Pasaba de media noche, pero, por alguna razón que desconocía, no podía dormir, así que seguía sentada en una mesa del comedor, con esa humeante taza de té que no se le antojaba tomarse, debido al clima. Y es que el calor no era lo que Berenice más disfrutara, al contrario, lo odiaba mucho, pues la ponía irritable y le quitaba el sueño, y eso la irritaba mucho más... pero, justo en ese momento, el calor no era lo único que la tenía molesta, así que no podía culparlo del todo por no poder dormir.
Agobiada por esa inquietud persistente en su estómago, miró el teléfono, a pesar de que le gustaba ignorarlo por las noches, pues no faltaba con qué la atrapara y menos dormía. En su teléfono podía pasar absolutamente toda la noche haciendo cosas sin provecho alguno, así que lo silenciaba por la noche para no tener que escuchar ninguna notificación o sonido que la atrajera a él.
Miró la pantalla que indicaba un par de llamadas perdidas y, justo cuando se disponía a desbloquear el celular para obtener más información, en el silencioso teléfono se mostró una nueva llamada entrante.
Berenice contestó, el número era del resort, así que temió lo peor ante la insistencia, pero nada de lo que se le ocurrió en ese tremendista momento fue realidad.
—Disculpa que te moleste, Bere —dijo el hombre del otro lado de la línea—, pero tenemos un problema con uno de los huéspedes, y él sigue gritando tu nombre mientras golpea con fuerza la puerta de la oficina. Está muy ebrio y no puedo con él. ¿Será que puedes hablar con él, aunque sea por teléfono, para que se tranquilice? El hotel tiene varios huéspedes, y ya algunos se quejaron.
Berenice suspiró. Narciso ni siquiera había dicho el nombre de ese huésped molesto y ella ya sabía de quien se trataba.
La joven lo pensó un momento, porque la verdad era que no quería hablar con él, mucho menos si estaba ebrio, pero era cierto que no podía permitir que siguiera molestando al personal y huéspedes de ese lugar, así que accedió de mala gana.
» Es Berenice —anunció el hombre de cabello cano, extendiendo el teléfono a un hombre sentado en el piso, recargado a esa puerta que nadie le abriría, pues nadie estaba dentro.
Antuán tomó el teléfono y lo pegó a su oreja para escuchar la voz de esa mujer que amaba y odiaba con toda el alma.
—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó Berenice luego de un corto silencio, y en respuesta recibió los sollozos del hombre que se aferraba con fuerza a un auricular—. Señor Caballero, está molestando a mucha gente, podría, por favor, comportarse.
—¿Por qué eres así conmigo? —preguntó Antuán entre hipidos, de una manera poco clara debido al ahogado llanto que le agobiaba—. ¿Por qué me haces tanto daño?
—¿Yo? —preguntó Berenice, molesta—. En esta relación solo una parte recibió daños, y no fuiste tú.
—¿Crees que no me dolió? ¿Crees que me quedé feliz luego de que desapareciste sin dejarme saber qué fue de mi hijo? Bere, me morí ese día que no pude detenerte... Yo quería hacer una familia contigo..., pero tú la destruiste... Acabaste con mi hijo y luego hiciste tu familia por tu cuenta... No quiero odiarte, te juro que no, pero te odio mucho... ¿Cómo pudiste matar a nuestro hijo y luego amar a los hijos de alguien más? ¿Tan poco signifiqué para ti?
Berenice suspiró. Las entrecortadas frases y preguntas de Antuán le sabían bastante amargas, pues ella no era de las que lidiaran bien con la culpa y, para ser sincera, jamás hubiera pensado que ese hombre se pondría mal por lo que hizo deliberadamente. Sí, ella le dio a entender que él jamás sería el padre de su hijo, así que entendía que el otro hubiera asumido que se deshizo del bebé, pero, siendo franca, tras presenciar una situación que el otro no negó, pensó que no le afectaría demasiado.
» Bere... por favor... por favor, dime algo.
—No sé qué quieres escuchar Antuán, además, no tengo mucho qué decir porque, al parecer, te olvidaste que fuiste tú quien se deshizo de mí primero. ¿Vas a decirme ahora que luego de desecharme descubriste que en realidad sí te era un poco útil? Te lo creería, pero no es como que me interese ser tu amante, ni mucho menos. Fuiste tú quien eligió a otra sobre mí, así que no puedes culparme por seguir adelante con mi vida aún sin ti cuando te comprometiste con ella mientras jugabas conmigo.
