Capítulo 6: El Eco en el Espejo

1768 Words
Me encontraba en la puerta de mi apartamento, las lágrimas saliendo sin control. Cada paso era un eco de lo que había vivido. Todos los recuerdos me golpeaban la mente, oleadas de terror y humillación, toda mi vida, repitiéndose una y otra vez en un bucle infernal. Lloraba sin poder detenerme, un sollozo profundo que me rasgaba el pecho. El dolor en el cuerpo, los golpes, los cortes... eso era algo que podía soportar, una parte más de mi piel rota. Pero el dolor tan grande que sentía en el alma, ese era tan fuerte que sentía que me estaba consumiendo, devorándome desde dentro. Solté un suspiro tembloroso y tomé el camino hacia mi habitación, mis piernas apenas sosteniéndome. Al llegar, encendí la luz, y lo primero que me recibió fue mi espejo, ese donde me encantaba verme cada vez que iba o llegaba del club. Mi santuario, mi altar. Ahora, una pesadilla. No me podía reconocer. La Luna, la diosa, la inalcanzable… había desaparecido. Solo quedaba un cascarón roto. Las lágrimas brotaron con más fuerza, un torrente incontrolable. Me toqué la cara, la mejilla hinchada, el labio partido. Recordé cada golpe, cada grito, el olor a tabaco y alcohol, el frío de la navaja. Me quité la ropa que me habían dado en el hospital, cayendo en un montón inerte a mis pies. Quedé completamente desnuda, mi reflejo hiriéndome, revelando la extensión de la barbarie. Me di un poco la vuelta para ver mi espalda, y las lágrimas volvieron con una furia renovada, un alarido mudo. —Veinte cicatrices —susurré, mi voz rota, apenas un hilo de sonido—, una por cada año de mi vida... Veinte. Mi respiración se aceleró, el aire quemándome la garganta. Sus gritos, sus risas, sus toques sucios, la sensación del metal... todo volvía una y otra vez, una avalancha de horrores que me aplastaba. El dolor en mi pecho crecía con cada imagen, con cada recuerdo, convirtiéndose en una opresión insoportable. Me costaba respirar, el pánico volviendo, la ansiedad golpeando la puerta de mi mente con una fuerza brutal, exigiendo que me derrumbara. Mis pulmones ardían. —¡Déjenme! ¡No! ¡No me hagan nada! —empecé a gritar con desespero, mi voz estrangulada, un intento inútil de ahuyentar a los fantasmas. Mi respiración era irregular, jadeante, y la presión en mi pecho crecía y crecía, asfixiándome. —Eres una maldita basura— la voz de Mateo resonaba. —No sirves para nada— la burla de Carlos. —Niña, me tienes harta— la indiferencia de Margaret. —Nunca te quise— —Nunca te deseé, solo eres un error en esta vida— —A mí ni siquiera me gustan los niños— —Solo acepté cuidarte por dinero— —Eres una maldita puta, nadie te quiere ni te va a querer nunca— —Ni siquiera tus padres biológicos te quisieron— Empecé a gritar sin darme cuenta, cada frase, cada palabra doliendo más y más, clavándose en mi alma como dagas heladas. El suelo se movió bajo mis pies. Caí sentada sin darme cuenta, abrazando mis piernas, me mecía para adelante y para atrás, desesperada por consuelo. Clavé mis uñas en mis muslos, el dolor físico una pequeña ancla en el caos de mi mente. —Solo eres un objeto, Luna— —No sirves para nada— —Ni sirves como Luna, mucho menos como Alaia— —Ya no aguanto más... me quiero morir... nadie me quiere... solo soy una basura... solo soy un estorbo...— —¡¿Por qué no me mataron?! ¡¿Por qué...? Terminé llorando cada vez peor, un torrente amargo que me ahogaba. Me costaba respirar, mi garganta cerrada. Quería calmarme, detener el huracán dentro de mí, pero no podía, simplemente no podía. La sensación de sus manos, de los objetos, de las navajas, se repetía en mi piel, en mi mente. Sentía cada corte, cada golpe, como si estuviera sucediendo de nuevo. Una parte de mí quería ceder, dejarme ir, dejar que la oscuridad me consumiera por completo. Pero otra, una chispa minúscula, se negaba. No dejaría que ninguna otra persona tocara mi cuerpo... aunque me doliera, no volvería al club... Estoy sucia, estoy marcada, sí. Pero no estoy rota del todo. Me levanté de golpe, tambaleándome. El reflejo en el espejo era un recordatorio cruel. Me di una cachetada. El sonido resonó en la habitación vacía. —¡Reacciona, maldita sea, Alaia, reacciona! —grité, mi propia voz sonando extraña, ronca. No funcionó. El pánico persistía. Vino otra cachetada. Y luego otra, con más fuerza, intentando que el dolor físico me devolviera a la realidad. Apreté mis ojos con fuerza, el rostro ardía. Me obligué a levantarme como pude, mis piernas temblaban, pero di un paso, y luego otro, hasta llegar al baño. Abrí la ducha de agua fría y me metí bajo el chorro. No me importó el choque de temperatura, el impacto gélido contra mi piel magullada. No me importó si se mojaba la venda en mi cabeza, si se me infectaban los cortes. No me importó nada. Yo solo quería calmarme, solo quería dejar de sentir. —¡¿Por qué a mí?! ¡¿Por qué, Dios?! ¿Por qué