MI VIDA: UN TERRIBLE INFORTUNIO
NARRA SKYLAR GREY
La noche antes de la boda:
Cuento cada billete en mi mano, uno a uno, con una sonrisa tonta y llena de mucha satisfacción surcando mi boca. La tarde-noche ha sido pesada, extenuante y muy agotadora. Las plantas de los pies me duelen y mis pantorrillas están tensas y duras como troncos. Una vena palpita con intensidad, como si en cualquier momento fuera a explotar, detrás de mi rodilla.
El restaurante estuvo a rebosar desde que entré a mi turno de las cuatro de la tarde, hasta hace unos treinta minutos que cerró al público, a la una y media de la madrugada. No he parado ni un solo segundo desde que entré, atendiendo mesas, hasta este momento en que me encuentro contando mis propinas. El arduo trabajo dio muy buenos frutos.
—Ha sido una estupenda noche, ¿no es así, Sky? —comenta Carly, una de mis compañeras de trabajo, cuando pasa tras mi espalda y me palmea el hombro.
—Ojalá, todas las noches fueran así —manifiesto—. Estoy necesitando mucho, este dinero.
—Quizá mañana esté igual de bueno —dice, esperanzada—. Y con suerte, todo el mes. Necesito comprar un teléfono nuevo.
Suspiro hondamente y asiento con algo de decepción. Pues, desearía que así de superficiales fueran mis necesidades financieras.
—Nos vemos mañana, Sky. —Se despide y continúa su camino hacia la salida.
Como ya he terminado de contar y ordenar mi pequeño fajo de billetes, lo envuelvo, lo guardo en mi riñonera, junto con mis herramientas de trabajo: mi pequeña libreta de apuntes, mi bolígrafo y una pequeña calculadora. Me levanto de la silla en la que estaba sentada y la acomodo boca abajo, apoyada sobre la mesa. Estiro mis brazos, mi espalda y todo mi cuerpo, y descontracturo mis músculos tensos.
—¡Me voy, Gary! —le grito al gerente del restaurante, para avisarle que ya únicamente queda él y los chicos de la cocina en el restaurante.
—¡Cuídate, Sky! —Asoma la cabeza por la puerta de su oficina, que queda en el fondo, y me dice adiós con la mano—. ¡Nos vemos mañana!
Me doy la vuelta y agito mi mano sobre mi cabeza, despidiéndome, mientras camino hacia la salida. Cuando cruzo la puerta, el aire helado y la llovizna me golpean con fuerza y maldigo para mis adentros por no haber traído una chaqueta. La tarde había estado algo cálida, pero como ya estamos entrando a otoño, la temperatura ha descendido considerablemente durante la noche. Enrollo mis brazos a mi cuerpo y restriego mis brazos con las palmas de mis manos para darle calor a mi cuerpo. Cruzo el estacionamiento y desbloqueo el seguro de mi vieja carcacha, un Nissan Sentra del 98 en color verde metálico, para entrar rápidamente en él y cobijarme con su calor.
Sí. Definitivamente, aquí adentro está mucho mejor. Con mucha facilidad podría acurrucarme en el asiento y quedarme a dormir ahí, de lo tan cansada que estoy. Pero, haciendo uso de las pocas reservas de fuerza que me quedan, encendiendo el auto y me marcho con rumbo a mi casa.
Por la hora, las calles de Brooklyn están bastante despejadas, así que no tardo mucho en llegar a casa. Hay un solo despelote en ella y gruño de rabia, porque, seguramente, mi padre no ha hecho lo que le pedí, por andar de juerga.
Mientras camino, voy recogiendo los trastes sucios y la ropa esparcida por el suelo. Dejo los platos en el fregadero —la cocina es otro caos que me causa dolor de cabeza solamente con verla— y salgo de ahí con rapidez. Por la mañana me tendré que encargar yo misma de limpiar todo ese desastre, porque ya estoy cansada de repetirle todos los días la misma canción a mi padre. Una simple cosa no la puede hacer bien.
Estoy agotada y la batería de mi cuerpo está en rojo cuando entro a mi habitación, a nada de extinguirse la última barrita de carga en ella. Tiro la ropa que he recogido sobre un sillón, junto a mi riñonera, y camino con pasos pesados hacia el baño, mientras me voy quitando la ropa. Me cepillo los dientes con ligereza y, casi arrastrando mis pies, con los hombros caídos y los ojos cerrados, camio hasta mi cama y me dejo caer en ella, quedando profundamente dormida al instante.
El día de la boda...
