Cerré las carpetas que mi padre me había entregado en la tarde. Allí estaba todo, tal como él había dicho, pero había algo en mi interior, un murmullo persistente en mi instinto, que me decía que algo estaba mal. Solté un suspiro, el aire de la mansión se sentía pesado. Podría ser que estaba paranoica, que el peso de mi pasado me estaba haciendo dudar de todo, pero más vale prevenir que lamentar. Tenía que constatar que todo esto fuera real. Cada documento, cada testimonio, cada fotografía.
La noche ya había caído por completo en la mansión, sumiéndola en un silencio pesado y majestuoso. Desde mi ventana, veía las luces del jardín iluminando un mundo de sombras. El silencio estaba allí, pero mi mente seguía maquinando cuál sería mi siguiente paso. Tenía que pensar muy fríamente para no cometer ningún error que pusiera en alerta a mis padres. La información es poder, y yo necesitaba toda la que pudiera conseguir.
Mi cuerpo se sentía tenso, la adrenalina aún corría por mis venas después del enfrentamiento de la tarde. Sabía que no podía quedarme encerrada en mi habitación, revisando papeles que, en el fondo, se sentían como una puesta en escena. Tenía que actuar, tenía que moverme. Con una determinación fría recorriendo mis venas, salí de mi habitación, no como una fugitiva, sino como la depredadora en la que estaba a punto de convertirme.
Bajé las escaleras con una nueva confianza, mis tacones resonaban en el mármol pulido, un sonido que era un eco de mi nuevo poder. Mi mirada no buscaba a mi padre o a mi madre, sino a aquellos que eran meros peones en el tablero, pero que podían tener información valiosa. Los hilos del poder se tejen desde abajo.
No tardé en encontrarlo. En el jardín trasero, cerca de la piscina iluminada que parecía un oasis en la noche, estaba el moreno al que le había disparado. Su compañero no estaba por ningún lado, una suerte para mí. El moreno, de piel curtida por el sol y ojos oscuros que me observaban con una mezcla de cautela y fascinación, caminaba cojeando levemente, un recordatorio tangible de mi desesperación de aquel entonces. Me acerqué a él con una sonrisa que no reflejaba la frialdad que sentía por dentro, una máscara perfectamente construida de Luna.
—Hola —dije con un tono suave y meloso, mi voz era un susurro en el vasto silencio del jardín.
El hombre se tensó al verme, sus hombros se pusieron rígidos y su postura se volvió la de un soldado en guardia. Era un muro de músculo, pero la tensión en su rostro me decía que yo era la más peligrosa de los dos.
—Señorita Alaia —saludó, su voz era profunda, un eco ronco que hizo que un escalofrío me recorriera la piel.
Me acerqué a él, mis caderas se movían con una cadencia seductora, una pose que había adoptado sin pensarlo, como si fuera parte de mí desde siempre. Mi mirada era intensa, clavada en la suya, y no la aparté ni por un segundo.
—Espero que tu pierna y tu pie estén mejor —dije, fingiendo preocupación mientras mis ojos se movían sobre su cuerpo, analizándolo, buscando grietas en su armadura. Pude ver el color de sus ojos oscurecerse, una señal de su nerviosismo.
Él asintió, su mirada se encontró con la mía por un segundo, antes de que la apartara, como si no pudiera soportar la intensidad.
—Mejor, señorita. Gracias a usted —respondió, y pude escuchar un deje de resentimiento en su voz.
Sonreí. Él me odiaba, pero también se sentía atraído, un conflicto interno que yo podía explotar. Me gustaba jugar con ese tipo de hombres, aquellos que se creían dueños del mundo, pero que se derretían ante una mujer con poder.
—No tienes por qué agradecerme —dije, mis labios se curvaron en una sonrisa perversa—. Pero es de mala educación llamarme señorita. Mi nombre es Alaia.
—Matías —dijo, la palabra casi se le escapó. Era su rendición, la primera victoria en este juego de ajedrez que había iniciado.
—Matías... —pronuncié su nombre lentamente, saboreando cada sílaba. Era una invitación—. Un nombre muy fuerte para un hombre... tan vulnerable.
Sus ojos me miraron con una confusión palpable.
—¿Vulnerable? ¿Por qué dice eso? —preguntó, su voz era más áspera, más desafiante.
Me reí suavemente, una risa que sonaba como el tintineo de una copa de cristal.
—Porque estás aquí, solo conmigo, y tus ojos me dicen que te gusta lo que ves, pero tu mente te dice que no deberías. Un hombre así, es vulnerable a la mujer correcta.
