Nuevos brillos

1502 Words
Cuando llegué a la escuela tenía una pesadez en las piernas que me molestaba. Era la primera junta de padres de familia a la que asistía. Pensaba que cada baldosa del pasillo anunciaba: “Ahí va la mamá que siempre llega corriendo, la que no saluda, la nueva que ni conocemos”. Yo misma me repetía esas cosas, como si la voz de mis inseguridades fuera una maestra dictándomelas una y otra vez. Me alisé la falda y respiré hondo antes de entrar al salón. Estaba convencida de que me recibirían con miradas torcidas, que alguna mamá se atrevería a preguntar por qué no había pagado la cuota que se supone que es una “donación”, o por qué Irlanda todavía no llevaba el uniforme de educación física… En cuanto crucé la puerta, el aire frío me recibió. Las madres, porque no vi a ningún hombre allí, que ya habían llegado estaban acomodadas en los pupitres. Voltearon a verme enseguida. Saludé en voz alta y mi saludo fue respondido con cortesía. Por lo menos iba todo bien, hasta ese momento. Llevaba grabado en mí aquella ocasión en la que, frente a todo el grupo de la escuela anterior de Irlanda, una de las madres de familia preguntó por qué aceptaban niños “enfermitos” en el salón y se quejó de que por eso su hija aprendía malas mañas. Tuve que morderme la piel interna de los labios para no liberar cada una de las groserías que listé en la mente. Una señora de gafas enormes me hizo un gesto para que me sentara a su lado. Lo hice solo porque no quería navegar entre las sillas. —¿Tú eres la mamá de Irlanda? —me preguntó después de que me acomodara—. Qué niña tan bonita, y la peinas con tantas ganas. Siempre quise tener una niña, pero la vida me dio tres hombrecitos. Ni modo, no se me dio. Yo, que iba dispuesta a defenderme de ataques imaginarios, no supe qué responder. Sólo le dije “gracias” en voz baja. Ni siquiera sabía cómo se llamaba ni quien era su hijo. La reunión fue tal como esperaba: llenar formularios; quejas sobre el desempeño del conserje; información sobre el evento venidero, un festival de frutas y verduras. —A Irlanda le toca ser una piña —dijo la maestra cuando llegó el turno de mi hija. ¡Una piña! Las mamás rieron al saber que nuestros niños irían disfrazados de frutas y verduras, pero a mí me dio un tirón en el estómago. Yo sólo pensé en el disfraz. En el dinero que no tenía. En el trabajo que todavía no conseguía. En cómo iba a convertir a mi hija en una fruta tropical sin que se notara la miseria. «Ya veré cómo», me dije. Siempre lo hacía. Al final de la junta, cuando ya todas entregaban sus hojas, un par de madres se me acercaron. La de gafas grandes sonrió como si fuéramos conocidas de años. —¿Nos acompañas por un café? Está aquí cerquita. Nomás pa’ platicar. Casi dije que no por miedo. Por ese reflejo de apartarme. Pero terminé diciendo que sí. Además, el tiempo que quedaba era poco para que conviniera volver a casa. Salimos del salón juntas, éramos diez en total, ninguna se quedó sin invitación al dichoso café. Llegamos a una fonda donde la olla de barro humeaba deliciosa. ¡Cómo amaba que le pusieran piloncillo! Ellas hablaban de los profesores, de las tareas imposibles, de la caótica crisis del lonche. Yo me descubrí soltando pequeñas risas, tímidas al principio, luego más libres. Y en medio de esa calidez nueva, mientras el olor de las bebidas nos envolvía, me cruzó un pensamiento: «¿Será esta reunión en realidad algo auténtico? ¿Sí querían incluirme o solo lo hicieron por lástima? ¿Por qué parecen tan despreocupadas de todo? Nuestros hijos tienen dificultades, dificultades complicadas e incurables, ¿por qué les divierte tanto la idea verlos disfrazados?». No hice ninguna de esas preguntas, solo me mantuve ahí, escuchándolas, lo más quieta y callada posible. Para otra ocasión les preguntaría sus nombres. Sin que lo planeara, mi semana se fue llenando de pequeños espacios para mí. Los miércoles y los domingos los compartía con Imelda y el grupo religioso. Todavía no me decidía a bautizarme, era un cambio que consideraba importante, y quería analizarlo por más tiempo. Y los jueves por