Capítulo 5

1736 Words
El hospital estaba comenzando su ritmo matutino habitual: enfermeros entrando y saliendo, teléfonos sonando, pasos rápidos por los pasillos. Camila caminaba con su bata blanca aún desabrochada, el cabello recogido en una coleta baja, ojeras suaves de quien duerme poco, pero con la misma sonrisa con la que saludaba siempre a los pacientes. Iba rumbo al área de los casilleros, donde guardaba su bolso y solía tomar un café rápido antes de comenzar la jornada. Justo cuando empujaba la puerta del vestuario, una voz aguda y alegre la sorprendió: —¡Doctora Ríos! ¡Tiene flores! —gritó Patricia, la recepcionista, entrando agitada con un enorme ramo entre los brazos—. ¡Y qué ramo! Todas las miradas dentro del vestuario se giraron hacia ella. —¿Flores? ¿A mí? —preguntó Camila confundida, mientras avanzaba hacia ella con una mezcla de timidez y curiosidad. —Así es —dijo Patricia—. Estaban en la recepción con tu nombre, ¡y no venían con ningún informe de laboratorio! Las demás residentes soltaron risitas, rodeando a Camila mientras ella tomaba el ramo entre sus manos. Era un arreglo espectacular, de rosas blancas, lirios, y unas pequeñas flores moradas que contrastaban con delicadeza. Un lazo beige ataba la base, y colgando de él había una pequeña tarjeta escrita a mano. Camila la abrió con cuidado. “Para la doctora que cura con el corazón. — I.” Su pecho se apretó suave, una emoción cálida subiéndole desde el estómago al rostro. Se quedó mirando las flores unos segundos, sin poder evitar sonreír. —¿Y bien? —preguntó una voz conocida a su lado. Era la doctora Fernanda, su compañera de turno—. ¿Quién es la misteriosa admiradora? Camila se acomodó una hebra de cabello suelto tras la oreja, aún algo sonrojada. —Es… solo una chica que conocí ayer, en la jornada en el barrio. Fernanda la miró arqueando una ceja, divertida. —¿Una paciente? —No exactamente —respondió Camila, mientras se sentaba con el ramo en su regazo—. Se llama Isabella del Monte. —¿Perdona? —Fernanda casi se atraganta con su café—. ¿Dijiste Isabella del Monte? ¿La hija del magnate? ¿La que sale en todas las revistas de moda y política? ¿Esa Isabella? —Sí, esa —dijo Camila bajando la mirada, con una sonrisa suave—. Pero… la chica que conocí ayer es distinta. Cercana. Humana. Sencilla. Fernanda soltó una carcajada. —¿Sencilla? Camila, esa niña nació con caviar en la cuna y escoltas en la puerta. Siempre la veo en la prensa codeándose con políticos y modelos. —Lo sé. Pero… te juro que ayer no era así. Caminó conmigo por el barrio, escuchó a los vecinos, se rió, me pidió una arepa… Fernanda la miró con incredulidad, pero también con ternura. —Pues si es capaz de hacerte sonreír así a primera hora, quiero conocerla. Pero cuidado, Cami… gente así suele vivir en otro mundo. Y los de nuestro mundo, ya sabes, solemos salir heridos cuando creemos que el cruce es real. Camila abrazó un poco el ramo. —No estoy esperando nada… Solo sé que me hizo sentir algo bonito. Y eso ya es suficiente por hoy. Fernanda la miró en silencio, luego sonrió y le dio un golpecito en el hombro. —Entonces disfrútalo, que el mundo necesita más flores y menos prejuicios. Y mientras Camila se ponía la bata, el olor de los lirios flotaba en el aire, como si algo nuevo —y quizás importante— hubiese comenzado. Isabella caminaba por la calle polvorienta del barrio, con Luciana a su lado y dos escoltas a unos metros, atentos pero discretos. Vestía de manera sencilla: vaqueros oscuros, camisa blanca ajustada y unas zapatillas de marca que, aunque modestas a la vista, costaban más que la mayoría de los techos del lugar. El calor le hacía brillar la piel y su coleta alta dejaba ver su cuello fino, pecoso, y un rostro serio pero lleno de curiosidad. Frente a ella, una casa de bloque sin pintar y con un tejado tan inclinado que parecía sostenerse por milagro. —Es aquí —le dijo Luciana, leyendo una nota en su carpeta—. Se llama Maritza. Madre soltera con cuatro hijos, uno de ellos con discapacidad. Isabella asintió. Respiró hondo y subió los dos escalones de cemento deshecho. Tocó la puerta con suavidad. Tardaron en abrir. Finalmente, una mujer de rostro agotado, piel curtida y mirada alerta asomó. —¿La señorita del Monte? —preguntó con timidez. —Sí, señora. Soy Isabella. ¿Puedo pasar? La mujer abrió por completo. Su voz se quebró apenas dijo: —Disculpe el desorden. Isabella entró. La casa era un solo espacio dividido por cortinas. El techo tenía agujeros cubiertos con plástico, el suelo estaba cuarteado, y una cocina improvisada de ladrillos reposaba en el pequeño patio trasero donde aún humeaba algo de leña. Dentro, en una colchoneta al lado de un ventilador roto, una niña de unos ocho años miraba al techo sin moverse, con una expresión