Abandonada, pero no vencida.
Capítulo I – Abandonada, pero no vencida
Abandonada, rota, pero con las fuerzas suficientes para luchar por mis niños.
PVO Christine Carson
10 años atrás.
—¡Srta, puje con fuerza! —replicó la mujer con insistencia—. ¡Vamos, ya puedo ver la cabeza de uno de ellos, Sra. Kingston!
Grité, grité y volví a gritar.
El dolor de dar vida era insoportable, más aún para una primeriza como yo, y en el estado en el que me encontraba.
Se me había roto la fuente debido a una fuerte impresión, y mi esposo, a pesar de que intentaron contactarlo por todos los medios, nunca respondió el celular. Ni siquiera se dignó a contestar mis llamadas en los últimos meses, cuando me enteré de que esperaba trillizos. Apenas algunos mensajes fríos habían sido su forma de contacto, pero esto ya era el colmo. Nunca le importé. Nunca me amó. Y lo sabía.
Nuestro matrimonio no había sido más que un espectáculo frente a la sociedad, una farsa para limpiar el apellido Carson después del desplante que mi hermanastra Sofía le hizo al heredero de los Kingston. A pesar de odiar a mi familia por aquella humillación, él aceptó casarse conmigo, para no ser la burla en una boda que ya era imposible de cancelar.
Yo no quise. Me opuse. Luché contra la decisión de mi padre y estuve a punto de huir de casa, pero su amenaza de despedir a todos los sirvientes y de impedirme por cualquier medio continuar mis estudios de medicina me detuvo.
Era solo una hija bastarda, pobre, sin dinero ni hogar. En la mansión de los Carson sobrevivía únicamente porque llevaba la sangre del distinguido señor Carson, y porque Lucía, mi hermanastra menor, me defendía. Ella era la única que me trataba como un ser humano, como una amiga, como su hermana, en esa pocilga de mantenidos.
Pero aquel día en que Sofía huyó de su boda, yo no tuve opción. Contra mi deseo y mi voluntad, terminé casándome.
Sí, me casé con el prometido de Sofía Carson, mi hermanastra. Para sufrir, para resistir, para sobrevivir, al menos hasta concluir mis estudios y valerme por mí misma o ese era el plan. Pero en el camino, Emilien Kingston—borracho, en una de esas noches en las que llegaba trastabillando a casa— me tomó entre sus brazos. A mí, la “fea y desabrida mujer”, como solía llamarme. Y yo, frágil y ansiosa de afecto, me entregué a sus besos desgarradores y a sus caricias arrebatadas.
El resultado: tres preciosos bebés venían en camino sin pedirlo.
Volví a gritar, a ahogarme en sudor, a sentir que moría. El aire me faltaba y el dolor me desgarraba con cada segundo.
—¡Ya está uno! ¡Lo tengo, Sra. Kingston! ¡Ya salió su cabecita, siga pujando!
Y seguí. Grité, empujé, y por primera vez en mi vida el llanto de aquel ser se convirtió en mi razón para seguir adelante, pese a toda la miseria que estaba a punto de caer sobre mí.
Luego vino el segundo. Lloraba más fuerte y era más grande, el que más dolor me causó. Pero al tercero… a ese pequeño y precioso ser, jamás llegué a conocerlo.
El dolor me partió en dos y, de pronto, todo se nubló. Caí en un profundo hoyo del que creí no volvería a salir, hasta que la vida me concedió una segunda oportunidad.
Cuando abrí los ojos, ya no estaba en la sala de partos, sino en una pequeña habitación del hospital. El silencio me asfixiaba, la desesperación por conocer a mis bebés me rasgaba.
—Mis bebés… quiero ver a mis bebés —susurré, con las pocas fuerzas que me quedaban.
—Dra. Kingston, tranquila, no se mueva.
—¿Por qué? —me giré apenas, pero un dolor lacerante me atravesó el vientre—. Me duele… ¿por qué?
—Tuvo una hemorragia intensa, se había desmayado, doctora. Usted ya no pujaba en el último bebé, ya no se movía.
—E… entiendo. ¿Y cómo están? ¿Cómo están mis niños?
La mujer bajó la mirada, temblorosa, como si no supiera cómo decirme la verdad, o como si no se atreviera solo a soltarlo, pero mi corazón lo sospechaba y mi cabeza me lo gritaba. Algo le había pasado a mi tercer bebé.
—Dra. Kingston, lo siento pero...
—¿D-dónde? ¡¿Dónde están mis hijos?! —grité, levantándome a pesar del dolor que me arrancaba el vientre. Me quité la sábana e intenté salir de la habitación.
—¡No! ¡No puede salir, no en su condición, por favor!