la mañana recibía mi terapia. Actividades simples para cualquiera, pero para alguien en mi situación, eran un lujo. Para la tercera sesión llegué al Santa Lucía justo a tiempo. Afuera la lluvia seguía cayendo débil, molesta. Encontré al terapeuta Andrés ordenando unos tubos de respiración. —Buenos días, Azucena. —Buenos —respondí sin levantar la vista. —¿Trajiste el expediente? —Sí —dije, y saqué una pesada carpeta beige del bolso con un poco de fastidio—. Ahí viene todo. Él lo tomó sin hacer comentarios. —Perfecto. Pasa a la camilla, por favor. Me recosté. Ya sabía el procedimiento, y no quería escuchar otra explicación. Andrés acomodó el monitor, ajustó el oxímetro y observó la pantalla. —Tu saturación está mejor —dijo—. ¿Has estado practicando la respiración? —A veces. —Eso significa que no cómo te indiqué. Lo miré de frente. —No suponga cosas que no sabe. —Dijiste que a veces, la indicación es que debe ser diario. —Su tono era ligero, pero esta vez tenía un matiz presente de seriedad. Me crucé de brazos. —Sí, sí lo hago diario. Él guardó silencio un momento y luego habló más bajo: —Vamos con el ejercicio. Mano en el abdomen, ya sabes cómo va. Yo obedecí al pie de la letra, pero lo hacía con un desgano que no sabía de dónde venía. —Mejoraste —dijo él—. Suenas mejor. —Si tú lo dices. —No lo digo yo —contestó, conteniendo una risa breve que me pareció de orgullo—. El oxímetro lo hace. Abrí más los ojos para poder ver el pequeño aparato. ¡Era cierto, mi saturación estaba más alta! ¿Acaso eso era posible? Por supuesto que no. Tal vez estaba funcionando mal o ya tenía poca batería. —¡La fibrosis pulmonar idiopática no mejora, ¿podrías dejar de mentirme?! —me quejé. Por poco se me escapa una lágrima, aunque mi voz si alcanzó a sonar quebrada al final. Él permaneció con esa calma irritante; la que usan las personas que no se alteran por nada. O eso aparentan. —Solo cuando no lo intentan —respondió, levantando la vista del monitor. El silencio volvió, pero esta vez podía sentir mi miedo expuesto frente al terapeuta. Terminé el ejercicio y me incorporé. —¿Puedo irme? —Tomé mi bolso, dispuesta a hacerlo. —Regálame dos minutos, ¿sí? Acepté a regañadientes. Creía que me daría un sermón sobre “tener mejor actitud”, “seguir sus indicaciones”, o de plano que ya no iba atenderme él. En cambio, se plantó frente a mí. No era tan alto, tal vez unos cinco o seis centímetros más que yo. Extendió ambos brazos y… me atrapó en ellos. ¡¿Pero qué…?! ¿Esto era correcto? ¿Los terapeutas lo tenían permitido? Me quedé rígida, porque así había aprendido a sobrevivir; pero poco a poco mis manos dejaron de aferrarse al bolso, y se quedaron suspendidas en el aire. Andrés no apretó el abrazo; sólo me envolvió, como quien sostiene un jarrón cuarteado que teme se quiebre en cualquier segundo. Y quizá yo era eso: una mujer agrietada que trataba de no terminar desmoronada. Esa acción simple se sintió como si hubieran bajado de golpe el volumen del caos en mi cabeza. Me permití conocer el olor de su loción, ese dejo a sándalo y a vainilla inesperado. Cerré los ojos. Suspiré. Algo dentro de mí, ese espacio que Álvaro y Gabriela dejaron lleno de escombros, se estremeció. No lloré. O tal vez sí, pero hacia adentro, donde las lágrimas son más amargas. Me aparté un poco, lo suficiente para verlo a los ojos. Tenía esa mirada honesta, limpia, que no se parecía a la de ninguna de mis conquistas. Y ahí lo entendí: no todos los hombres eran Álvaro o el padre de Irlanda, o mi propio padre… —¿Mejor? —preguntó al soltarme despacio. Me tomé un momento antes de decirle con toda sinceridad: —Sí. —Bien. Entonces nos vemos el jueves. —Si no me muero antes —respondí con ironía, pero esta vez la acompañé con una media sonrisa. Andrés negó con la cabeza. —Sigue mis indicaciones. Salí sin mirar atrás, aunque lo sentí observándome. Me detuve frente a las puertas de cristal. El reflejo me devolvió a una mujer distinta: medio despeinada, ojerosa, pero con un brillo nuevo en la mirada. Ínfimo, casi imperceptible, pero nuevo.
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