La semana transcurrió lento.
A pesar de enviar currículos a varios restaurantes, no recibía ni siquiera una entrevista. Me urgía conseguir ingresos, fuera como fuera.
Esa noche, Irlanda estaba sentada en la cama, con los ojos muy abiertos, y las manos presionando sus oídos.
—¡Shh!... mi vida, tranquila —susurré, acercándome despacio—. Aquí estoy, amor, aquí estoy.
La luz del pasillo entraba por la puerta y en su rostro detecté la inequívoca mueca.
—¡No, no, no! —le supliqué, moviendo la cabeza—. Vamos a dormir, mañana tienes escuela, vas con tu maestra Marisela, sé que te gusta ir. Calma, mi vida.
La abracé, quise mecerla como cuando era bebé, pero no se dejó.
Entonces soltó el llanto.
Me quedé viéndola, resignada. Sin duda sería una de “esas noches”.
Deseé tener la habilidad de entrar en su mente, comprender ese llanto que venía sin explicación, saber cómo calmarlo.
«¿Quién velará tus crisis cuando yo no esté?», pensé. «¿Quién tolerará ese movimiento de tus brazos, tus manías, tus límites?». Quise prometerle algo, cualquier cosa, pero no salió nada de mi boca. Solo atiné a rozarle la frente con un beso y a quedarme despierta, vigilándola, acompañándola mientras ella lidiaba con su angustia invisible para mí.
Llegué unos minutos tarde al Santa Lucía.
El terapeuta ya me esperaba en la entrada de la sala.
—Buenos días —me dijo, con esa voz medio aguda que sonaba dulzona.
—Buenos días… —respondí, evitando su mirada—. Me disculpo por la tardanza. Espero que eso no afecte mis asistencias.
—Acabo de llegar. Nos van a poner falta a los dos —soltó una risita al terminar.
Afuera, comenzó a repiquetear la lluvia en los ventanales.
Andrés me pidió que me sentara en una camilla acolchada. Allí checó mi ritmo cardiaco y la oxigenación. sus manos rozaron por un instante mi hombro. Fue un toque breve, profesional, pero me pareció incómodo.
¡Entonces lo recordé!
—¡Ay, no! Me olvidé del expediente. —Golpeé mi cabeza por la impresión—. ¡No sé qué me pasa!
—No te preocupes. Me lo traes para la siguiente sesión. Hoy vamos a hacer respiración diafragmática, ¿está bien?
—Sí, lo que digas.
Aunque tenía ganas de preguntarle en qué consistía, me contuve.
—Recuéstate en esa camilla.
Obedecí. Era una camilla semi-inclinada.
—Relaja los hombros. Luego coloca una mano en el pecho y otra sobre el abdomen, vas a notar la diferencia del movimiento. La respiración buena no levanta el pecho, levanta la mano que está en el abdomen.
Andrés se inclinó para corregir la posición de mi mano.
Intenté concentrarme, pero lo sentí demasiado próximo: el roce de sus dedos, la fragancia del jabón hospitalario mezclada con su perfume, me asqueó.
—¡Preferiría que no me toques! —le pedí molesta. Quizá con un tono de voz más alto del usual.
—Lo siento, tengo que tocarte, trataré de hacerlo menos. —Él ni siquiera mostró enojo por cómo le hablé. Se mantenía concentrado en su trabajo—. Ahora, inhala por la nariz por tres segundos. Siente cómo el aire baja, empuja suavemente tu abdomen hacia afuera.
Hice cada cosa que pedía, aunque el sueño se apoderaba de mí.
—Exhala despacio por la boca.
El aire salió lento y me tomé un momento para cerrar los ojos.
—¿Te pasa algo? —preguntó Andrés.
—No… Es que… no dormí bien.
Por alguna razón, me fastidiaba tener que darle explicaciones a un desconocido.
El silencio se alargó.
Tenía la vista de aquel sujeto clavada sobre mí. Seguro me juzgaba.
Las ojeras, los ojos hinchados, los dedos crispados sobre la sábana… Por supuesto que me juzgaba.
El terapeuta se irguió y dio dos pasos hacia atrás.
—¿Sabes?, tengo que llenar unas hojas de tu expediente. Voy a dejarte unos minutos. Repite el mismo ejercicio hasta que vuelva. —Veloz, corrió la cortina—. Así tendrás más privacidad.
Dejé caer el cuerpo sobre la camilla, el cansancio era demasiado para resistirlo.
Al despertar, me asusté. Lo primero que hice fue ver el celular. Eran casi las once.
Salí enseguida, preocupada por haber cometido una falta en el reglamento del hospital.
Descubrí al terapeuta sentado a un lado del cubículo, por fuera. Escribía en una tabla de acrílico con una pierna encima de su rodilla. ¡Tan campante!
—Ya despertaste —dijo sin girar del todo la cabeza—. Te quedaste dormida un buen rato.
Uní las palmas de las manos.
—Lo siento. No me vayas a reportar, por favor.
—¿Por qué lo haría? —respondió, dejando la tabla a un lado—. Es buena señal. Ya estás tomándome confianza.
Evité pensar en lo que significaba “confiar”.
—¿Puedo irme?
—Sí, pero antes, necesito un número de contacto para recordarte lo del expediente. —Sacó una pluma en el bolsillo de su filipina, dispuesto a escribirlo.
Lo pensé un segundo. Luego negué con la cabeza.
—Prefiero mantener mi número privado.
Andrés alzó la vista, un poco sorprendido, pero no insistió.
—Está bien. No te preocupes. Pon un recordatorio en el calendario.
—Sí, esta vez no habrá falla. Gracias —dije sin mucha convicción, sin saber si agradecía la terapia o su gesto piadoso.
Él sonrió apenas y movió la mano en señal de despedida:
—Nos vemos la próxima semana. Trata de dormir mejor.
Mientras caminaba hacia la salida, pensé en lo fácil que era para otros acercarse. Yo, en cambio, acababa de construir un fuerte y alto muro. Y no pensaba derrumbarlo por nadie.