Abruptas decisiones

1287 Words
El timbre sonó insistente. Solté asustada la perilla. Fui a abrir la puerta sin demasiado ánimo, pero lo hice rápido porque el ruido terminaría despertando a Irlanda. Se trataba de una mujer mayor de sonrisa tímida. Sostenía una charola plateada cubierta con una servilleta bordada de flores. —Buenas tardes, señora, vengo a ofrecerle trufas de chocolate. Mi hijo las prepara con los mejores ingredientes. A solo quince pesos cada una. La miré con cierta extrañeza, pero el dulzón que se escapaba me suavizó un poco la expresión. —¿Trufas? —repetí. —Sí, son caseras —afirmó la mujer, y levantó la charola para mostrar los pequeños orbes cubiertos de cacao en polvo. —Veo que tiene niños. —Su barbilla apuntó hacia un carrito montable cercano a la puerta—. Si quiere le regalo uno para que lo prueben, va a ver que son riquísimos. En ese momento reaccioné. Traté de evitarlo, pero mi barbilla tembló de solo pensar en lo que estaba a punto de cometer. La mujer entrecerró los ojos, y con voz dulce preguntó: —¿Le pasa algo? —No, no. —Rebusqué en el bolsillo de la falda buscando monedas—. Deme dos, por favor. Ella hizo a un lado la charola. —No, señora, usted no está bien, lo veo. Sé que no me conoce, pero soy cristiana e hice hace años un voto ante mi Señor de socorrer a quien lo necesite. Le prometí servir con corazón sincero. Dudé unos segundos antes de invitarla a pasar. ¿Qué más daba? Si era alguien peligroso… no me importaba. —Me llamo Imelda —se presentó después de sentarse en una de las sillas del comedor. —Susana. Decidí hacer té de limón y, mientras servía dos tazas, comenzamos a conversar. La señora me contó un poco de su hijo, de cómo no quiso hacer una carrera, prefirió estudiar cursos de cocina y cómo poco a poco empezó a vender sus dulces y postres. Recordé el día en que mi padre me propinó varios cinturonazos en las nalgas porque no quería ir a la secundaria. Ojalá me hubiera gustado más la escuela. Y ojalá él hubiera hablado más conmigo en lugar de golpearme como lo hacía. Imelda confesó que yo tenía una mirada cansada. Creo que un ente oscuro habitaba en mis ojos, y se reusaba a irse. —La noto muy afectada —dijo—. ¿Está pasando por una situación difícil? Bajé la vista hacia la taza, mis dedos la apretaron un poco, pero lo suficiente para que esa mujer piadosa clavara la vista en ellos. —Son tiempos complicados —aseguré, sin entrar en detalles. Imelda inclinó la cabeza, parecía conmovida. —Todos mis años profesando la palabra, me enseñaron a reconocer la tristeza en los rostros ajenos. —Sacó una pequeña libreta de su bolso, escribió algo y lo arrancó con cuidado—. Mire, asisto a un grupo cristiano los miércoles… —Es que yo no soy cristiana —la interrumpí. —No importa si no lo es. Si cree en Dios, aunque sea un poquito, es bienvenida. Allí compartimos experiencias, oramos y nos acompañamos. —Se levantó y me sobó el brazo—. No está sola. Acepté el papel sin comprometerme y lo dejé debajo del servilletero. —Ya me tengo que ir. Tenga. —Imelda dejó dos trufas con sus carpachos rojos sobre la mesa—. Y acuérdese, si un día se siente con ganas de hablar, acompáñenos, no se va a arrepentir. También está mi número, puede llámame si quiere que la pase a buscar. Una vez que se fue, comí una de las trufas. Era de verdad deliciosa. Y por primera vez en semanas, no me sentí sola conmigo misma. El reloj marcaba las siete en punto cuando llegué al restaurante. Caminé directo a mi casillero, donde dejé mis pertenencias. Aproveché y me