dulce y ausente. —Ella es Lucerito —dijo la mujer—. Tiene parálisis cerebral. Casi no duerme… yo tampoco. —¿Y los otros niños? —preguntó Isabella en voz baja. —Están trabajando. En el mercado, en lo que salga. Tienen 12, 14 y 15. Dos niños y una niña. Dejaron la escuela… no me da. Isabella tragó saliva. —¿Cocina allí afuera? —Sí. La nevera no funciona. Todo se daña. Cocino con leña… como mi abuela. —¿Y qué hace cuando llueve? La mujer bajó la cabeza. —Rezamos para que no se apague el fuego. O comemos pan seco. Hubo un silencio denso. Isabella se sentó en una silla plástica. Observó el espacio: oscuro, caluroso, con paredes descascaradas y un aire a resignación que le apretaba el pecho. —Maritza… —dijo con voz más suave—. Vamos a cambiar esto. La mujer levantó la mirada. —¿Cómo dice? —Vamos a ayudarte. Una nevera nueva, una cocina, lo básico. Pero también quiero arreglar esta casa. No puedes vivir así con cuatro niños. Maritza abrió los ojos, como si no creyera lo que oía. —Además —continuó Isabella—, vamos a construir un pequeño local en el porche, una bodega para que vendas víveres. Un negocio propio. Tus hijos podrán volver al colegio. No tienen por qué cargar con el peso del mundo. Las lágrimas comenzaron a brotar sin permiso. Maritza se llevó las manos a la boca, temblando. Caminó hacia Isabella como si flotara, y la abrazó con fuerza. —Dios la bendiga. Dios la bendiga… nadie hace esto. Nadie mira a los pobres. Isabella no dijo nada. Solo le sostuvo el abrazo. El perfume de la leña, el llanto de una madre y la risa lejana de un niño en la calle fueron todo lo que escuchó durante ese instante. Por primera vez en su vida, el mundo se le volvió real. Y dolía. —Gracias —murmuró ella, esta vez casi como una oración. Cuando Maritza volvió a entrar en su casa con lágrimas en los ojos y esperanza renovada, Isabella se quedó unos segundos de pie en la entrada, respirando hondo. Se giró hacia Luciana, que la miraba con un gesto algo incrédulo, tomando notas rápidas en su libreta digital. —Luciana —dijo Isabella con voz firme—, toma nota: remodelación completa de la vivienda, electrodomésticos nuevos, cama ortopédica para Lucerito, ayuda alimentaria mensual durante seis meses, y vamos a construir la bodega con mobiliario y mercancía básica incluida. Luciana la miró, parpadeando. —¿Quieres hacerlo todo en una sola familia? —Quiero hacerlo bien —respondió Isabella sin dudar—. Mi padre ha destinado cuatro millones de dólares para este proyecto. Y aunque tú pienses que va a sobrar… honestamente, no me importa. Luciana abrió los ojos. —¡Isabella, eso es muchísimo! Isabella la miró con calma, pero con una chispa en los ojos. —Mi padre tiene más dinero del que podría gastar en tres vidas. ¿Qué es una milésima parte si podemos cambiar por completo la vida de decenas de familias? No se trata solo de ayudar. Se trata de hacerlo bien. Dignamente. Luciana la observó unos segundos en silencio. Luego sonrió, emocionada, y asintió con una reverencia juguetona. —Muy bien, jefa. Manos a la obra. Y sin más, se alejó para coordinar al equipo. Isabella salió al porche y caminó hacia uno de los escoltas, un joven fornido, de sonrisa amable y mirada serena. Vestía de civil, aunque era imposible no notar el aura profesional en sus movimientos. Estaba revisando su móvil cuando Isabella se le acercó. —¡Hey, Diego! —Señorita del Monte —dijo él con una sonrisa—. ¿Todo bien ahí dentro? —Sí. Mejor de lo que esperaba —respondió ella, apoyándose contra la baranda destartalada del porche—. ¿Y tú? ¿Cómo está tu hijo? —Ahí va, creciendo como hierba mala —rió Diego—. Ayer me preguntó que por qué no trabajo en una oficina como la mayoría de los papás. Le dije que cuidar a jefas importantes también es un trabajo serio. Isabella soltó una carcajada leve. —Tienes razón, lo es. Aunque lo haces ver fácil. —No lo es tanto cuando toca caminar detrás de ti en tacones por calles de tierra —bromeó él. Ambos rieron. Fue un momento simple, cálido, normal. Algo que Isabella no solía tener. Pero entonces, algo hizo que el tiempo se detuviera un segundo. Una figura apareció caminando al otro lado de la calle. Una mujer con bata blanca, cabello recogido, un ramo de flores en las manos y una mirada distraída mientras hablaba con un niño que corría a su lado. Isabella parpadeó. Su corazón dio un vuelco. Era Camila. Los rayos del sol se colaban entre los árboles y caían justo sobre ella, iluminándola como si el barrio entero hubiera decidido rendirse a su presencia. —¿Todo bien? —preguntó Diego, notando cómo Isabella se quedaba clavada en el sitio. Ella no respondió al instante. Solo sonrió, apenas, sin apartar la vista de Camila. —Sí… —dijo finalmente—. Todo está más que bien.
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