La arena seguía temblando bajo mis pies, como si la tierra misma aún no pudiera aceptar lo que acababa de pasar. El humo comenzaba a disiparse, revelando los rastros del combate: árboles calcinados, grietas negras en la roca, y cuerpos tendidos… pero lo que más dolía, lo que más ardía, era ella. Samantha. De pie frente a mí, con el uniforme oscuro de los Etigcatorianos manchado de cenizas y sangre ajena. Su silueta era inconfundible, aunque ya no parecía la misma. Y sin embargo, lo era. Cada fibra de mi cuerpo lo reconocía, a pesar de lo que mis ojos veían. —¿Tú…? —Mi voz salió temblorosa, débil, casi infantil—. Samantha… Su nombre me pesó en la lengua como un veneno conocido. No respondió. Sus ojos, esos ojos que alguna vez buscaron los míos en la penumbra de tantas noches compartidas

