sentó en la cama. Allí, en la mesita de noche, el ramo de flores que había recibido en el hospital aún lucía fresco. Acarició los pétalos suavemente y suspiró. Isabella del Monte. Era un nombre que no podía sacarse de la cabeza… ni del corazón que, aunque aún no slo admitiera, comenzaba a latir distinto desde el momento en que sus ojos se cruzaron por primera vez.
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