La habitación privada de la clínica estaba sumida en un silencio tibio, solo interrumpido por el pitido tenue del monitor cardíaco. Alberto Del Monte yacía despierto, con la mirada algo nublada pero firme. Vestía una bata hospitalaria, y sus ojos se movían con ansiedad hasta que se posaron en la silueta de su hija, Camila, vestida con su bata de médico, de pie al pie de la cama revisando su informe. —¿Hija mía? —dijo con voz ronca, rompiendo el silencio. Camila alzó la vista de inmediato, dejando los papeles a un lado con suavidad. Se acercó a él con una calidez que solo se le reserva a alguien amado profundamente. —Papá… no te agites, por favor. Todo está bien. Estás fuera de peligro. —¿Y Nico…? —preguntó él de inmediato, con preocupación evidente. —Nico sigue igual. Estable. Estamos

