Fe perdida

1195 Words
Entré al consultorio temerosa. El letrero de lámina decía “Dr. Robert Mendieta. Neumólogo”. Una vecina me lo recomendó. Ella contaba que sacó a su hija mayor de una neumonía terrible que casi la mata. Irlanda se quedó con Zoe. Preferí no llevarla. El consultorio tenía aspecto antiguo, con esos muebles noventeros, la vitrina con botellas etiquetadas a mano y un fuerte olor a eucalipto. Me senté frente al escritorio mientras el doctor, un hombre de cabello plateado y párpados caídos, revisaba mis radiografías y análisis. —Mire, señora Camacho —dijo al fin, quitándose los amplios lentes—. El diagnóstico de fibrosis pulmonar idiopática es correcto. Usted necesita un tratamiento especializado urgente. Yo asentí con la cabeza. Ya lo sabía. —¿Cuál es el costo de ese tratamiento? —mi voz salió quebrada. —¿Tiene seguridad social? —Sí, pero el tiempo de espera es largo. El doctor carraspeó. Parecía entre incrédulo y molesto. —El medicamento que requiere es costoso. Estamos hablando de más de veinte mil pesos al mes. Me desmoroné sobre la silla. ¡Veinte mil! Apenas y podía con las cuentas de la casa, con las terapias, con las comidas y los gastos diarios. —Imposible... —murmuré, apretando los labios—. No tengo manera de juntar ese dinero cada mes. El doctor me miró compasivo: —Entiendo su situación, créame que la entiendo. Hay fundaciones que a veces ayudan. Insista en su seguro. Le voy a hacer un resumen donde especifique lo urgente que es que la atiendan ya. Una vez que me entregó el resumen, me levanté y le di las gracias con un hilo de voz. Me atreví a soltar las lágrimas a raudales frente a ese hombre de bata blanca. Tapé mi boca y se escapó un suspiro. Él tuvo la cortesía de ofrecerme palabras de aliento. De nada servían si ya estaba condenada a muerte. Al salir al pasillo, me llevé la mano al pecho y pensé: «me estoy apagando, y ni siquiera puedo darme el lujo de curarme». Los días siguientes transcurrieron lentos. Irlanda siguió sin asistir a una escuela y eso fue afectando su humor. El encierro en casa la irritó más de lo normal. Me afectó, aunque odié reconocerlo. Con Álvaro las cosas avanzaban bien; íbamos conociéndonos con cuidado. Ya sabía de mi enfermedad, pero no le había dicho que era mortal. Cada mañana despertaba con el deseo de que el teléfono sonara con la noticia de que mi cita había sido adelantada, que sería atendida pronto, que comenzaría el ansiado tratamiento. Ese día, dos horas más tarde de mi hora de entrada por un permiso que tenía pendiente, le di un beso a Irlanda y salí veloz. No me agradó tener que cruzar por la avenida principal, me ponía nerviosa tener que sortear los coches, pero no quería llegar tarde al trabajo; la ruta corta era ideal. El aire polvoso me hizo toser, pero no aminoré el paso. Caminé concentrada en el malestar cuando lo vi en un cafecito pintoresco con mesas en la terraza al otro lado de la calle. ¡Era Álvaro! Y no estaba solo. A su lado se encontraba una mujer. Enfoqué la vista con la esperanza de que fuera su madre. Dejé de respirar por un instante. Se me aceleró el corazón. Me punzó la sien. ¡La reconocí sin siquiera verle la cara! Se trataba de Gabriela, mi amiga Gaby, la que conocía mis secretos, mis cansancios y hasta mis esperanzas. Pero lo que me partió el corazón no fue verla a ella, sino verlos juntos con sus manos entrelazadas y sonriéndose entre sí. Apresuré el paso. Entré a la cafetería con destino a la terraza. Una mesera trató de cuestionarme, pero la ignoré. —¡¿Qué chingados significa esto?! —pregunté gritando y le di un fuerte manotazo a la mesa. Sus cafés fríos se derramaron. Gabriela soltó enseguida la mano de Álvaro. Pareció asustada. Bajó la mirada. No tuvo la decencia de encararme. Álvaro, en cambio, me observó de frente. —Azu… —dijo tranquilo—, no quería que lo supieras así, ya iba a contártelo, te lo juro. Aquellas palabras me atravesaron como un cuchillo recién afilado, pero no lloré ni seguí gritándoles. Tenía que mantener la dignidad frente a ellos. —¿Cómo pudiste? Ella es mi amiga… O más bien era. —Crují los dientes. Luego me volví hacia Gabriela, que continuaba sin mirarme—. Y tú… sabías que salgo con él. —Toqué mi frente, frustrada—. Ni siquiera voy a preguntar cómo fue que esto pasó. Ella abrió la boca, pero no salió nada. Solo ese silencio culpable que me respondió más que cualquier palabra. —¡Está bien! —dije, con la voz más firme de lo esperado—. Si lo que quieren es estar juntos, háganlo. Tú te puedes ir al carajo. —Señalé con desdén a Álvaro. Después apunté sin pena a Gabriela—: Pero tú, tú estás fuera de mi vida. Eso último sí que me quemó. Para mí, Gaby era como mi hermana. Ella por fin levantó la vista, tenía los ojos vidriosos, suplicantes, pero yo ya no pensaba en escucharla. Me di la vuelta y caminé. Cada paso fue un espasmo en las rodillas. No supe si las lágrimas salieron antes de doblar la esquina o después, pero sí supe que esa traición puso un sello definitivo en la historia con Álvaro y en la amistad con Gabriela. Toda la jornada trabajé en automático, cada cortesía que salía de mí fue falsa. Me esforcé en lucir firme. «¿Cuántos de los empleados lo saben? ¿Cuántos de ellos me señalan y cuchichean a mis espaldas?», me pregunté cada vez que cruzaba con un compañero. Por fin volví a casa, vencida, humillada. Zoe me contó que Irlanda tuvo un día difícil. Frente a la muchacha fui cordial. Le di su pago y la despedí desde el marco de la puerta. Mi hija dormía una siesta con mi blusa aferrada en un puñito. Le di un besito en la frente y le acaricié despacio sus rosadas mejillas. Creo que hay un tipo de tristeza que no se sabe llorar. Es tan profunda que queda atascada en el cuello, justo donde las palabras reblandecen, donde la vibración de la pena hacía tiritar el mentón y el vientre mismo. Se aprieta en la nuca, monstruosa, casi demoníaca. Aquel pensamiento que había reprimido desde que supe que mi hija era diferente volvió más claro, más autoritario. Pensé en que solo debía cerrar bien las ventanas, girar la perilla de la estufa y recostarme a un lado de mi niña. ¡Sería todo! Sin tratamientos, sin soledad, sin falsedades, sin rechazos, sin crisis, sin todo el miedo. Fui hacia la cocina. El susurro hipnótico persistente me condujo. Mis dedos reposaron sobre el borde de la encimera. Estaba dispuesta a hacerlo. De pronto, un pensamiento interrumpió, un deseo disfrazado de reto: «Si mi destino y el de mi hija es seguir viviendo, Dios mío, arrebátame las manos y devuélveme la fe, porque ya la he perdido».
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