Capítulo 4

1224 Words
La tarde comenzaba a teñirse de tonos dorados cuando los últimos puestos se fueron recogiendo. La música había bajado el volumen, los niños se dispersaban con globos desinflados y manos llenas de restos de pintura. Todo el barrio parecía volver poco a poco a su ritmo habitual, como si el día luminoso que acababan de vivir hubiese sido un paréntesis en medio de la rutina dura de siempre. Camila y Isabella caminaban de regreso por el mismo callejón por el que habían empezado el recorrido. Los pasos eran más lentos, como si no quisieran que el día terminara. —Supongo que hasta aquí llegamos —dijo Camila, deteniéndose junto a un poste donde colgaban banderines de colores. —Supongo que sí —repitió Isabella, con una sonrisa algo tímida. —Te portaste bastante bien para ser una chica de clase alta. —¿Eso fue un cumplido? —Eso fue lo más cercano que vas a recibir de mí en un primer encuentro. Isabella rió, sacudiendo ligeramente la cabeza. —Entonces me lo llevo con orgullo. —Deberías —bromeó Camila—. No todos los días sobrevives a una arepa con picante del barrio y a mi hermano Nico en la misma jornada. —Y aún así salí viva —dijo Isabella con una sonrisa amplia—. Estoy impresionada. Se miraron por un segundo, en ese silencio breve donde sobran las palabras. —Fue un placer conocerte, Camila —dijo Isabella finalmente, y su voz tuvo un tinte suave, sincero. —El placer fue mío… Isabella —respondió Camila, remarcando su nombre con una media sonrisa. Ambas supieron que algo quedaba suspendido ahí, aunque ninguna lo nombró. Isabella giró sobre sus talones y caminó hacia donde la esperaba la camioneta negra, elegante y silenciosa como todo lo que la rodeaba. Luciana ya estaba dentro, revisando su móvil. Cuando Isabella subió, cerró la puerta con suavidad y, mientras se acomodaba el cinturón, habló con total naturalidad: —Luciana, necesito que averigües en qué hospital trabaja la doctora Camila Ríos. Luciana alzó una ceja y bajó lentamente el móvil. —¿Perdón? —Lo que escuchaste —repitió Isabella, mirando por la ventana mientras el barrio comenzaba a alejarse—. Camila Ríos. Doctora. Quiero saber dónde trabaja. Luciana la miró con esa mezcla de curiosidad y alarma que solo ella lograba combinar a la perfección. —Isa… —dijo mientras le tomaba suavemente del brazo—. ¿Qué tratas de hacer? Isabella giró la cabeza con una sonrisa ligera, sin una pizca de culpa. —Hacer amigos nuevos, Lu. Y se recostó contra el asiento mientras la camioneta arrancaba. ⸻ A la mañana siguiente, el despertador sonó a las seis en punto. Como era costumbre, Isabella se levantó sin protestar, se puso sus zapatillas deportivas y salió a correr por las calles tranquilas de su urbanización cerrada. Durante la carrera, trató de concentrarse en el ritmo de su respiración, en la velocidad de sus pasos, en el aire fresco de la mañana. Pero su mente se desviaba una y otra vez al mismo punto: ojos marrones, sonrisa sarcástica, voz tranquila. Camila. Al regresar, se quitó la camiseta mojada de sudor, se dio una ducha rápida y salió al comedor envuelta en una bata blanca de seda. Luciana ya estaba allí, arreglada, con su carpeta de trabajo sobre la mesa y dos tazas de café recién hechas. —Buenos días —dijo ella, sin levantar la vista—. ¿Lista para tu primer día como encargada oficial del programa social? —Más que lista —respondió Isabella, tomando asiento y mordiendo una tostada. Luciana le extendió una hoja impresa sin rodeos. —Doctora Camila Ríos. Veinticuatro años. Médico general. Trabaja en el hospital central de la ciudad. Vive en el barrio San Gabriel con su abuela enferma y su hermano menor. Recién graduada con honores. Bastante brillante, según lo que averigüé. Isabella asintió, pasando la vista por la hoja. —Perfecto. Mándale unas flores. Luciana dejó el bolígrafo en la mesa con un golpe suave y la miró fijamente. —¿Flores? —Sí. Un pequeño gesto de agradecimiento. Ayudó mucho ayer. —Isa, la viste un día. ¿Te gusta? Isabella levantó la mirada lentamente, sin borrar la sonrisa. —¿Quién habló de gustos? —¿Entonces? —Solo me cayó bien —respondió, volviendo a morder su tostada—. Eso es todo. Luciana suspiró, resignada. —Como quieras… pero si después terminas en una portada con “la doctora del barrio”, no digas que no te lo advertí. —Me encantan los titulares con drama —dijo Isabella con una sonrisa burlona—. Y si viene con café, mejor. Isabella terminó el último sorbo de café con calma, dejando la taza sobre el platito con un pequeño clic. Luciana ya había recogido los papeles y se preparaba para la agenda del día, pero antes de levantarse de la mesa, lanzó una mirada firme por encima de las gafas. —Y por favor… te lo imploro, Isa: nada de tacones de diseñador ni bolsos con el logo más grande que tu ego. Isabella alzó una ceja. —¿Perdón? —Vamos a un barrio pobre, no a una pasarela de Milán. Nada de extravagancias, ni telas brillantes, ni cosas con nombres impronunciables. Vístete… como una persona normal. —¡Yo soy una persona normal! —se defendió Isabella, fingiendo indignación. —Tú te pones Chanel para ir al supermercado. —Solo una vez. —¡A comprar frutas exóticas envasadas! Isabella levantó las manos en señal de rendición. —Está bien, está bien. Lo tendré en cuenta. Luciana la miró aún con sospecha, como si no terminara de confiar. Media hora después, Isabella volvió a aparecer por el pasillo con una cola alta y una pinta sorprendentemente… normal. Pantalones jeans ajustados, una camisa blanca entallada, y zapatillas blancas deportivas. Luciana parpadeó. Luego la miró de arriba abajo con cara de susto contenido. —No me lo creo… —¿Qué? ¿Está mal? —No. Está demasiado bien —respondió Luciana—. Ruega que ningún maleante del barrio sepa que esas zapatillas valen quinientos dólares, el pantalón tres mil y la camisa mil quinientos. Isabella soltó una risita y puso los ojos en blanco. —¡No tenía nada más “discreto” en el armario! ¿Qué querías que hiciera? ¿Que me pusiera el uniforme del jardinero? —Te habría prestado uno encantada —respondió Luciana, ya sonriendo también—. Pero bueno, al menos sin el bolso Hermès ya no pareces tan millonaria. —Gracias. Es lo más cerca que alguien ha estado de decirme “humilde” en años. Ambas se rieron mientras cruzaban el hall principal de la mansión. Afuera, la camioneta negra ya las esperaba con el motor encendido y las ventanas polarizadas. Isabella respiró hondo antes de salir. Hoy comenzaba oficialmente su nuevo papel como encargada de los proyectos sociales de su padre. Pero por dentro, sabía que no era solo eso lo que la emocionaba. Había una doctora en algún lugar de la ciudad que había logrado meterse en su cabeza con una sonrisa y una mirada intensa. Y aunque no lo decía en voz alta, algo en ella sabía que ese día… no sería solo trabajo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD