VERONICA…
Estábamos ya en pleno otoño, aunque la temperatura todavía era agradable. Las jornadas se habían acortado y ya a las 20:30 era noche cerrada. La muchacha, esbelta aunque bastante alta, de cabellos rubios cortos, cortados a lo chico, avanza lentamente, cojeando, ayudándose con una muleta. En la mano libre, un saquito de papel que contiene su frugal cena. Llega a la marquesina de la parada del autobús, al comienzo de Viale Trieste y se sienta con dificultad en el banco. Mira a su alrededor para asegurarse de que no haya ningún merodeador en circulación. El único paseante es el veterinario que continúa viviendo en aquel barrio, quizás porque tiene la casa y el estudio allí y, al contrario que la mayoría de las familias italianas, no ha cedido a la tentación de mudarse a la otra parte de la ciudad. Gracias a Dios, una presencia tranquilizadora que a aquella hora hace su paseo nocturno con su simpático perrito blanco. La muchacha se acaba el bocadillo en unos pocos bocados, luego busca el paquete de cigarrillos, pero se da cuenta de que el que tiene en el bolsillo ya está vacío. Leonardo Albini se materializa desde la oscuridad como sólo él sabe hacer, como si saliese de repente de una capa de invisibilidad. Sus movimientos no consiguen pasar desapercibidos únicamente a otra persona, la comisaria Zanardi, del Distrito de Policía, que invariablemente está en la acera del otro lado de la calle, apoyada con los hombros en el muro mientras finge juguetear con las llaves en su mano. Leonardo se sienta en el banco al lado de la muchacha y le pone sobre las rodillas unos papelillos y tabaco. Ella se hace un cigarrillo y lo enciende.
―¿Estás segura de quererlo saber? Créeme, la venganza no vale la pena.
―Pero deja en la boca un buen sabor, como este tabaco.
Leonardo escribe un nombre y una dirección en un papelillo, dejándolo en la mano de la muchacha.
―Es una persona conocida. ¿Estás segura de que la matrícula es esa?
―La tengo grabada en la mente. Me atropelló allí, en el paso de peatones, y se escapó. Antes de desaparecer en la oscuridad leí perfectamente la matrícula.
―¿Y por qué no se lo contaste a la policía?
―Lo hice, y vaya si lo hice, después de que me desperté del coma. Lo comprobaron y me dijeron que quizás la había visto mal o lo recordaba mal, en la carrocería no había ninguna señal sobre el accidente. ¡Y claro, mientras tanto el tipo tuvo todo el tiempo para que limpiasen el coche! Y además, hace tiempo que no me fio de la policía.
Sólo un ligero acento traicionó el origen eslavo de la muchacha, que se llamaba Anna. Hacía más de dieciséis años que había llegado de Serbia junto con sus padres, era una niña de poco más de cuatro años. Su padre, para subsistir, enseguida había inducido a su mujer a trabajar de prostituta. La mujer era joven y atractiva y el barrio se prestaba bien a este tipo de negocios. Pero una noche, el papá de Anna, borracho perdido, comenzó a acusar a su mujer de no soltar todas las ganancias para la familia sino de guardarse algo para sus coqueteos, para los vestidos, los zapatos, las medias. La discusión acabó con una puñalada. Anna vio al padre escapar para no volver más, mientras que la madre yacía en el suelo con una abundante hemorragia. La niña sabía teclear los números de emergencia en el teléfono móvil. Consiguió llamar al 112 y hacer llegar el socorro a tiempo. Pero la policía no localizó jamás al padre que, probablemente, había conseguido volver a su país de origen. Su mamá salió adelante de mala manera, haciendo trabajos esporádicos, como mujer de la limpieza o cuidadora de ancianos, sin vender más su cuerpo, pero ganando mucho menos. Anna tenía 14 años cuando su madre, cansada de la vida, se suicidó. Bajó a la calle, delante de casa, se echó gasolina por encima y se prendió fuego. Un fin horroroso, del que, afortunadamente, Anna no fue testigo directo. Al volver de la escuela, vio una especie de fantoche ennegrecido sobre la acera, como si alguien hubiese quemado una gran muñeca, y tardó en comprender que aquel era el cuerpo de su pobre madre. Había una multitud de curiosos alrededor de aquel tizón todavía humeante, pero nadie que hubiese tenido el valor de intentar ayudarla. Y todo había sucedido en pleno día.
