Oración pura

642 Words
La mañana amaneció con una neblina ligera que se deshacía sobre los cerros. Llevaba a Irlanda tomada de la mano. Decidí trenzarla y le puse un bonito vestido verde con falda amplia. Parecía una muñequita. Ella cargaba consigo su trapo bajo el brazo. El trayecto fue de veinticinco minutos, el camión daba una vuelta larga antes de llegar a la calle donde me quedé de ver con la señora Beatriz. Ella ya se encontraba allí, a un lado de su camioneta blanca, me esperaba con el bolso n***o colgado del antebrazo, gafas de sol y un perfume que olía a distancia. —No te pongas nerviosa, muchacha —me dijo en cuanto nos saludamos—. Aquí tratan bien a los niños. Y a las mamás también. Asentí, apretando la mano de mi hija. La reja gris de la escuela se abrió lento. Las instalaciones eran amplias, de varios salones y con un jardín grande donde había una casita de juegos y un columpio. Una mujer con blusa fucsia y un logo bordado se acercó apurada. —Buenos días. Usted debe ser Azucena, ¿verdad? Soy la maestra Marisela. El director me pidió que las atendiera. Pasen. Apenas logré mover leve la cabeza. Experimentaba un dolor en el estómago, quizá causado por el alivio o el miedo de un nuevo desprecio. Irlanda observaba de lado a lado, inquieta. Lograba escuchar los ruidos de los niños, ruidos parecidos a los que hacía mi niña: esos sonidos guturales que para muchos serían meros sonidos, pero para mí, eran las palabras atrapadas, su forma propia de comunicarse. —Aquí trabajamos a cada ritmo de los niños —continuó la maestra mientras nos mostraba la escuela—. Cada uno recibe un plan de trabajo personalizado. Ese lo armamos entre los maestros de área y yo, que soy la maestra titular. Doña Beatriz se adelantó: —Yo se la traje porque sé lo que vale esta escuela. Mi Alonsito entró en silla de ruedas aquí, sin poder mover más que un solo dedo de la mano. —Hizo una breve pausa y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Y ahora está estudiando la universidad. ¡Cómo era eso posible! Un niño que no se podía mover cursaba la escuela superior. Eso mismo buscaba para mi hija. ¿Acaso sí existe esa posibilidad? La maestra dobló una rodilla y le sonrió a Irlanda: —¿Te gustaría venir conmigo? Tenemos pinturas y colores. Como era de esperarse, Irlanda no le respondió. Por el contrario, se aferró a mi brazo. La blusa se le cayó y la maestra se agachó enseguida a recogerla. Al devolvérsela, noté una conexión, una que no había visto en otra maestra, más que en Zoe, y a ella le llevó semanas conseguirla. La señora Beatriz me miró de reojo con una media sonrisa: —¿Ves, Azu? Estará en buenas manos. —Vamos a la dirección para que le dé la lista de documentos que necesito para el alta —pidió la maestra—. La lista de útiles la puede traer poco a poco. Sobre los uniformes, se ordenan con otra compañera; eso lo vemos después. Me detuve y levanté la mano: —Pero ¿entonces sí está aceptada? La maestra se encogió de hombros: —Por supuesto. Solté un suspiro lento, incluso sufrí un inesperado adormecimiento. La señora Beatriz me jaló del brazo: —Ándale, vamos a que te den las listas. De una vez que anoten a la niña en el grupo que le toca. ¡Tardé en comprender lo que pasaba! Por fin mi hija era recibida sin recelo, sin ojos dudosos ni muecas de desagrado. Me reí y solté una lágrima al mismo tiempo. Irlanda también se rio. Y ese sonido, leve y puro, me pareció la oración más hermosa que había escuchado en mi vida.
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