me pasa todo a mí?... ¿Por qué nunca puedo ser feliz?... ¿Es que no lo merezco?... ¿No merezco ser feliz?... ¿O simplemente no nací para eso?... Grité, lloré, me restregué el cuerpo con fuerza bajo el chorro helado, sentía asco de mi propia piel. Duré horas metida en la ducha, perdiéndome en el tiempo, hasta que la desesperación se agotó. Ya estaba calmada. Estaba sentada bajo la ducha, el agua fría mojándome, la piel arrugada, y los espasmos por el llanto habían cesado. Empecé a temblar de frío, mis dientes castañeteaban. Traté de levantarme, pero el mareo repentino no me dejó. Solté un suspiro, pesado, exhausto. —¿Qué has hecho, Alaia? Cuando por fin logré salir de la ducha no sentía las piernas. Me arrastré, me enrollé en una toalla, me sequé y busqué un mono grueso, una camisa de manga larga y, por último, un suéter. Tenía mucho frío, un frío que me calaba hasta los huesos. Con manos temblorosas, me cambié las vendas de mi cabeza, notando la piel rota y sensible bajo mis dedos. Solté un suspiro y tomé los medicamentos que me habían entregado en el hospital. El dolor llegó más fuerte con cada minuto que pasaba la anestesia, el mareo intensificándose, el dolor de mi cabeza matándome. Tomé mi teléfono y, con dificultad, llamé a un restaurante de comida callejera. Pedí un delivery, una parrilla y, aparte, una hamburguesa con todo y un jugo. Por un momento, el simple acto de pedir comida se sintió como una victoria insignificante. Me senté con cuidado en el sofá, estaba mirando fijamente a la nada, solo esperando que llegara la comida, o que sucediera un milagro que me evitara seguir viviendo. Solté un suspiro. Tomé mi laptop y escribí un correo a mis profesores, explicando que iba a paralizar mis estudios, que no era necesario que siguieran viniendo a mi casa, ni que me siguieran explicando las cosas vía online. Ya no importaba. Nada importaba. Escuché la puerta del departamento abrirse. Me acerqué para ver qué pasaba, con una cautela que me erizó los nervios. Nunca esperé ver a mi "mamá" cerrando la puerta del departamento. Cuando se dio la vuelta, me encontró de frente, mirándola fijamente con los brazos cruzados. Mi cuerpo seguía adolorido, pero mi mirada era de acero. —¡¿Qué diablos haces aquí, Alaia?! —su rostro era una mezcla de terror y confusión al verme viva, de pie. —Es mi departamento, ¿o se te olvidó, Margaret? —mi voz salió más firme de lo que esperé, una cuchilla afilada. —¡Tú… tú deberías de estar muerta! —Por eso me vendiste, ¿verdad, Margaret? Esa era tu maldita intención desde un principio. —¡Tú tenías que haber muerto desde que naciste! —escupió ella, su voz llena de un odio que me congeló la sangre. —Lástima para ti, sigo viva —dije, mi voz temblaba ligeramente, pero la disimulé—. Ahora, lárgate de mi departamento si no quieres que te meta presa por vender a tu propia hija. —¡Eres una mocosa malagradecida, yo te cuidé toda tu vida! —¡Y lo hiciste tan bien que crecí llena de indiferencias, y maltratos físicos y verbales! ¡Te estoy diciendo que te largues! —¡Era lo que te merecías, maldita mocosa, tú no sirves para nada, ya deja de existir! —Margaret parecía poseída por la furia, sus ojos chispeaban. —¡Lárgate! ¡Te dije que te largues! Mi "mamá" me miró furiosa. Se abalanzó hacia mí con la intención de pegarme, con la misma rabia fría con la que me había abofeteado toda la vida. Le tomé la mano con una fuerza que no sé de dónde la saqué, una fuerza nacida de la desesperación y el resentimiento acumulado. La empujé con fuerza, haciendo que se cayera. Abrió los ojos, sorprendida, antes de que su cuerpo impactara contra el suelo. Abrí la puerta del departamento de par en par y la miré, mis ojos debían de estar ardiendo de furia. —¡Lárgate, Margaret! Gracias por nada. ¡Lárgate de una vez, no te quiero ver nunca más en mi vida porque te juro que te mato! Ella me miró desde el suelo, se puso de pie con dificultad, su rostro deformado por el odio. Antes de irse, con la mano en la manija, susurró una amenaza que me heló hasta los huesos, una profecía oscura. —Esto lo vas a pagar, Alaia. Vas a desear haber muerto cuando te enteres que tu vida puede ser peor de lo que ya es. Dio media vuelta y se fue, la puerta del pasillo cerrándose con un golpe seco. Yo tiré la puerta de mi departamento y me apoyé contra ella, sintiendo el metal frío en mi espalda. Solté un suspiro, intentando calmar mi respiración, mis manos temblaban incontrolablemente. Mi corazón latía desbocado, no solo por la rabia, sino por las últimas palabras de Margaret. ¿Más peor? ¿Cómo podía ser peor de lo que ya era? Mis ojos se cerraron con fuerza, y el eco de su amenaza se convirtió en una certeza escalofriante que me hundió en una oscuridad más profunda que cualquier noche en el club. La pesadilla no había terminado. Apenas estaba comenzando.
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