A la mañana siguiente, mantengo una lucha interna entre no abrir los ojos y quedarme dormida hasta el día siguiente, pero los deberes me llaman y la alarma programada en mi reloj me dice que es hora de ponerme en pie. Entre quejas me levantó y voy al baño a lavarme la cara y los dientes. Me seco con una toalla y salgo de la habitación para ir a la cocina. Nada más asomo la nariz por la puerta y la decepción me embarga. Había olvidado el caos que había ahí. Miro la hora en el reloj que cuelga de la pared: las 5:30. Dispongo de unos veinte minutos para limpiar y ordenar este caos, antes de que me agarre la tarde.
Para mi suerte, mi trabajo limpiando casas y oficinas me ha hecho muy rápida. Lo primero que hago es lavar la cafetera eléctrica, que tiene café rancio del día anterior. Una vez que la taza y el colador de la cafetera están limpios, pongo café nuevo, porque yo sin mi taza de café por las mañanas no funciono bien y luego, más tarde, voy a querer arrancarle la cabeza a cualquiera que se pare frente a mí.
Mientras el café se está haciendo, me pongo los guantes amarillos de látex y manos a la obra. Me toma quince minutos lavar todos los trastes sucios, limpiar la estufa y las encimeras, y pasar la escoba por el piso de madera de la pequeña cocina. Una vez terminado, agarro una taza y me sirvo el elixir de la vida. Aspiro su aroma amargo y doy el primer sorbo, sintiendo que la vida vuelve a mi cuerpo. Me como una galleta y cuando termino, ya me he pasado un minuto de los veinte que supuestamente debía tomarme para que no me agarrase la tarde.
Casi corriendo, voy a mi habitación, me meto al baño, me doy una ducha rápida, salgo, me seco el cuerpo y busco ropa en mi ropero: unas bragas de algodón y bordes de encaje que he comprado en liquidación en Victoria´s Secret, unos pantalones de jean que se ajustan a mi cuerpo y una camisa de algodón a rayas blancas y negras. Me calzo unas zapatillas deportivas y disparada salgo de la habitación, dándome cuenta de que tengo siete minutos de retraso y de que es muy probable que me coja el tráfico y me atrase más.
Cojo una liga negra del tocador y en el camino voy haciéndome una coleta alta para recoger mi cabello. Salgo de la casa, me subo a mi coche, lo enciendo y oprimiendo el acelerador hasta el fondo, salgo con rumbo a una de las oficinas que debo limpiar. El personal de la oficina entra a trabajar a las ocho de la mañana y por ello, debo haber terminado la limpieza a más tardar un cuarto para las ocho.
Estoy a varias cuadras de la casa, cuando recuerdo que he dejado mi riñonera. Ya es muy tarde y si regreso estaré frita. Necesito ese dinero. Necesito el pago de esas dos horas de trabajo, porque, para mí, cada billete vale. Además de que todas las responsabilidades de la casa están sobre mis hombros: pagar luz, agua, gas, comida y hasta el más mínimo detalle, porque mi padre es un bueno para nada que solamente se la pasa holgazaneando, bebiendo alcohol y en juergas, también debo pagar la hipoteca de la casa, para no perderla contra los del banco, quienes son unos miserables sin corazón, a los que no les importa enviarte a la calle y dejarte sin un techo sobre tu cabeza.
Para mi suerte, la oficina queda bastante cerca de mi casa y, a pesar de que he cogido algo del tráfico de la mañana, no llego tan tarde. Apenas cinco minutos más tarde. Solamente espero no haberme ganado una multa cuando me pasé ese semáforo en rojo.
Como ya dije, soy muy rápida en esto de la limpieza. Los tantos años de experiencia me han hecho serlo. He trabajado limpiando casa desde que tenía doce años y mi madre me llevaba a aprender el oficio y acompañarla. De eso han pasado catorce años. Ya tengo veintiséis y casi toda una vida de puro trabajo y de ser una mujer responsable, desde que cumplí los diecisiete y mi madre murió.
Un cuarto para las ocho de la mañana, he acabado de limpiar aquellas oficinas, y me dispongo a irme, ya que para la gente pipiris que labora en ellas no es bien visto ver a la gente de limpieza rondando por ahí. Es por eso que debemos hacer la limpieza ya sea por las mañanas, antes de que ellos entren a trabajar, o por las noches, cuando todos se han marchado.
A las nueve de la mañana tengo que ir a limpiar una de esas mansiones de ricos, que me llevan al menos unas tres horas para limpiar, porque sus dueños no pueden siquiera levantar la ropa interior del suelo y ponerla en la lavadora. La mansión queda en las afueras de la ciudad, en los suburbios. Debería irme de una vez, pero decido regresar a la casa a traer mi riñonera.
Estaciono mi viejo Sentra frente a la entrada y caminando a zancadas voy a la puerta, entro y voy a mi habitación. Recuerdo haber tirado la riñonera en un sillón, junto a la ropa, y voy ahí. La encuentro, pero, vaya sorpresa, está abierta y el dinero ha desaparecido.