di un retoque de maquillaje. Había pasado la noche entera dándole vueltas a lo mismo: Gabriela, mi “mejor amiga”, en una cita romántica con Álvaro, tomados de la mano como si nada. La traición estaba fresca y dolorosa. Gabriela se encontraba ya trabajando, con la sonrisa de siempre, como si nada hubiera pasado. —Buenos días, Susi —tuvo el valor de hablarme a pesar de que planeé evitarla. La miré con frialdad. —No me digas “Susi” —murmuré, mientras acomodaba un carrito de servicio. Gabriela parpadeó, pero no respondió. Entonces, me incliné hacia ella: —Vamos a hacer esto porque necesito el trabajo y lo sabes, pero no finjas que seguimos siendo amigas. Ella abrió la boca, la cerró, y luego se atrevió a balbucear: —Susana…, no fue como piensas. —¿No? —Solté una risa amarga, lo más bajo posible—. ¿Entonces cómo fue? Lo conociste por mí, ¿no? Yo te lo presenté, te dije lo que hacíamos. ¡Dios! Hasta te conté de cómo teníamos sexo. Decidí mover las pesadas puertas de la cámara frigorífica, dispuesta a alejarme. Tenía que ser cuidadosa para que los clientes no se incomodaran. Pero Gabriela me persiguió y trató de tomarme el brazo. —¡No te atrevas! —ya era libre de gritarle—. Tú sabías que andaba con él. Tuviste el descaro… Mis impulsos me llamaban a golpearla, a desquitarme por el daño que causó, por haber roto la amistad. ¡No! Eso significaría rebajarme. —Yo… me estoy enamorando de él —confesó, con una mano sobre el pecho—. Siento que es mi alma gemela. Y tú… tú no puedes darle un futuro —se atrevió a decir. Esas palabras fueron la puñalada final. Sentí que algo dentro de mí se desplomó. Ni el frío que me rodeaba pudo con el fuego que hizo cenizas el gran cariño que le tenía. Salí a prisa de allí, caminé hasta el casillero y saqué mis cosas. Me dirigí a la oficina de recursos humanos con Gabriela siguiéndome los pasos. No toqué siquiera la puerta. —Siento mucho que sea así, pero te aviso que renuncio —le dije al compañero, del que siempre olvidaba su nombre. Él levantó la vista, visiblemente sorprendido. —¿Cómo? —Renunció. —Empecé a llorar de rabia—. Aquí ya no tengo nada que hacer. Después vengo por mi finiquito. No expliqué más. Entregué la llave del casillero, el gafete, una memoria USB con información del restaurante y salí sin mirar atrás. No me despedí de ningún compañero, no les expliqué por qué lo hacía, era seguro que ya lo sabían. Incluso pasé junto a Gabriela sin dedicarle una palabra, sin un reproche adicional. Ya no me interesaba hacerlo. En la calle, con el débil sol en la cara, sentí una irreconocible sensación de alivio. Lastimaba dejar atrás mi trabajo, mi antigüedad, mi sustento, pero no estaba dispuesta a ser la burla de nadie. El miércoles temprano llegué al pequeño salón comunitario con el corazón apretado. Vacilé unos segundos antes de entrar; podía escuchar, detrás del portón entreabierto las voces de varias personas cantando acompañados por una guitarra. Si mi abuela viviera, sin duda reprobaría la decisión de darle la oportunidad a otra religión. Ella solía ir diario a misa, sin falta, daba el diezmo y se confesaba cada domingo, pero de nada le servía porque era malvada. A mis cuatro hermanos y a mí nos pegaba, nos dejaba sin comer, nos castigaba por cualquier simpleza. Gracias a ella tengo una cicatriz en la pantorrilla porque me aventó una varilla. La misma Imelda me recibió con un abrazo suave, sin presionarme demasiado. —Qué bueno que viniste, Susana. Te estábamos esperando.
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