Pequeños arrebatos

1455 Words
El ventilador de techo giraba ruidoso. Afuera, el sol de julio caía implacable sobre el pavimento, pero adentro, el calor venía de la gente que aguardaba ser atendida. Con Irlanda bien sujeta de la mano, me dirigí al mostrador al ser llamada. La recepcionista apenas levantó la vista. —¿Cita para qué especialidad? —preguntó, como si le pesaran las palabras. —Neumología. Ahí dice que es urgente. —Apunté la hoja que me dio el médico. Mi voz sonó demasiado suplicante, pero no pude evitarlo. La mujer tecleó en la computadora con una sola mano, sin mirarme. —Lo más pronto es… —pausó, concentrada— diecisiete de noviembre. —¿Noviembre? —La palabra salió con susto. —Ajá. —Se encogió de hombros—. ¿Quiere agendarla o no? Quise decirle que no podía esperar tanto, que me estaba ahogando, que cada semana era un ladrillo más sobre mi pecho. Pero ella seguía mirando la pantalla con el ceño fruncido como si yo fuera un bulto insensible que entorpecía su día. —Es que… no puedo esperar tanto. —Sentí un nudo subiendo por la garganta. —No hay más espacios disponibles —replicó con frialdad. Irlanda empezó a balancearse y a jalonearse. Si no me daba prisa, comenzarían los gritos. Tragué saliva. Sabía que, si mi niña lloraba allí, seríamos observados por ojos acusadores. Me marché del hospital con la cita dentro de cuatro meses apuntada en el carnet. Afuera, el sol me cegó por un momento y pensé que quizá, para ese mes, ya no tendría fuerzas para regresar por propio pie. Luego de un viaje en combi de casi una hora, llegamos a la colonia donde vivíamos. Irlanda se entretuvo todo ese tiempo con mi llavero y unas frituras que solía llevar para ella. Caminaba con la cabeza gacha, pensaba en la cita y en el penoso servicio que me daban aun cuando en mi nómina venía sin falta el descuento del seguro social. Por ir distraída, por poco y olvido que Irlanda esperaba su pollo para la comida. ¡Tremendo error! No podía dejar que la niña se alterara más. Tuvimos que regresar dos calles. Tal como lo supuse, mi hija empezó a gritar peor con cada metro que avanzábamos. La pollería sí estaba abierta. Doña Lola era la que más tarde cerraba, aunque sus precios eran un poco más elevados. Tras el mostrador no estaba la señora, sino un hombre que no había visto antes. Alto, piel clara, con el cabello n***o peinado hacia atrás y una sonrisa que parecía tener luz propia. Su camisa blanca, arremangada hasta los codos, dejaba ver unos antebrazos marcados. Buenas tardes —dijo, y el timbre cálido de su voz me obligó a mirarlo a los ojos; tenían un destello pícaro especial. —Buenas tardes —respondí con tono apagado—. Me da una pechuga completa en filetes, por favor. Mientras el hombre pesaba y cortaba el pollo, cada tanto me veía y sonreía como si esa fuera su manera natural de estar en el mundo. Cargué a Irlanda con la esperanza de que eso la calmara, pero resultó contraproducente. El contacto físico la irritó todavía más, y terminó jaloneándose entre mis brazos. —Mira, nena, una paleta —dijo el hombre después de envolver el paquete. Tenía en una mano una paleta en forma de sandía. Respiré aliviada. Eran las favoritas de Irlanda. Ella paró el llanto y se abalanzó sobre la paleta como una gacela. —Gracias —fue lo único que atiné a decir en un suspiro—. Está cansada. Tuvimos una mañana larga. —A mí no me molesta. Los niños lloran y hacen berrinche, es normal. —¿Tiene hijos? —Una. Vive con su madre en Los Ángeles. Me divorcié hace poco. Entonces recordé que doña Lola varias veces me contó que tenía un hijo que vivía en el extranjero, y que era trabajador e inteligente. —Discúlpeme el atrevimiento —me apresuré a decirle. A él no pareció incomodarle mi pregunta anterior. Por el contrario, salió del mostrador, se quitó el guante y me extendió la mano. —Háblame de tú. Soy Álvaro. —Mucho gusto. —Acepté su gesto. Tenía apretón fuerte—. Azucena. Él no me quitaba la vista de encima. Calculé que ya pasaba de los treinta. Los mayores me gustaban mucho más. Sentí que me sonrojaba y fingí mirar la vitrina. —Bueno, cuando quieran