Segundo Diagnóstico

465 Words
El consultorio olía a desinfectante y al hule de los guantes. Me atacaba una tristeza que no sabía dónde colocar. Estaba sentada frente al doctor, con mi Irlanda dormida sobre el regazo. Tenía su cabeza hundida en el pecho. Quien diría que los cuarenta minutos que esperé a pasar a la consulta estuvo corriendo por los pasillos mientras la perseguía sin tregua. El médico hojeaba los estudios con manos calmadas, pero su rostro no sabía mentir. Algo en su ceño, en la forma en que se tocaba el bigote una y otra vez, me preparaba para lo que venía: —Azucena… —empezó con una voz profunda y su vista se clavó en mí—. Lo siento mucho. Tienes fibrosis pulmonar idiopática. Parpadeé varias veces. No pregunté qué significaba, aunque quería hacerlo. Sólo miré a Irlanda. Ella dormía con la boca entreabierta, su manita seguía aferrada a su objeto de apego: una blusa vieja mía, ya deshilachada y sucia porque se negaba a soltarla. Con cuidado, le aparté de la frente un mechón de cabello húmedo por el sudor. Si el médico decía “lo siento”, era porque se trataba de un mal pronóstico. Lo sentí igual que aquella vez que me dijeron que mi hija era diferente. Experimenté la misma sensación de ahogo, de dolor, de cientos de preguntas sin respuestas. De pronto el pecho me crujió desde dentro, como si mis propios pulmones, al escuchar el veredicto, hubieran comenzado a empeorar. —¿Cuánto tiempo tengo? —susurré, no al médico, sino a Dios, al universo, a quien tuviera una respuesta exacta. El doctor se inclinó apenas, con la compasión haciéndose presente entre sus cejas. —Hay tratamientos. Podemos intentar ganar tiempo, pero no te voy a mentir, es progresiva, y no tiene cura. Solo pude asentir. No lloré. No aún. En cambio, bajé la mirada hacia mi niña y pensé: «Tengo que enseñarte a vivir sin mí». Y mientras el médico hablaba de medicamentos y probabilidades, me dediqué a acariciarle la espalda. —Voy a hacer todo lo que diga al pie de la letra, doctor —dije cuando hubo silencio—. Tengo que hacerlo, por ella. —Apunté hacia Irlanda. Lo que no le dije, porque sabía que no le interesaría, era que solo nos teníamos una a la otra. Que yo no podía irme así nada más. Que nadie la cuidaría, nadie la entendería, nadie la protegería. Su cuidadora era yo y solo yo. Para mi desgracia, el miedo más grande que tenía se había vuelto realidad. Aquella gran pregunta de cada noche después de que se dormía exigía una respuesta convincente: ¿Qué será de mi hija si me muero? ¡No, todavía no! No pensaba dejarme vencer, no sin luchar hasta el final.
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