—¡No lo hice! —gritó Antuán, desesperado—. No me comprometí con ella... Era una mentira. Te lo iba a explicar, pero no me diste tiempo, solo desapareciste sin permitirme aclarar las cosas contigo... Ella y yo jamás...
—No me interesa —interrumpió Berenice—, no quiero saber de tu vida ni de tus mentiras o tus patéticas excusas. Yo vi lo que vi y escuché lo que ella dijo, que por cierto no negaste, ni siquiera me seguiste para explicar nada, y eso que te di dos oportunidades para ello, así que no me digas ahora que no era tu intención que las cosas pasaran como pasaron cuando solo viste cómo mi corazón se fue al piso cuando te vi besándola y no hiciste nada mientras ella bailaba sobre mi destrozado corazón.
—Bere, yo...
—No, Antuán, ya ni siquiera tiene caso que digas nada. Yo tengo una vida en la que no tienes que intervenir, y no me interesa tener que ver contigo de nuevo así que, si lo que te tiene mal es que no me puedes perdonar, está bien, no me perdones, porque tampoco te perdonaré jamás lo que me hiciste. Solo sigamos como si nada, como si no nos hubiéramos encontrado de nuevo, como si no supieras de mí y yo no supiera de ti y, por favor, deja de darme problemas.
Dicho eso, la morena colgó el teléfono, y lloró en silencio para no despertar a nadie en casa, porque haber escuchado tan mal a ese hombre que amó tanto y odió casi igual, además de recordar su pasado, le había vuelto a estrujar el corazón.
Por su parte, Antuán debió resignarse a lo que la otra decía, porque, por mucho que le costara aceptarlo, Berenice tenía razón. Era él quien no había puesto excusas cuando los descubrió en pleno beso, fue él que quien solo agachó la cabeza mientras Roberta le presumía a todas luces su nuevo compromiso, y también fue él quien solo dejó caer el trasero en una silla mientras Berenice se iba destrozada luego de esa puesta en escena nada agradable de ver.
Aun así, por todo el amor que le había tenido, por todos esos sueños que tejieron juntos, no podía más que odiarla por dejarle atrás. Y es que Antuán estaba convencido de que si esa chica que amaba no hubiera sido tan impulsiva ellos habrían podido arreglarlo todo; estaba seguro de que si Berenice, en lugar de correr tan pronto como vio lo ocurrido, se hubiera encerrado en su habitación a llorar, él la habría alcanzado y le habría podido explicar todo.
Él no podía decirle nada en la oficina, donde necesitaba que todos creyeran en ese frugal compromiso que duraría los pocos meses de vida que tenía el padre de Roberta, pero fuera de la vista de todos, en la casa de esa chica o en otro lugar donde se pudieran reunir iba a explicarlo todo.
Y ahora estaba ahí, hecho pedazos por no haber actuado a tiempo, por haber perdido tiempo en un favor a una vieja amiga. Y sí, entendía que era su culpa, y aun así no podía aceptar la total responsabilidad, y aun así no podía no odiarla un poco por haberse deshecho tan fácilmente del fruto de su amor y luego haber amado a alguien más y darle a ese alguien lo que a él le negó.
Porque, independientemente de lo mal que hubieran terminado ambos, ella no tenía por qué haber decidido por ambos. Interrumpir un embarazo era decisión de los dos, y a él no le había consultado nada, solo le había negado la oportunidad de ser padre, de ver nacer y crecer a ese niño que habría amado por ser lo que siempre soñó: un hijo de los dos.
—Vamos, señor Caballero —habló el velador del resort cuando el ebrio hombre al fin se tranquilizó un poco—, permítame ayudarle a subir a su habitación.
Antuán no se negó, no quería dormir en el suelo, ya se sentía emocionalmente hecho mierda como para que le doliera el cuerpo también. Así que extendió una mano al hombre y le dejó arrastrarle hasta esa habitación que le vería tan destrozado como se sentía.
Mientras que, en su casa, Berenice dormía al fin. Luego de mucho llorar se había quedado dormida, agotada también, hecha mierda también, y despertaría, a la mañana siguiente, justo como lo haría Antuán: con tremendo dolor de cabeza y una profunda tristeza en el alma.