Anna fue confiada a una familia de acogida pero enseguida se escapó, yéndose a vivir a la calle y comenzando a hacer el mismo trabajo que había visto hacer a su madre cuando ella era pequeña, con el resultado de ganar lo suficiente para poder comer. A menudo, cuando sus clientes veían que era poco más que una niña o escapaban pitando por miedo a ser acusados de p*******a o le recompensaban con 20 euros cómo máximo, total era una chiquilla, le bastaba poco para vivir, justo lo necesario para comprarse algo de comer.
―Vete a un abogado, llévale ese nombre y él se ocupará de que te indemnicen ―le aconseja Leonardo.
La muchacha movió la cabeza.
―No tengo dinero para un abogado. Ese bastardo me las pagará y lo haré todo sola, te lo garantizo. Esta pierna no volverá a estar como antes. El fémur quedó aplastado bajo las ruedas de aquel SUV enorme. Por mucho que los médicos lo intentaron la pierna se quedó unos centímetros más corta que la otra y además me continúa doliendo muchísimo. Justo en el momento en el que había conseguido dar un giro a mi vida. Había superado la selección y me habrían cogido como modelo. Tenía un trabajo y una carrera por delante y ahora nadie más me llamará para un desfile de moda o para un spot publicitario, deberé volver a hacer la calle para sobrevivir.
Leonardo, sin contestar, deja a la muchacha otro papelillo y un poco de tabaco, suficiente para hacerse otro cigarrillo, y se aleja. Atraviesa la calle y pasa cerca de Veronica, la policía que lo está vigilando.
―No es que se note que me estás persiguiendo. ¿Cuándo entenderás que estoy limpio? Debería llevarte a la cama para hacértelo comprender. Estarías bien conmigo y me buscarías por otros motivos.
―No te pavonees. Es más, te he visto con toda claridad pasar la dosis a esa muchacha. ¿Ahora te dedicas a traficar?
―Te lo he dicho, estoy limpio ―responde Leonado levantando los brazos. ―Puedes cachearme, si quieres, si fuese un traficante tendría más dosis encima, ¿no es así, comisaria?
Veronica lo palpa bien y consigue sacar de los bolsillos, además de la cartera, el tabaco, los papelillos, el encendedor y una cajetilla de Marlboro.
―¿Cómo diablos haces para fabricar cigarrillos con esta cosa? ¡Bah! ―La mujer saca un Marlboro de la cajetilla y lo enciende, luego devuelve todo al hombre ―Antes o después te cogeré con las manos en la masa y te mando a unas lindas vacaciones a una bonita aldea de Ancona que se llama Montacuto. Al fresco, en una residencia con las barras en las ventanas y rodeada por una altísima valla.
―Creo que conseguiré antes llevarte a un dormitorio y hacer el amor contigo. Estás ya a punto de caramelo ―contesta Leonardo fabricándose con habilidad un cigarrillo con el tabaco y encendiéndolo bajo la mirada atónita de Veronica.
Cada uno sigue su camino mientras Anna se queda todavía sentada bastante tiempo bajo la marquesina de la parada del autobús. En un momento dado se levanta y, paso a paso, con la calma que requiere su inestable caminar, llega a la dirección que le ha suministrado Leonardo. Estudia el chalet, estudia a sus ocupantes y ya, en su mente, se delinean las acciones y la hora de su venganza.
Al día siguiente Anna ya está preparada para la acción. Ha fabricado un cóctel Molotov siguiendo al pie de la letra las instrucciones: funcionará. La adrenalina que circula por la sangre está a niveles tan altos que le hace olvidar todo dolor. Son las tres de la madrugada y no hay nadie por la calle. Abandona la muleta cerca de la valla del chalet que consigue con mucho esfuerzo escalar. La escalera que ha colocado en el jardín debería servir para podar los árboles pero lo que interesa es que tiene la altura justa para llegar a las ventanas del primer piso. Anna la apoya debajo de la que ha comprendido que es la ventana del dormitorio. El tipo duerme con la mujer y ambos tienen un niño de meses que reposa en la estancia contigua. La noche anterior, a las tres y cuarto exactas, se encendió la luz de la lámpara de la mesita de noche y la mujer fue a la habitación del pequeño, que se había despertado y reclamaba el biberón. Anna calculó que eso se podría repetir cada noche más o menos a la misma hora. Sube los peldaños de la escalera, uno a uno, con un poco de esfuerzo, pero tampoco mucho. La persiana sólo está bajada hasta la mitad. El momento apropiado, un codazo para romper el vidrio y lanzo el cóctel Molotov. Será el infierno.