—¡Suéltenme! ¡No! —me sacudí como una fiera desesperada, angustiada y herida por dentro, hasta que logré zafarme del agarre de la enfermera, quien pidió ayuda a sus colegas. Solo era una madre intentando ver a sus tres hijos, aquellos que había llevado ocho meses en el vientre y que anhelaba abrazar, acunar, amar.¿Qué había de malo en eso?
—¡Sra. Kingston, deténgase!
—¡No! ¡No! —seguí luchando contra los dos enfermeros que intentaban calmarme, pero una aguja traicionera me detuvo justo cuando llegaba a la sala de neonatos. Allí, en dos incubadoras diminutas, dormían mis dos únicos amores, mis dos únicos motores para sobrevivir, pero el tercero, no estaba. No había nacido vivo.
Maldito Emilien Kingston.
Maldita Sofía Carson.
Ellos fueron quienes me empujaron a un parto adelantado, lejos de la mansión familiar en Nueva York. Mientras yo luchaba por dar a luz, Sofía paría en una ciudad del Caribe, al hijo bastardo de Emilien.
Sí, tenían una relación. A pesar de que ella lo había abandonado el día de la boda, él la aceptó de regreso. Y ahora, le daba un hijo de su “amor inmoral”.
Un mes después, con mis dos hijos en brazos y el corazón destrozado, me marché de Hawái. Allí me habían “enviado de vacaciones”, en realidad para alejarme de Nueva York. Crucé el país con lo poco que tenía, decidida a convertirme en una neurocirujana reconocida, a ser independiente de las humillaciones, del desaire y del abandono.
El destino, sin embargo, aún me tenía reservados otros regalos.
Regalos que Emilien Kingston y los Carson lamentarían hasta el último día de sus vidas.
Tiempo actual.
10 años después – Maryland, Baltimore.
Caminaba con la mayor seguridad que podía, el rostro firme, la espalda erguida, mientras me quitaba la bata blanca tras dar por terminado mi turno: una larga operación de más de seis horas.
—Chris, te esperan afuera —me advirtió Mercedes, mi amiga abogada. Ella estaba en el hospital por un trabajo que la directora le había asignado—. Y hay una niña hermosa y un niño hermoso que se mueren por verte.
—¿Vinieron también ellos?
—¿Y por qué no? Si su madre va a tener que hacer un largo viaje a Nueva York. Es obvio que ellos quieran venir a despedirse.
—Solo iré a ver un caso en particular Meche, no estaré más de una semana. No era necesario que los sacaran de la escuela por algo así.-Me excusé, pero en el fondo, me alegraba que los hayan traído.
—Ay, por favor, ya sabes cómo son esos traviesos. Aunque les digas que no, ni a la mejor neuróloga del país que es su madre obedecerían. Míralos, ahí vienen.
Aceleré el paso al ver a mis dos amores correr hacia mí. Por ellos, todo lo que había hecho valía la pena.
—¡Mamita! —gritó Apolo, lanzándose a mis brazos.
—¡Vinimos por ti, mami! —saltó mi pequeña Athenea, como un grillito feliz.
—Mis dos amores, mis pequeñas pulgas… ¿por qué vinieron? ¿No deberían estar en la escuela?
—¡Sí, mami! Pero queríamos despedirnos de ti.-Mi princesita consentida.
—Sí mamita pero te vamos a extrañar mucho porque te vas hasta el infinito, por eso vinimos.
—Mis amores, son solo unos días. Además, estarán con Wilson.
Mis niños rodaron los ojos y rieron. Wilson, el mayordomo y hombre de confianza en la mansión donde vivíamos. Más que un empleado: era mi consejero, un amigo y casi un padre para ellos.
—¡Srtos! Oh, Dios, cada día corren más rápido —rezongó Winston, con sus achaques de siempre. Aunque en verdad, esas pulguitas eran más listas que los niños de su edad, y poco les importaba dejar atrás a un “ancianito” como Wilson.
—¿Estás bien, Wilson? —pregunté al verlo llevarse una mano al pecho.
—Perfectamente, Srta. Christine. Soy viejo, pero aún tengo el físico de un jovencito —mis pulguitas estallaron en risas, y Wilson enseguida se recompuso al ver mi ceño fruncido sobre ellos—. Por cierto, el avión ya está listo, esperando por usted en el aeropuerto.
—Bien, vamos.
—Espera, Chris —la voz de Mercedes me detuvo—. Oh, cielos… ¿no me digas que estos son mis ahijados?
—¡Sí somos! —gritaron al unísono, levantando sus manitas.
—¡Pues han crecido demasiado! Un poco más y te pasan, Christine. ¿Qué rayos les das a tus hijos?
