Capitulo 2

1290 Words
Isabella No solía perder el control de sus pensamientos. Desde pequeña, Isabella Del Monte había sido entrenada para mantener la compostura en todo momento. En cada gesto, cada palabra, cada movimiento. No había margen para errores cuando se nacía bajo un apellido que lo significaba todo. Y, sin embargo, ahora mismo, mientras caminaba entre toldos, niños riendo y música popular, sentía que algo en su interior se desordenaba por completo. La imagen de Camila Ríos no salía de su cabeza. Su voz, su forma de mirarla, esa sonrisa medio sarcástica, medio dulce. Esa tranquilidad que parecía tan fuera de lugar en medio del caos. O tal vez, precisamente por eso… tan magnética. ¿Qué fue eso? Nunca antes había sentido algo así. Una especie de electricidad que le recorrió el pecho apenas cruzaron palabras. Una inquietud que no era exactamente nervios, pero tampoco deseo como los que conocía. Era algo más profundo. Más incómodo. Más real. Camila tenía una fuerza invisible que se le metía bajo la piel. No llevaba maquillaje caro ni ropa de diseñador. Ni siquiera se había esforzado en verse perfecta. Y, aun así… o tal vez por eso… Isabella no podía dejar de pensar en ella. —¿Te encuentras bien, Isabella? —preguntó Luciana, su asistente, con un leve gesto de preocupación. —Sí, sí —respondió sin pensarlo—. Es el calor. Estoy bien. Mentía. No era el calor. Era ella. Camila. La forma en que la miró. Como si la viera de verdad. Isabella estaba acostumbrada a que la gente la mirara por su apellido, por su aspecto, por la reputación de su familia. Camila no. Camila la miró como si pudiera leerle algo bajo la piel. Como si no le importara quién era. Como si, por un momento, fuera solo Isabella, y no Del Monte. Y eso… la desarmó. ¿Qué tiene? ¿Por qué me dejó así? ¿Por qué siento que me falta el aire después de una conversación tan corta? Luciana hablaba, pero Isabella no escuchaba. La música del evento sonaba, pero se volvía un murmullo lejano. Todo se sentía borroso, excepto ese recuerdo, vívido, nítido: los ojos de Camila fijos en los suyos, esa respuesta suya sobre el corazón, esa seguridad que descolocaba. No tenía sentido. No se conocían. No compartían nada. Venían de mundos completamente distintos. Y aun así… Sentí algo. Lo juro que sentí algo. Se detuvo un momento a mirar a la gente del barrio. A los niños que saltaban entre colchones inflables, a las mujeres bailando junto a los puestos de comida, a los hombres jugando dominó bajo una sombra improvisada. Por un instante, el barrio le pareció más real que cualquier salón dorado en el que hubiese estado antes. Y en el centro de esa realidad, estaba ella. Camila Ríos. Isabella no sabía qué era esa sensación que tenía en el pecho. Solo sabía que no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Los altavoces chirriaron un poco antes de que el sonido se estabilizara y la voz grave y controlada de su padre inundara la plaza improvisada. Isabella respiró hondo y se colocó a su lado, justo como había ensayado tantas veces. Sonrisa discreta, espalda recta, manos entrelazadas frente a sí. Imagen perfecta. —Queridos vecinos de San Gabriel —comenzó Alberto Del Monte, proyectando calidez y seguridad—, es un verdadero honor estar hoy aquí, compartiendo esta jornada con todos ustedes. Sé que por mucho tiempo este barrio ha sido olvidado, ignorado… pero les aseguro que eso va a cambiar. La gente aplaudió, algunos por educación, otros con sincera esperanza. —Hoy no venimos solo a entregar medicinas o alimentos. Venimos a tender una mano. Una mano real. Y por eso, me complace anunciar que vamos a seleccionar a cuatro familias del barrio, las más afectadas por la situación actual, para ayudarlas de manera directa. Ya sea con mejoras en su vivienda, acceso a atención médica, educación o inserción laboral… no estarán solos. Hubo un murmullo general. Algunas mujeres se secaron los ojos con la orilla de la blusa. Camila, entre la gente, lo escuchaba con los brazos cruzados, seria pero atenta. —Y quien va a encargarse personalmente de este proyecto, será mi hija, Isabella. Isabella sintió la oleada de miradas sobre ella. Camila también la miraba. Sintió esa presencia, como si su piel la reconociera incluso sin verla directamente. —Isabella —prosiguió su padre—, con su experiencia internacional y su compromiso con el cambio social, se encargará de acompañar a esas familias, escucharlas, y hacer todo lo posible por mejorar sus condiciones. Confío plenamente en su capacidad y en su sensibilidad. Le pasó el micrófono. Por dentro, Isabella tragó el miedo. Por fuera, sonrió. —Buenas tardes —comenzó—. Estoy feliz de estar aquí hoy, y les agradezco por recibirnos con tanta calidez. Yo sé que mi apellido puede parecer lejano, incluso ajeno a su realidad. Pero les prometo algo: no vine aquí a mirar desde arriba. Vine a aprender, a escuchar, y a trabajar con ustedes. Más aplausos. Isabella buscó a Camila con la mirada, y cuando la encontró, sus ojos se conectaron por un instante. El corazón se le aceleró. —Espero poder aportar aunque sea un poco para que la vida en San Gabriel sea más justa, más humana. Porque no importa de dónde venimos, todos merecemos vivir con dignidad. Gracias de corazón. Los aplausos esta vez fueron más sinceros, más cercanos. Isabella devolvió el micrófono y se bajó de la tarima con un nudo dulce y extraño en el pecho. Lo hice… Caminó sin rumbo fijo por la plaza, buscando alejarse un poco del bullicio. Y entonces, guiada por el hambre —y la necesidad de normalidad—, se detuvo frente a un puesto de arepas. —¿Una arepa de queso o de carne, bella? —le preguntó la señora del puesto. —Una de queso, por favor —respondió Isabella, con una sonrisa tímida. —¿Seguro? —dijo una voz conocida justo a su lado—. Las de carne son las que curan el alma. Las de queso solo engordan. Isabella se giró y encontró a Camila, con las mangas de la bata enrolladas, una botella de agua en la mano y esa sonrisa traviesa que parecía saber más de lo que decía. —Hola otra vez —dijo Isabella, sorprendida. —Hola, chica beige —respondió Camila sin esfuerzo, mirándola con diversión—. Bonito discurso. Casi me creo que no te criaron en una mansión de tres pisos con piscina. —¿Y si fue de cuatro? —replicó Isabella, fingiendo indignación—. ¿Eso cambia tu opinión? Camila se rió. —Un poquito. Pero te defiendo si traes otra arepa para compartir. —¿Eso fue un intento de soborno? —No. Fue una prueba de humildad. Isabella aceptó el reto con una sonrisa franca. Pidió dos arepas y le entregó una a Camila con un gesto de paz. —Ahí tienes. ¿Ahora paso la prueba? —Veremos —respondió Camila, mordiéndola con gusto—. Si sobrevives al picante, te doy el visto bueno del barrio. Isabella probó la suya… y tosió al instante. —¡Dios! ¿Qué le ponen a esto, fuego del infierno? —Bienvenida a San Gabriel —dijo Camila, conteniendo la risa—. Te lo dije. Y fue entonces, entre risas y arepas callejeras, que Isabella lo sintió de nuevo. Esa sensación extraña. Desordenada. Imposible. La certeza de que esa chica, de mirada cálida y lengua filosa, ya le estaba desarmando el mundo. Y lo peor —o lo mejor— era que no tenía la menor intención de detenerlo.
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