Isabella aún tenía la boca ardiendo por el picante, pero no se arrepentía. Había algo en esa mezcla de música, ruido, olor a comida y risas que le resultaba extrañamente reconfortante. Nunca había estado en un lugar así, no de verdad. Todo era más caótico, más ruidoso, más vivo… y eso la fascinaba.
—¿Te gustaría dar una vuelta? —preguntó de pronto, girando hacia Camila.
—¿Por el barrio?
—Sí. Quiero que me cuentes un poco más… lo que no sale en los informes. Lo que de verdad necesitan.
Camila la miró unos segundos, evaluándola. Luego asintió, tragando el último bocado de su arepa.
—Vale. Pero si te manchas los zapatos caros, no me hago responsable.
—Trato hecho —sonrió Isabella, siguiéndola.
Caminaron entre los puestos, saludando a vecinos que reconocían a Camila con una mezcla de respeto y cariño. Ella señalaba algunas casas, explicaba lo básico: techos que goteaban, familias sin acceso a agua potable, niños que no iban a la escuela porque trabajaban ayudando a sus padres.
—Aquí hay talento —decía Camila, con los ojos brillantes—. Lo que falta es oportunidad. Hay niños con cabezas brillantes que ni siquiera tienen cuadernos. Y abuelos que mueren sin atención médica por no poder pagar una consulta.
—¿Y tú? —preguntó Isabella, genuinamente interesada—. ¿Cómo hiciste para salir adelante en medio de todo esto?
—¿Salir? —repitió Camila con una sonrisa ladeada—. Vivo aquí todavía, princesa.
Isabella rió.
—Me refería a graduarte, ser médica. Eso no lo hace cualquiera, y menos en estas condiciones.
Camila se encogió de hombros.
—Mucho esfuerzo. Muchas noches sin dormir. Y una abuela con fe ciega en mí.
Iban cruzando una pequeña placita donde unos niños jugaban con una pelota desinflada. Al verlas, corrieron hacia Camila.
—¡Dra. Cami! ¡Dra. Cami! —gritaron emocionados.
—¡Eh! ¿Qué pasó, monstruos?
Uno de ellos, con los cachetes llenos de pintura azul y una camiseta de Spider-Man, se plantó frente a ella con las manos en la cintura.
—Pregunta seria, doctora: ¿quién es tu Vengador favorito?
Camila se lo pensó un segundo, haciéndose la misteriosa.
—La Bruja Escarlata. Sin duda.
—¡¿Quéééé?! —gritó el niño con falsa indignación—. ¿Una chica?
—Una chica poderosa, hermosa y que nadie puede controlar. Yo estaría encantada de tenerla como novia.
El niño soltó una carcajada y luego la miró con cara de pillo.
—¿Entonces… ella es tu novia? —dijo señalando directamente a Isabella, que se quedó congelada.
Camila soltó una risa, llevándose una mano a la cara. Isabella se sonrojó de inmediato, y no supo si reírse o esconderse debajo del puesto de empanadas más cercano.
—¡Ustedes deberían irse a molestar a otro lado! —les dijo Camila con una risa nerviosa, revolviéndole el cabello al niño.
—¡Era broma, doctora! —gritó otro mientras salían corriendo entre carcajadas.
Cuando quedaron solas otra vez, Isabella seguía con las mejillas coloradas.
—¿La Bruja Escarlata, eh?
—¿Qué? —respondió Camila, con una sonrisa—. Tiene lo suyo. Además, es pelirroja. Las pelirrojas me encantan.
—Ajá… —dijo Isabella, divertida pero sin atreverse a mirarla del todo.
Caminaron en silencio unos pasos más. Pero ya no era incómodo. Era de esos silencios que dicen más que muchas palabras.
—¿Y tú? —preguntó Camila—. ¿Quién sería tu Vengador favorito?
Isabella levantó la vista, sonriendo de medio lado.
—Creo que podría ser una doctora.
Camila se rió, bajando la mirada, claramente disfrutando el momento.
Y así, entre risas, bromas y una complicidad inesperada, las dos siguieron caminando entre la gente. Sin saberlo del todo, sin entender todavía lo que eso significaba, ya se estaban acercando a un punto sin retorno.