venir por otra paleta, está abierto hasta las cinco. Al pagar, sus dedos rozaron los míos apenas un segundo. Quizás fue nada… y al mismo tiempo me resultó agradable. Esa noche, mientras doblaba la ropa de Irlanda y preparaba mi uniforme de trabajo, la pregunta llegó de pronto: ¿Está bien dejar que alguien me guste? Con lo que tengo… ¿es justo para él? ¿para mí? La verdad es que los primeros dos años de mi hija solía salir de vez en cuando con algún conocido. Nada formal, nada serio, solo citas casuales. Tras su diagnóstico, dejé de buscar el contacto de un hombre y me enfoqué en sus avances. Me respondí sola, casi con rabia: ¿Y qué más da? Nos atrajimos, eso es un hecho, ¿por qué desaprovecharlo? Al día siguiente, temprano, fuimos por pollo a pesar de que todavía tenía en el refrigerador. Encontré a Álvaro atendiendo. Aguardé a que se fueran los dos clientes, pedí media pechuga, y sin darme tiempo de arrepentirme, le pregunté: —¿Qué haces mañana en la noche? Álvaro se recargó sobre el mostrador con ambos codos y achicó la mirada. —Depende… —Te propongo que vengas al restaurante donde trabajo como mi invitado especial. Él sonrió. Era una buena señal. —“Invitado especial”. Me gusta. —Afirmó con la cabeza. Nos vemos a las dos. Pásame tu w******p para enviarte la ubicación. Intercambiamos números telefónicos. Con el pollo extra envuelto y dos paletas en forma de corazón en las manos, Irlanda y yo salimos de la pollería. Permitirme una cita significaba una planeación completa del día de mi hija. Como Irlanda ya no iba a la escuela, necesitaba asegurarme de que alguien la cuidara durante mi jornada. Sería así hasta que iniciara las clases en una nueva institución. Mi trabajo comenzaba a las siete de la mañana y finalizaba a las tres. Para atender su alta demanda y su limitada comunicación, elegí con cuidado a la persona que la acompañaría. También hice el esfuerzo de instalar algunas cámaras en la casa, solo por precaución. Zoe era una joven recién egresada como terapeuta ocupacional. Nosotras éramos su primer empleo. A pesar de los primeros días complicados, Irlanda se fue acostumbrando a su presencia. Zoe probaba las técnicas que conocía con ella, además de poseer una paciencia envidiable. Cuando por fin se adaptaron a convivir, fui tan feliz, supuse que estaba resolviendo tantos problemas… que las cosas avanzaban… No esperaba lo que venía para nosotras. Ese día le pagué a Zoe dos horas extras y le pedí a Gaby que me moviera la hora de comida hasta el final. Serían tres horas que, luego de dos años, dedicaba para mí. Cuando mi turno terminó, corrí a cambiarme la ropa. El vestido rojo que escogí ya me quedaba holgado. Seguía perdiendo peso y comenzaban a marcarse las costillas. Pese a todo, preferí no reparar en detalles. Álvaro llegó puntual al restaurante. Se veía más atractivo todavía sin el mandil de la pollería. Con la complicidad de mi amiga, prepararon una mesa para dos en el balcón. El aire cálido de la tarde se mezclaba con el aroma del mar que venía de la cocina. Por indicaciones mías, nos sirvieron camarones en salsa de mango, ostiones frescos y un arroz cremoso con un toque de azafrán. Álvaro probó el primer bocado, cerró los ojos y levantó el pulgar. Dio las gracias en cada oportunidad que tuvo, hasta que terminamos de comer. Caminamos juntos por la calle. La conversación fluía. Él sí era un hombre inteligente, tal como su madre presumía. Sabía cocinar, sabía de construcción y sabía de libros... Su entretenimiento más apreciado, según sus palabras, era salir en bicicleta, sin rumbo y sin límites. En la puerta del motel al que yo misma lo conduje, dudé un segundo. Luego pensé que no quería vivir como si ya estuviera muerta. Debía aprovechar la oportunidad. No hubo promesas ni declaraciones. Solo el arrebato, el roce de una mano masculina en mi mejilla, el calor de un aliento cerca y ese instante en que dejé de pensar en médicos, en diagnósticos, en plazos, en crisis. Fue la primera vez en meses que sentí que mi cuerpo todavía era fuerte.
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