Enamorarte es lo peor que te puede pasar en la vida. Te atrapa con promesas dulces y te deja con la incertidumbre de si esa persona realmente siente lo mismo. Si tan solo alguien me lo hubiera advertido antes de conocerlo… quizá no estaría así, rota por dentro, fingiendo estar bien. Siempre me decían: “arriésgate, no pierdes nada”. Pero si supieran la verdad… arriesgarme fue perderlo todo.
No quería volver a enamorarme. Había prometido no hacerlo. Pero ahí estaba yo, como una tonta, llorando por el chico que se robó mi corazón aquel verano en el campamento. El primero que me conoció de verdad. El único al que dejé entrar, el único al que le di el poder de destrozarme. Y lo hizo sin titubear.
No podía creer lo que veían mis ojos. Pero el dolor en mi pecho era real, punzante, como si me arrancaran el aire. Todo giraba a mi alrededor. Respiré hondo, limpié mis lágrimas, y como tantas veces antes, me puse la máscara. Una sonrisa falsa, los ojos secos por fuera y el alma hecha trizas. Caminé hacia ellos, fingiendo que nada pasaba. Fingiendo que no me acababan de romper el corazón. Fingiendo que todo había sido un simple Romance de Verano.