—Deja de ser dramática, Mercedes. Hace un par de días apenas que los viste, y no les doy nada en especial.
—¡Pero hemos crecido, mami! —replicaron mis niños al mismo tiempo, provocando la risa de Wilson. Aunque, al notar mi mirada seria, se recompuso de inmediato. Era un amor.
—¿Qué pasa, Mercedes? —miré el reloj—. No tengo mucho tiempo.
—Pues que me salió un pequeño trabajo en Nueva York, y como vas para allá, pues pensé que quizá puedas darme una jaladita en tu avión privado.
—¡Sí, mami! ¡Vamos con la tía Mercedes a Nueva York!
—Ningún “vamos”, pequeñas pulgas. Yo y su tía sí; ustedes, con Wilson y papá Max.
Mis peques cruzaron los brazos, formando pucheros de decepción. Sabían que no podían ir, pero como siempre, insistían.
—Tardaron mucho.
—¡Papi Max! ¡Mamá Chris no quiere llevarnos a Nueva York! —se quejó Athenea, poniendo ojitos de “gatito con botas” que sabía eran irresistibles para su «papá»
—No, ni le des esperanza, Max —advertí antes de que abriera la boca—. No la apoyes esta vez.
—Tranquila, Chris, estoy de tu lado. Ellos no deben ir a esa peligrosa ciudad.
—¡Ay, por qué! —gruñó mi pequeña. Muy distinta de su hermano, que observaba en silencio. Pero ese silencio de Apolo siempre era peligroso.
—Porque tu madre no va de vacaciones, princesa, sino a trabajar.
—¡Buuu! ¡Qué aburrido!
Mercedes, por su lado, estaba tiesa como una estatua. Ver a Max siempre la paralizaba, y la entiendo, a cualquiera que lo vea, sentiría miedo al ver un hombre alto, peligroso, con tatuajes y serio. Nunca sonreía.
¡Y como! si Máximo Anisimova, era un mafioso billonario que controlaba cientos de negocios en el país.
—Al aeropuerto, Wilson.
—Como ordene.
El camino hacia el aeropuerto no fue silencioso. Al contrario, estuvo lleno de risitas cómplices entre mis pulgas y su madrina. Yo los miraba desde el asiento delantero, con Max a mi lado, recordando cómo mi vida había cambiado hasta llegar a este punto.
—¿Pasa algo? —me sacó de mis pensamientos—. ¿O estás arrepintiéndote de ir a Nueva York quizás?
—No, para nada. Solo voy a atender un caso especial Max, el de una pequeña vida que depende de mí, nada más.
—¿Nada más? —ese tono suyo no me gustó—. Bueno, es tu vida, tu asunto, tus decisiones, Chris.
—Gracias —le respondí sin apartar la vista de mis niños.
—Pero si algo pasa, no dudes en llamarme.
—No pasará nada Max, te lo aseguro.
Sí. No debería pasar nada.
Minutos después, Mercedes y yo ya estábamos en el avión, despidiéndonos de mis pulguitas, de Wilson y de Max.
—¡Mami, no tardes!
—¡Te queremos!
Las últimas palabras de mis niños se clavaron en mi pecho mientras el avión se alejaba en el cielo y yo resistía las ganas de llorar. ¿Porque? Ni yo lo sabía.
—Hora de ir a ver al padre hijo de puta de mis pulguitas.
—Mercedes… —la reprendí—. Dijiste que venías por trabajo.
—Sí, por supuesto. Pero no puedo desaprovechar la oportunidad de conocer al imbécil que te embarazó y te hizo sufrir.
¡Va! por gusto hablo. Mercedes era esa clase de amiga que una siempre necesita. Y yo había sido bendecida en encontrarla en mi camino, pero a veces era peor que un niño.
Cerré los ojos, agotada tras una noche en vela y una cirugía en la que logré salvar a un bebé. Uno hermoso, que me hizo recordar al que yo perdí. Al que tuve que honrar en silencio su memoria, sin su padre a mi lado, ocupado seguramente por Sofía.
En el silencio del avión, solo con el ruido de las turbinas, me hundí en mis recuerdos. Recordé cómo comenzó todo, cómo fue, y hasta dónde soporté a un hombre tan apuesto por fuera, pero más frío y cruel que el invierno ártico por dentro.
Aquí estaba de nuevo. Abrí los ojos y las luces de Nueva York me dieron la bienvenida. Pero esta vez, no como Christine Carson: la sumisa, la bastarda, la “fea” de esa familia.
Sino como Christine Anisimova, la mejor neurocirujana del país, y madre soltera de dos preciosos e inteligentes niños.