―Ese bastardo morirá del mismo modo que mi pobre madre. ¡Se lo merece! Si la esposa se da prisa, pondrá a salvo su culo junto con el del niño. Por lo que a mí respecta, esperaré tranquila que me vengan a arrestar, de todos modos ya…
En lo alto de la escalera, Anna se pone en la boca un cigarrillo, en una mano el encendedor, en la otra la bomba incendiaria. Puntualmente la luz se enciende y la mujer se levanta. La llama del encendedor brilla, llega al cigarrillo pero no consigue llegar a la mecha de la bomba casera.
―No, no puedo ser la razón por la cual ese niño crezca como yo, sin un padre y con una madre destruida por el dolor.
La pierna está volviéndole a doler y es difícil bajar por la escalera, ponerla en su sitio, saltar la valla y recuperar la muleta, pero lo consigue.
La vida para Anna continua discurriendo como siempre, sus recursos económicos son cada vez más pequeños, y cada noche se vuelve a encontrar consumiendo su bocadillo sentada en el banco habitual. Llama al perrito blanco, que se desvía de su trayectoria para ir a tomar su dosis de mimos, arrastrando a su amo. El perro pone las patas en el aire, para que le rasquen la panza, algo que le gusta mucho. El veterinario sonríe a Anna, ella lo mira a los ojos, dos ojos verdes que infunden confianza.
―En este trozo de papel está el nombre y la dirección de quien me ha reducido a este estado. Haz lo que puedas, yo no tengo dinero, ni credibilidad para ir a pedir una compensación.
En silencio el hombre coge el papel, se lo mete en el bolsillo y se aleja. Después de unos días, con el correo, la muchacha recibe un cheque de 300.000 euros con la firma de un tipo que hace tiempo la había atropellado y escapado como un bellaco. En el sobre un papel: Espero que sea suficiente. Le ruego que no me denuncie. Un escándalo me arruinaría.
Leonardo, como es habitual, aparece de repente y se sienta en el banco al lado de la muchacha.
―¿Un cigarrillo? ―pregunta.
―No, gracias. He dejado de fumar. El sabor del tabaco en la boca ya no me gusta.
―¿Cómo ha ido? ¿Has hecho buen uso de mi información?
―Gracias a ti y a otro ángel, ahora tengo dinero para ir a América y someterme a una intervención que devolverá a mi pierna su longitud. He calculado que entre el viaje, la estancia y gastos de la clínica necesitaré 300.000 euros justos. Todo lo que tengo pero cuando vuelva a Italia estaré preparada para enfrentarme a una nueva vida.
―Perfecto, ¡buena suerte!
Leonardo atraviesa la calle y llega hasta la policía apostada. Por sorpresa acerca su cara a la de ella y le roza los labios. Cogida por sorpresa, Veronica acepta el beso y comienza a mover la lengua durante un momento alrededor de la de él. Luego, de un salto se pone rígida y se aparta de él lo necesario para darle un sonoro sopapo directo a la mejilla de Leonardo.
―¡Estás loco! ―exclama ella. Luego, siguiendo el hilo de sus pensamientos de policía ―¿Hoy la putita ha rechazado la dosis que le has ofrecido? Tanto da, recuerda, grábatelo bien en la cabeza: antes o después te cogeré con las manos en la masa.
―Harías mejor en mirar a tu alrededor y detener la mirada sobre verdaderos criminales, que no faltan en esta zona. ¿Pero qué te voy a contar? Es siguiéndome que atrapas criminales. ¡Antes o después ajustaremos las cuentas, querida!
Vuelve a acercar su boca a la de Veronica y, esta vez, y no por error, ella se abandona a un largo beso. Cuando vuelve a abrir los ojos, Leonardo se ha desvanecido en la oscuridad, como sólo él es capaz de hacer.