Justo cuando Carlos gritó al recibir los disparos, el carro de mi hermana llegó seguido de otros dos. Vi cómo Valentina se bajó apurada del auto, seguida de los guardias, y corrió directamente hacia mí para escanearme de pies a cabeza.
—¿Estás bien, Alaia? ¿Qué acaba de pasar? —su voz salió temblorosa, era obvio que estaba preocupada.
Yo solo me encogí de hombros. Vi cómo de los callejones salían varios hombres armados que se acercaron a Carlos.
—Me defendí del imbécil que me quería volver a secuestrar para hacerme, sabrá Dios, qué cosas —dije encogiéndome de hombros para restarle importancia—. ¿Acaso hice mal? —pregunté con sarcasmo.
Al mismo tiempo, los guardias que vinieron con mi hermana se pusieron a nuestro alrededor, formando una barrera protectora. Todos apuntaban a todos. Valentina, al parecer, no se daba cuenta de eso; sus ojos solo estaban centrados en mí.
—No, no hiciste mal, pero ¿cómo se te ocurre ponerte a disparar en medio de la calle? ¿Acaso estás loca? —exclamó ella con frustración.
Solté una risa amarga. —Es en serio que hayas dicho eso, Valentina. ¿Cómo es posible que te preocupe más eso y no que yo esté bien? ¡Entiende que era él o yo! —terminé gritando histérica.
—Señorita, disculpe que la interrumpa, pero ¿qué hacemos con ellos? —dijo uno de los guardias.
—Déjenlos que se larguen como las ratas que son, y que ese mensaje les llegue a su jefe: a mí me joden una sola vez. Hombre que me busque, hombre que va a terminar muerto —luego le di una mirada a Carlos antes de sonreír—. Pensaba dejarte vivo para que tú mismo le dieras el mensaje a tu jefe, pero las ratas como tú merecen estar muertas. —Acto seguido, levanté la pistola y disparé directo a su cabeza.
Todo el mundo se quedó frío en su lugar. —¡Que quede claro que hasta el diablo me tiene miedo! —grité antes de montarme en el carro de Valentina y largarme de allí a toda prisa, dejándola a ella paralizada. Seguramente se podría ir con los guardias.
Manejé con prisa por las calles de la ciudad hasta que llegué a la mansión. Dejé el carro parado justo en frente, salí de golpe y entré. Estaba segura de que mi padre estaría allí, y efectivamente, cuando entré al recibidor, lo conseguí allí esperándome con su rostro serio.
—¿Qué hiciste, Alaia? —preguntó con su voz firme.
—Maté al hijo de puta que me secuestró, me abusó y me maltrató, que por cierto lo quería volver a hacer. Además, ya dejé bien claro que conmigo no se debe de meter nadie —solté con rabia.
Vi cómo mi padre sonrió. —Esa es mi hija. Ese desgraciado tenía que pagar por lo que te hizo.
—Pues para Valentina estuvo mal lo que hice.
—No es que estuviera mal lo que hiciste, sino el lugar donde lo hiciste. Además, al parecer tú tienes un carácter más fuerte y decidido que el de ella.
—Me parezco a ti, ¿no? Lo has dicho desde que llegué —dije rodando los ojos.
—Claro que sí, te pareces a mí, más que tu hermana. A veces te veo y siento que me veo a mí mismo en un espejo.
—¿Qué divertido, ahora nos ponemos melancólicos? No, gracias, me voy a mi habitación y espero que nadie me moleste, menos Valentina.
—Tienes que bajar a comer —sentenció.
—Me vale. Tal vez sí baje a comer, pero no precisamente comida, papá —sonreí antes de pasar por su lado rumbo a las escaleras que llevaban al piso donde está mi habitación. Lo escuché soltar una risa.
—Eres terrible, Alaia.
Me detuve en medio de las escaleras. —En estos momentos soy Luna, papá, y espero que para todas las demás personas que me lleguen a conocer voy a ser Luna. Mi nombre es un secreto entre nuestra familia más cercana —dije con suavidad.
Lo escuché reír con suavidad. —¿Entonces si viene visita a la mansión te presentarás como Luna? —preguntó con perspicacia.
—Exactamente. Mientras más oculta esté mi verdadera identidad, es más conveniente para todos, ¿no? Evitamos riesgos innecesarios que me pongan en peligro —dije cada palabra con una lentitud premeditada. No podía saber la reacción de mi padre, pero sabía que esto abría camino para conocer al tal señor Márquez que viene en una semana.
No esperé una respuesta y seguí mi camino hacia mi habitación. Al entrar, no esperaba ver a Gabriela recogiendo las sábanas sucias. Yo cerré la puerta con seguro y ella se sobresaltó al escuchar el ruido.
—Señorita —susurró, escaneando mi cuerpo. Yo levanté una de mis cejas antes de sonreír. —Está hermosa...
—Gracias, Gabriela, pero ¿en qué habíamos quedado con lo de "señorita"? —solté con suavidad mientras me acercaba a ella.
