Capítulo 5: El Renacer de las Cenizas

1538 Words
Un dolor punzante en la cabeza me obligó a mantener los ojos cerrados. Un pitido ligero, constante, era lo único que lograba escuchar. Traté de moverme, pero cada músculo de mi cuerpo gritó en protesta. Un jadeo se ahogó en mi garganta, un dolor que se sumaba al resto. Abrí mis ojos lentamente, esforzándome por acostumbrarme a la luz que se colaba por las persianas. ¿Dónde estaba? Miré a mi alrededor. Todo era blanco: las paredes, las sábanas, las cortinas. Era una habitación de hospital. Traté de levantar mi mano, solo para darme cuenta de que tenía conectadas unas vías en el dorso. ¿Cómo había llegado aquí? ¿Qué me había pasado? La desesperación comenzó a golpearme, una ola gélida que me quitaba el aire. Estaba en un hospital, me dolía todo el cuerpo. Mi respiración empezó a fallar, mi pecho se apretó. Y entonces, los recuerdos, brutales y vívidos, llegaron uno a uno, reviviendo la pesadilla, aumentando mi ataque de ansiedad. Los golpes, las risas, las palabras crueles, la navaja... —Por fin despertaste, linda —escuché una voz suave. Miré a la enfermera que entraba a la habitación, empujando un carrito con lo que supuse eran medicamentos—. Te veo alterada. Necesito que te calmes para hacerte un pequeño chequeo. La miré, intenté moverme, pero no pude. Otro jadeo de dolor salió de mi garganta, un gesto que me dolió aún más. La enfermera se acercó, su rostro reflejaba preocupación. —No te muevas, por favor, te vas a lastimar —me dijo. Levanté mi mano libre para tocarme la garganta; la sentía reseca, me dolía respirar. La enfermera notó mi gesto, tomó un vaso con agua y empezó a dármela con una pajilla—. No me imagino cómo te has de sentir. —Me duele todo —mi voz salió en un susurro ronco, apenas audible. —Es entendible. Tienes todo el cuerpo lastimado, de verdad es un milagro que sigas viva luego de todas las heridas. Perdiste mucha sangre. El golpe más fuerte fue el que llevaste en la cabeza. En ese momento llevé mi mano a mi cabeza por inercia, sintiendo la gruesa venda que la cubría. —¿Qué me pasó? —pregunté, las palabras rasgando mi garganta. —Te partieron la cabeza. Tuvimos que hacerte una sutura, transfusiones de sangre, entre otras cosas. Tu cuerpo tiene indicios de maltrato físico y s****l. Tragué en seco, las lágrimas saliendo sin mi permiso. Cerré los ojos con fuerza, tratando de calmar la marea de sensaciones. La boca se me llenó de ese sabor amargo de la bilis. —¿Cuánto tiempo llevo aquí? —susurré. —Un mes, linda. Hace tan solo dos días que te sacamos del coma inducido. Lo hicimos para verificar que el cerebro no se haya perjudicado con el impacto que debiste haber recibido —la enfermera hablaba tranquilamente mientras me revisaba y anotaba algunas cosas en una tabla que tenía allí, supongo que era mi expediente. La sorpresa me dejó sin aliento. La vi suministrar un medicamento en el suero que estaba conectado a mi mano. —¿Un mes? —susurré, sin poder creerlo. Mi voz era apenas un soplo. —Sí, un mes. El coma sirvió también para que tu cuerpo cicatrizara, además de bajar la hinchazón, reduciendo el dolor que estás sintiendo ahora. —Entiendo... —Ahora necesito hacerte un chequeo más general para ver si el golpe no afectó alguno de tus sentidos o tu movilidad. Una vez confirmado que todo está en orden, haremos llamar a las autoridades para que presentes una denuncia, y luego veremos si te damos el alta o te dejamos unos días más con nosotros. Yo solo asentí levemente con la cabeza. La enfermera empezó a examinar primero mis ojos, alumbrando con una pequeña linterna, me preguntó si veía todo con claridad y solo respondí que sí. —Ya sabemos que tu visión no fue afectada, vamos ahora con el resto del chequeo. Así continuó haciéndome pruebas. Me hizo mover los dedos, las manos, los pies, todo con suavidad, para saber si no había sido afectada mi movilidad. Minutos después, me puso a oler alcohol, café y otras sustancias para descartar problemas con el olfato, y por último me dio a probar una medicina para saber si podía percibir sabores. —Todo está perfectamente. Ahora sí descartamos por completo cualquier daño que pudiera haber ocasionado el golpe en la cabeza —la enfermera se dio la vuelta para ver en el carrito sus implementos—. Ahora vamos a revisar esas cortadas