Estoy en el piso, sentada sobre la alfombra gruesa del salón común, con las piernas cruzadas en posición de indio y las manos extendidas hacia adelante. Frente a mí, Emilio está sobre su pancita, su pequeño cuerpo de casi siete meses balanceándose con torpeza, pero con esa determinación que solamente tienen los bebés cuando están a punto de descubrir el mundo. Tiene los ojos muy abiertos y brillantes, y una sonrisa de concentración que lo hace ver más grande, más sabio, como si supiera que este momento es importante.
—Vamos, mi amor —le animo con voz suave, las palmas abiertas—. Tú puedes. Solo un poquito más. Ven con mamá.
Él se tambalea, una de sus manos se le resbala y cae de bruces, pero no llora. Se ríe. Es una risa chispeante, corta, que me desarma. Me echo un poco hacia adelante,