Frustrada, furiosa y con ganas de llorar de la pura rabia, rujo y maldigo para mis adentros por haber sido tan idiota.
No tengo que pensar mucho para saber quién lo ha tomado. Casi echando chispas, fuego y humo, por la rabia, salgo de la casa, me subo al coche, lo enciendo y, provocando que los neumáticos chirríen sobre el asfalto, voy a buscar a mi padre a uno de esos bares de mala muerte en los que se la pasa bebiendo y apostando. Mientras conduzco, llamo a la dueña de la mansión para cancelarle. Mi prioridad es encontrar a mi padre antes de que gaste cada centavo de ese dinero y me deje sin la cuota para la hipoteca.
Lo maldigo una y mil veces, mientras me pregunto qué pecado estoy pagando, como para que me hubiera tocado ser hija de aquel hombre al que parecía que no le importaba más nada que sus malditos vicios.
Aparco el coche frente al bar, al otro lado de la calle. Me bajo, todavía echando rayos y centellas y cruzo la calle corriendo. Entro como alma que la lleva el diablo, miro alrededor, buscándolo, y no lo encuentro. Hay varios desobligados y borrachos igual que él, casi cayéndose de sus asientos. Me acerco a la barra y le hablo al cantinero.
—¿Dónde está Valence? —le pregunto por mi padre.
—Está atrás, apostando con los chicos.
Siento que la rabia me consume, que quiero arrancarme la piel del rostro y matar a Valence Grey, mi padre.
Como una bestia iracunda, me dirijo a la parte trasera del bar y lo encuentro de lo más campante, borracho como siempre y apostando mi dinero que con tanto sacrificado he ganado.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, el cuerpo temblándome por la intensa rabia y la mandíbula doliente por lo mucho que estoy apretando los dientes, me paro a un lado de su silla y le rujo:
—¡Me robaste mi dinero y sin importarte todo lo que tengo que hacer para ganarlo, estás aquí, apostándolo!
Alza el rostro y me mira, con la mirada un poco perdida por el alcohol y se ríe, como si fuera gracioso.
—Vete a la mierda, Sky —escupe y regresa la vista a su mano de cartas, lo que me enciende la sangre.
Respiro... Respiro... Respiro... Pero no puedo contener aquella furia que me está dominando.
Mi padre es un hombre bastante grande, de contextura lo suficientemente corpulenta como para pesar como una enorme roca. Sin embargo, me armo de valor, lo agarro del cuello de la camiseta y lo jalo, sacándolo de la silla y provocando que caiga al suelo. Los otros borrachos se ríen, mi padre intenta ponerse en pie, pero el alcohol no se lo permite y vuelve a caer al suelo. Lo agarro de los brazos y comienzo a arrastrarlo. Me lanza una sarta de insultos, intenta luchar contra mí y soltarse, pero está dominado por el alcohol y, probablemente, por mi estado de furia soy más fuerte en ese momento.
Logro sacarlo del bar y a empujones lo meto en la parte de atrás del coche. Qué tremendo error. Mejor lo hubiera dejado a que se intoxicara con alcohol en ese bar.
Cierro la puerta de un portazo y me meto en el asiento del conductor. Enciendo el coche y arranco, con la loca idea de ir a internarlo en una de esas clínicas para alcohólicos, porque ya no lo aguanto ni un minuto más y siento que va a volverme loca o a terminar de destruir mi vida.
Conduzco por alrededor de unos diez minutos, cuando, de repente, a mi padre que se estaba quedando dormido en el asiento, le da por levantarse, e intentar pasarse al asiento delantero. Una lucha entre ambos se origina, me obstruye la vista, agarra uno de mis brazos, lo insulto, trato de golpearlo o empujarlo, para lograr que me suelte, pero lo único que logro es perder el control del coche y, un segundo después, el fuerte impacto provoca que nos sacudamos.
Como traigo puesto mi cinturón de seguridad, lo único que consigo es un golpe en mi muñeca, quizá esté rota, quizá solamente esté fracturada. No lo sé realmente. Algunos rasguños que los vidrios del parabrisa al romperse y caer sobre mí provocan.
Mi padre no corre con la misma suerte. Su cabeza choca contra el salpicadero y hay mucha sangre, pero, extrañamente, sigue con vida. Muy mal herido, pero con vida.
Hierba mala nunca muere.
Sin embargo, el gran problema de todo aquello no es nada de lo que ha ocurrido en nuestro coche. No es el insoportable dolor en mi muñeca, no es mi padre herido, ni todo lo que voy a tener que pagar o lo material que he perdido. El verdadero problema radica en lo que hemos ocasionado.
Mi coche ha impactado contra la parte de atrás de otro automóvil. Justamente, contra la ventanilla derecha del asiento trasero, donde, tal parece, una mujer iba sentada.