La tarde caía sobre el barrio como una sábana espesa de calor y silencio. Las calles de San Gabriel estaban tranquilas, con el sonido lejano de una radio vieja y el ladrido de un perro como única compañía. Cleotilde y Petra caminaban en silencio, apresuradas, una al lado de la otra, sus rostros tensos y los pasos temblorosos. Llegaron hasta una casa modesta, con el porche lleno de macetas colgantes y una mecedora que crujía con el viento. En el escalón del frente, un joven de unos veinte años —moreno, delgado, con una gorra hacia atrás— levantó la vista al verlas llegar. —Buenas tardes, mijo —saludó Petra con cortesía—. ¿Está la señora Felicia? El muchacho se incorporó con una sonrisa amable. —Claro, pasen. Está adentro descansando. Les aviso. Les abrió la puerta y ambas entraron, rod

