Metí la llave con la mano temblorosa. Con la otra sostenía a Irlanda; de lo contrario, podía irse corriendo a cualquier lugar.
Lo primero que sentí al entrar fue el olor a suavizante de la lavadora que dejé programada.
Me apresuré a abrir las cortinas.
El sol de la tarde tiñó de ámbar el interior de la casa. Mi pequeño hogar era de apenas una planta y contaba con solo una habitación. Era de esas que llaman “de interés social”. Pero para mí, era mi rincón favorito, con la mesa de pino que compré en abonos, el sillón regalado que tapicé yo misma, los rayones de Irlanda en la pared, su trampolín rosado en medio de la sala y todos esos juguetes ordenados en filas… Aunque fuera una lucha constante el poder reunir el pago mensual de la hipoteca, amaba mi casa.
Me ardían los ojos por las ganas de echarme a llorar. Aun así, fui directo a prepararle el pollo empanizado que mi hija llevaba más de un año comiendo casi a diario. No se hartaba, no se asqueaba. Su alimentación selectiva me orillaba a ceder. Ningún ingrediente podía cambiar, aunque fuera insignificante. De ser así, el plato terminaba en el suelo. Irlanda se daba cuenta sin siquiera probarlo. Su olfato, según mis impresiones, estaba diez veces más desarrollado que el mío.
Mientras calentaba la sartén, en la mente repetía: “fibrosis pulmonar idiopática”. Incurable. Degenerativa. Infrecuente en personas de mi edad. Apenas tenía veintiún años.
Cuando el médico preguntó sobre mis antecedentes familiares, le respondí que era huérfana. No fui capaz de confesarle que mi familia decidió que yo ya no existía porque salí embarazada. Llevaba más de cuatro años sin saber nada de ellos. Ya ni siquiera vivíamos en el mismo estado.
De pronto, me mareé.
El cansancio hacía de las suyas.
Coloqué una mano sobre el pecho. El dolor que experimentaba no estaba ahí. Se ubicaba más abajo, en el fondo hueco de la incertidumbre, donde anidan los miedos más profundos. Irlanda, mi chiquita de cuatro años que todavía no decía su primera palabra; si es que algún día lograba hacerlo, se quedaría sola tarde o temprano.
Suspiré mortificada.
Debía darme prisa en la cocina. Ella ya empezaba a gritar por el hambre insaciable.
Una vez que la senté a comer, me tomé un momento para dejar de pensar. Me urgía poner la mente en blanco o terminaría gritando allí mismo.
Después de un rato, mi celular vibró. Durante el trayecto de vuelta a casa le había avisado a Gaby, mi jefa, sobre las malas noticias.
“Tómate el día. Y mañana también. Te llevo algo rico más tarde. No hagas cena”, decía su mensaje.
La sonrisa fue leve, pero llena de agradecimiento.
Odiaba dejar mi trabajo abandonado. Gabriela confiaba mucho en mí, y no me gustaba cargarle la mano. Ella era la gerente del restaurante y yo la maître[1].
Pasaron las horas tan lentas, hasta que anocheció.
Irlanda se durmió sin llorar. Al menos no hubo insomnio. La esencia de lavanda en el difusor sirvió de ayuda.
A las diez en punto, tocaron la puerta.
Reconocí la melodía tarareada.
—¿Quién trae sushi en martes? —escuché decir mientras giraba la perilla—. ¡Pues yo! La amiga más fabulosa de todas. —Gaby cargaba con una bolsa blanca en una mano y una botella de sake barato en la otra.
Entró con la misma confianza con la que yo entraba a su hogar.
Traía los cabellos rizados esponjados, siempre con los hombros al aire y los pies en sandalias.
En el restaurante le decían “Gaby buenas vibras”, y no porque no supiera imponer orden, sino porque lo hacía con una sonrisa y una calma envidiable.
Las dos fuimos contratadas al mismo tiempo. Ambas empezamos limpiando mesas. Primero me caía mal, pero cuando llegaron los ascensos supe de buena fuente que ella abogó para que me dieran la coordinación, a pesar de que tenía solo la prepa trunca. Desde entonces la amistad fue creciendo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó al dejar la comida en la mesa.
No respondí de inmediato. Solo recibí su abrazo, largo y apretado.
—Tengo esta cosa en los pulmones. —La voz se me quebró. No hizo falta decir más.
El diagnóstico llegó luego de pasar por “bronquitis”, “fatiga por estrés” y hasta “asma”.
Gaby volvió a abrazarme.
De las dos, yo era la más “ruda”, la que la animaba a regañadas, la que se empeñaba en que las cosas funcionaran. Aquel día no podía serlo más.
Comimos en silencio, y cuando se hizo tarde, nos quedamos viendo una a la otra.
—Te podrás caer las veces que quieras —me dijo Gaby, a punto de llorar—. Pero te voy a levantar todas.
Esa frase era una que le había dicho dos años atrás, después de que su novio la dejara por su prima hermana.
Derramé las lágrimas por fin. Una tras otra sin parar. Me golpeaba tanto lo que vendría.
No sé cuánto tiempo pasó. Quizá una hora, quizá dos.
Gaby fue la primera en moverse. Se levantó despacio del sillón en el que nos acomodamos, se estiró y bostezó.
—Ya sabes que te puedes quedar a dormir —le ofrecí.
—Eso mismo iba a pedirte. Tengo una flojera… —Con la cadera, me dio un empujoncito—. El sillón es todo mío. —Ella vivía en un departamento con sus dos gatos. Si llegaba o no, nadie se lo reprocharía.
—Te traeré una almohada.
Después de brindarle a Gabriela todas las comodidades posibles, me acosté al lado de mi hija.
Cerré los ojos, pero el sueño no llegaba.
Empecé a hacer una lista mental: ir al hospital de alta especialidad al que me envió el doctor. Visitar la escuela que una conocida me recomendó. En la que tenía inscrita a Irlanda me daban tantas quejas que terminé por desesperarme y ya no la llevé más. Y lo más importante: pensar a futuro. No por mí, sino por ella. De ninguna manera iba a seguir sin un plan de vida para mi niña.
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[1] Maître, también llamado jefe de comedor o jefe de sala, es el responsable de coordinar y supervisar el servicio en un restaurante.