Me acerqué a él, la distancia entre nosotros se acortó. El olor a su colonia se mezcló con el aroma del jardín. Mi mano se deslizó suavemente por su brazo, sintiendo la dureza de sus músculos, hasta que llegó a su pecho, que se infló con cada respiración. Miré sus ojos y él me miró a mí, y en ese momento, el mundo desapareció. Solo éramos nosotros, en la oscuridad del jardín, jugando un juego de alto riesgo.
—Entonces... ¿me puedes ayudar? —susurré, mi voz era un hilo de seda. Mis labios se entreabrieron y le di una mirada que le decía que sí, que podía, que debía.
Él tragó en seco, su garganta se movió.
—¿En qué, señorita... Alaia?
—En todo —susurré, mi mano se movió un poco, y pude sentir su corazón latir con fuerza. La adrenalina me llenó de un poder que nunca había sentido—. Me aburro aquí, ¿sabes? Tanta monotonía. Quiero saber más de ti.
Él se relajó un poco, la seducción era una droga a la que no podía resistirse.
—No hay mucho que saber, señorita.
—¿Señorita? —dije con una sonrisa, acercándome aún más, mis labios casi rozando su oído—. A este paso vas a hacer que te dispare otra vez, Matías.
Él soltó una risa ahogada y pude sentir su aliento en mi cuello. Era una victoria, una pequeña victoria, pero una victoria al fin y al cabo.
—¿Cuántos años tienes? —pregunté, mi voz era más casual, pero el fuego en mis ojos seguía allí.
—Treinta y cinco —respondió, su voz era más relajada, la máscara se estaba cayendo.
—¿Y estudiaste alguna carrera? —pregunté. Me gustaba el juego, me gustaba el poder.
Él me miró con el ceño fruncido, como si no entendiera el cambio de tema, pero mi mano en su pecho lo mantenía cautivo.
—¿Estudiaste alguna carrera? —repetí, mi tono era más serio, mi mano en su pecho se había vuelto más firme.
—Sí —respondió, y pude sentir su cuerpo tensarse otra vez—. Estudié en la academia de las fuerzas armadas. Mi padre era militar, y me inculcó su pasión.
—Interesante... —dije, mis ojos brillaban con un nuevo conocimiento. Un hombre militar, entrenado, leal. No era un simple guardia, era una pieza clave en el rompecabezas de mi padre—. Y ahora estás aquí, cuidando de mí.
—No solo de usted —dijo con un deje de orgullo—. El señor Valera me asignó a protegerla, a usted y a mi compañero para su hermana. Somos sus manos derechas.
—Ya veo —dije, mi voz era más grave, más seria—. Y por eso, en lugar de protegerme, me sigues a todas partes.
Él no respondió, su mirada se movió de la mía, avergonzado.
—No necesito que nadie me proteja, Matías —dije, mi voz era un eco frío de mi alma guerrera—. A mí me joden una sola vez en la vida. De allí, hasta el diablo me tiene miedo.
Él me miró con una mezcla de admiración y temor. Era el momento de mi victoria, el momento de poner el anzuelo. Me acerqué, mis labios se encontraron con los suyos. Él se quedó inmóvil por un segundo, antes de que su cuerpo se relajara, sus labios se movieran con los míos en un beso de poder, un beso de seducción. Era un beso que le decía que yo era la que estaba a cargo, que él me pertenecía ahora. Me separé de él, con mis labios brillando, y le di una mirada de victoria.
—Me tengo que ir, a menos que haya un lugar más privado para los dos —susurré, mi voz era un desafío.
En ese momento, su teléfono sonó, una llamada de su radio. Él se alejó de mí, con la respiración entrecortada.
—Es una llamada del señor Valera.
—Entonces vete —dije con una sonrisa—. Te veo luego, Matías.
Él asintió, su rostro aún en shock, y se alejó. Yo me di la vuelta y caminé con una determinación silenciosa hacia el interior de la mansión. Mi objetivo estaba claro: la oficina de mi padre. Sabía que allí encontraría más respuestas, empezando por esa caja fuerte cuya combinación ahora danzaba en mi memoria. Cada paso me acercaba más a la verdad, a desentrañar la red de secretos que me había mantenido prisionera durante tanto tiempo. Llegué a la puerta de la oficina, la mano temblándome ligeramente al alcanzar el pomo. Respiré hondo, el pulso latiendo en mis sienes. Estaba justo al borde del abismo. Entrar significaba cruzar una línea de la que no habría vuelta atrás. Tomé el pomo con firmeza. Este era mi momento, y no lo desperdiciaría.