en tu espalda y las lesiones en tu parte íntima. La enfermera me tomó y me ayudó a acostarme sobre mi costado, abriendo la parte de atrás de mi bata. Un ardor frío me recorrió la espalda al exponerla al aire. —Vamos bien, ya cicatrizaron casi a la perfección. Te van a quedar unas pequeñas marcas, pero estarás bien. —¿Cuántas son?... —pregunté, mi voz ronca, apenas un hilo. —Son veinte, a lo largo de toda tu espalda. Hay unas más grandes, otras más pequeñas, lo mismo va con la profundidad. Yo solo tragué en seco, como si eso pudiera calmar el nudo que tenía en la garganta. ¿Veinte? ¿Cuántas veces habían pasado sus cuchillas por mi piel? —¿Cómo llegué aquí? —La policía te encontró en un almacén abandonado que se encontraba en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad, linda. Llegaron justo a tiempo para salvarte y atrapar a los que te hicieron eso. Ya solo falta que tú des tu declaración para que ellos se pudran en la cárcel, es solo una formalidad. —Está bien, entiendo... ¿Cuándo me podré ir? La enfermera detuvo sus manos un momento antes de seguir quitando la venda de mi cabeza para revisar los puntos. —Todo está en orden contigo, pero no me gustaría dejarte ir sola. Puedes tener alguna secuela. ¿Tienes algún familiar que te cuide? —No... Pero yo acepto la responsabilidad de irme. Solo quiero estar en mi casa... —Recuéstate, por favor, y abre las piernas —le hice caso, y seguido, revisó mi intimidad—. Esto está perfectamente curado. Y con respecto a los puntos que tienes en tu cabeza, faltan todavía de dos a cuatro semanas más aproximadamente para que termine de curarse —la enfermera soltó un suspiro antes de continuar—. Es tu decisión. Voy a llamar a las autoridades para que des tu declaración oficial, y voy a tramitar tu alta. —Gracias, enfermera... Ella solo me dio un asentimiento antes de darse la vuelta y salir de la habitación. Me quedé sola. Solté un suspiro antes de tocarme y explorar mi cuerpo lentamente. Las lágrimas se amontonaron en mis ojos. Traté de respirar, traté de calmarme, pero sentía un dolor en el pecho aún más grande del que había sentido anteriormente. No era físico; era el peso de saber que estaba sola en el mundo. Un rato después, entraron los policías. Me preguntaron cómo sucedió todo, y yo respondí absolutamente todo, con un nudo en la garganta, pero me aguanté, me hice la fuerte. Les conté cada golpe, cada humillación, las palabras sobre la deuda, sobre mi madre vendiéndome, cada detalle que mi mente, sorprendentemente, había retenido. Rato después, terminé de formalizar la denuncia. Los policías se marcharon una hora después, sus rostros sombríos. A los pocos minutos, entraron una doctora y la misma enfermera con la que había hablado más temprano. —Entonces, ¿ya te quieres marchar, señorita? —preguntó la doctora, revisando el expediente que había estado revisando anteriormente la enfermera. —Sí, me gustaría. Quiero estar sola en mi casa, tengo muchas cosas que procesar, y aquí no me siento cómoda. —Entiendo a lo que te refieres. Ya la enfermera te explicó que puedes tener alguna secuela. Acabas de despertar de un coma inducido que te duró un mes. Sin contar la lesión que tuviste en la cabeza. —¿Eres consciente de los riesgos que corres al irte sola? Por ética profesional no te podemos dejar marcharte. A menos que tú pidas tu alta, haciéndote cargo de cualquier cosa que te pueda pasar —mencionó ahora la enfermera, su voz denotando preocupación genuina. —Sí, soy consciente de los riesgos. Y estoy dispuesta a correrlos. Por favor, yo firmo lo que ustedes quieran, solo me quiero marchar. Las dos soltaron un suspiro de resignación. La doctora me acercó unos papeles junto con una lapicera. —No podemos hacer más nada. No te podemos tener aquí en contra de tu voluntad. Por favor, firma el acta —mencionó la doctora. —Danos un número para llamar a alguien para que te recoja —habló la enfermera. —Llamen un taxi, yo no tengo familia ni amigos. Firmé los papeles, la pluma sintiéndose extraña en mi mano temblorosa. La doctora se marchó. La enfermera me dejó un cambio de ropa —un chándal gris holgado y una camiseta— y me avisó que el taxi ya había llegado. El peso de mi soledad se hizo más pesado al saber que no había nadie esperándome fuera.
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