—Disculpe, Alaia, solo no esperaba verla aquí, me ha sorprendido.
—Pero al parecer no te molestó, ¿no? —dije acercándome más a ella con una sonrisa. Sus ojos no dejaban de recorrer mi cuerpo.
—La verdad no —dijo, fijando su vista en mí, mientras se mordía el labio—. Además, me gustaría repetir lo de anoche.
Solté una risa suave antes de negar divertida y sentarme en mi cama. —Ya veo, a mí también me gustaría, al igual que me gustaría hablar contigo. Tengo curiosidad sobre varias cosas que me mencionaste ayer cuando hablamos. Igual no quiero que te sientas usada —dije con sinceridad.
—Jamás me sentiré así contigo, y si así fuera —dijo en un susurro mientras se acercaba a mí, quedando justo en frente de mí, su rostro muy cerca del mío, nuestras respiraciones mezclándose—, úsame todo lo que quieras, porque de verdad que lo disfruto mucho —terminó de decir antes de unir sus labios con los míos.
Le seguí el beso con suavidad. Ella se sentó sobre mí y dejó caer una de sus manos en mi cuello, mientras lo acariciaba con lentitud. La escuché soltar un gemido suave, y una corriente cálida me recorrió el cuerpo. Llevé mis manos a su cintura, sintiendo la suavidad de su piel bajo la tela. Gabriela profundizó el beso, dejando escapar otro gemido que resonó contra mis labios. Se separó un poco, lo suficiente para que nuestros ojos se encontraran, los suyos oscuros y dilatados.
—Hazme tuya —susurró con una desesperación dulce, bajando una de sus manos por mi pecho hasta que sus dedos rozaron la curva de uno de mis senos, la caricia ligera me erizó la piel.
Negué suavemente con la cabeza, sintiendo una punzada de necesidad propia. Ella suspiró y llevó una de sus manos bajo su falda. Pude percibir el roce suave contra su piel y su respiración se aceleró.
—Soy ninfómana, por favor, Alaia... siento que me quemo... siento cómo me palpita, cómo exige... Tú no me usas a mí, yo te uso a ti, o mejor... nos usamos mutuamente... —su voz se quebró, más suspiros que palabras.
Ella se movió y se acostó a mi lado, sus ojos fijos en los míos, llenos de un anhelo palpable. Lentamente, abrió más sus piernas, permitiéndome una visión fugaz. Llevó una de sus manos a su centro, y pude sentir la tensión en su cuerpo mientras sus dedos se movían con lentitud. Su otra mano acariciaba su seno, el pezón endureciéndose bajo sus dedos.
—Ayúdame, Alaia... —gimió, la voz apenas un susurro cargado de súplica.
Mi autocontrol se tambaleó. Ambas ardíamos con el mismo deseo. Me acerqué sin dudarlo, sintiendo el calor que emanaba de ella. Con suavidad, aparté su mano y me posicioné entre sus muslos. El aire se cargó de una electricidad palpable. Acerqué mis labios a su intimidad, inhalando su aroma dulce y embriagador antes de depositar un suave beso.
—Sí... ahí... así... —empezó a gemir Gabriela, arqueando ligeramente la espalda. Sus caderas se elevaron un instante antes de volver a la cama. Yo sentía mi propio centro palpitar con fuerza, la necesidad de tocarme era casi insoportable, pero el placer de sentirla estremecerse bajo mis labios era aún mayor.
—Siénteme... siente cómo me mojo por ti... cómo me palpita... —Gabriela movía sus caderas con una impaciencia creciente. Mis labios y mi lengua danzaban sobre su piel, explorando cada curva, cada pliegue. Una de sus manos se enredó en mi cabello, acercándome más a su fuego.—¡Maldita sea, Alaia! —gimió con la voz entrecortada. Pequeños gemidos ahogados escapaban de mis labios mientras seguía lamiendo a Gabriela.
Justo en ese momento, un golpe en mi puerta me hizo tensar. Aun así, no me separé, intensificando el ritmo de mis caricias. Gabriela se tapó la boca con una de sus manos, tratando de sofocar sus gemidos que ahora eran más fuertes y entrecortados.
—¡Alaia, abre la puerta, maldita sea! —gritó Valentina al otro lado.
No respondí, decidida a ignorarla.
—¡Maldita sea, sé que estás ahí, abre la puerta!
Solté un gruñido bajo de frustración y alejé mis labios de Gabriela, aunque una de mis manos continuó acariciando con suavidad ese punto de placer que la hacía temblar.
—¡Vete a la mierda, Valentina! —grité, la voz cargada de deseo y molestia.
—Tenemos que hablar.
—Estoy ocupada, ¡lárgate!
—No me hagas entrar —amenazó.
—¡Me estoy tocando, te quieres largar, por favor! —grité ya sin paciencia. No escuché nada más, solo sentí cómo Gabriela se retorcía bajo mi mano, su cuerpo temblaba y sus jadeos se intensificaban, aunque seguía tratando de ahogar sus sonidos con la mano en su boca.