Caminaron unos metros más, perdiéndose entre los callejones estrechos y los puestos de comida que ya comenzaban a desmontarse. El sol empezaba a caer, tiñendo el cielo de un naranja tenue. La música se escuchaba más lejana ahora, como un eco de la jornada que estaba por terminar.
—Y aquí… —dijo Camila, señalando con la cabeza hacia un portón metálico abierto— está la famosa “cancha multiuso”, también conocida como “campo minado”.
Isabella miró el lugar con curiosidad.
Era una cancha de fútbol al aire libre, pero el cemento estaba agrietado, con charcos de agua estancada en las hendiduras. Algunas líneas blancas se veían desvanecidas por el tiempo, y el arco tenía la red rota y parchada con bolsas plásticas. Aun así, unos chicos jugaban a la pelota con la energía de quien no necesita nada más para ser feliz.
Entre ellos, un joven alto, moreno, con rulos desordenados y camiseta sin mangas, dominaba el balón con una sonrisa arrogante. Tenía ese aire de chico callejero encantador, que sabía que era guapo y que lo usaba a su favor.
Camila lo identificó de inmediato.
—Ay, no… —murmuró—. Justo tenía que aparecer ahora.
El chico levantó la vista, y cuando sus ojos se posaron en Isabella, se detuvo en seco. El balón rodó hacia un costado, olvidado.
Isabella lo miró con una media sonrisa, algo incómoda.
Él, en cambio, parecía haber visto una aparición celestial.
Isabella, sin pretenderlo, era de esas presencias que marcaban el aire. Alta, elegante, de postura recta, con ese tipo de belleza que no necesita esfuerzo para llamar la atención. Su cabello era pelirrojo, largo y suave como fuego bajo el sol que caía. La piel clara estaba salpicada de pecas diminutas que le cruzaban la nariz y las mejillas como si fueran constelaciones. Y sus ojos, de un tono ámbar con destellos verdes, parecían sacados de una fantasía irlandesa.
Nico se acercó de inmediato, con la sonrisa de quien no piensa rendirse fácilmente.
—Hola —dijo, acomodándose el cabello con disimulo—. ¿Eres nueva en el barrio o recién te escapaste del cielo?
Camila puso los ojos en blanco y se adelantó, interponiéndose entre ambos.
—Nico.
—¿Qué? Solo estoy siendo amable —respondió él, sin apartar la vista de Isabella.
—Amable, mis ovarios —bufó Camila—. Isabella, ignóralo. Este es mi hermano. No hace mucho con su vida excepto intentar ligar con cualquier cosa que respire y camine en dos piernas.
—¡Ey! —se quejó él—. Me estás dejando mal frente a… tu amiga.
Isabella rió, llevándose una mano a la boca.
—Mucho gusto, Nico —dijo con educación, aunque con diversión en los ojos.
—Ya está. Terminaste de saludar. Ahora vuelve con tus amiguitos y déjanos caminar en paz —dijo Camila, agarrándolo por el brazo para apartarlo.
Nico se dejó arrastrar unos pasos, pero alcanzó a girarse y guiñarle un ojo a Isabella.
—Si algún día te aburres de mi hermana, me llamas. Soy más divertido, lo juro.
—¡Nico! —gritó Camila, empujándolo suavemente.
Cuando él desapareció corriendo hacia el grupo de chicos, Isabella estalló en carcajadas.
—Lo siento tanto —dijo Camila, cubriéndose el rostro de la vergüenza—. Te juro que no siempre es así. Solo… el ochenta por ciento del tiempo.
—No te preocupes —respondió Isabella, aún riendo—. Estoy acostumbrada a que me digan cosas ridículas. Pero ese “¿te escapaste del cielo?” fue nuevo. Lo voy a guardar.
—No lo guardes. Bórralo. Quémalo. Hazle un exorcismo si es necesario.
Ambas se rieron de nuevo. El ambiente se sentía más ligero, más íntimo.
—Y gracias —agregó Isabella, mirándola con calidez—. Por todo esto. Por enseñarme, por acompañarme… y por salvarme de tu hermano.
—Siempre a la orden —respondió Camila, con un gesto teatral—. Médico de día, guardaespaldas de noche.
—¿Y en tus horas libres?
Camila la miró de reojo, con una sonrisa apenas perceptible.
—Solo con gente interesante.
Y otra vez, el silencio se acomodó entre ellas. Cómodo. Cómplice. Lleno de promesas aún sin pronunciar.