La música electrónica sonaba por todo el club, vibrando en cada rincón. Yo me encontraba en medio de la pista, las luces enfocando y realzando mi largo cabello rojo, el cual se batía con cada giro de cadera. Mis ojos, color miel, brillaban con una alegría contagiosa que, en el fondo, no llegaba a mi alma. Llevaba un vestido corto, ajustado y de un rojo eléctrico, que se movía conmigo como una segunda piel. Era la más deseada, la inalcanzable, la musa de la noche. Y me encantaba.
Sentirme observada, deseada, era mi droga más potente. Los silbidos y los aplausos eran el bálsamo que, por unas horas, calmaba la punzada constante en mi pecho. Esa sensación de ser bella, magnética, imparable, era el único antídoto contra el vacío que se abría cada vez que la música se detenía y las luces del club se encendían, revelando una cruda realidad.
Entre canción y canción, me deslizaba por la barra, sonriendo a los hombres que me ofrecían tragos.
—Solo agua, cariño. Tengo que estar fresca para el próximo set —dije con mi voz dulce y ronca, una contradicción que los enloquecía. Yo era un enigma, y eso me hacía aún más atractiva. Nadie sabía quién era, ni de dónde venía. Era simplemente "Luna", la diosa de la noche.
En un momento determinado, sentí cómo unas manos se posicionaron en mi cintura y un aliento caliente recorrió mi cuello.
—¿Cómo está mi Luna? Tan magnética y misteriosa como la misma que te da el nombre, ¿no?
Yo me di la vuelta para mirar fijamente a Alejandro. Dibujé una media sonrisa, mis ojos fijos en los suyos, retándolo con la mirada.
—¿Vienes por tu dosis de pasión?
—¿Cómo sabes, querida? —dijo en voz baja, tan ronca, tan sensual.
Le di un escaneo rápido con una sensualidad que hizo que se estremeciera. Me mordí el labio antes de sonreír y tomarle la mano.
—Porque solo vienes para esto. Ahora, vamos.
Lo guié por el pasillo hacia mi camerino privado. En menos de lo que esperaba, ya me tenía contra la pared, besándome con una necesidad que me arrancó un suave gemido.
—Tú eres una adicción, eres mi droga, Luna.
—Solo cállate y hazme tuya de una maldita vez, Alejandro. No estoy para cursilerías.
Escuché cómo soltó una risa ronca. Negó con la cabeza mientras me veía fijamente cómo me desvestía, quedando completamente desnuda ante él.
—Siempre con tu carácter, pero tus deseos son órdenes.
Me acerqué a él para quitarle la ropa con desesperación. Lo escuché maldecir por lo bajo antes de jalarlo a la cama y tirarlo en ella. Lo observé mientras una sonrisa cruzaba mis labios. Me relamí los labios antes de lanzarme a su cuello. Empecé a dejarle un camino de besos por todo su cuerpo hasta que llegué a su m*****o. Lo miré fijamente mientras me lo metía a la boca completo. Una, dos, tres succiones. Me apoyaba de mis manos para hacer un mejor trabajo, lento, rápido, profundo, lamidas, pequeños mordiscos, todo sin romper el contacto visual.
Me encanta dar placer; eso me da placer a mí misma. Sentía cómo me mojaba, cómo me palpitaba mi intimidad, cómo aquel punto de placer exigía atención, cómo toda yo gritaba necesidad.
—¡Maldita sea, Luna, me vas a volver loco! —soltó en un gruñido. Sabía que ya se iba a venir.
Di una última lamida antes de levantarme de golpe. Lo agarré con mis manos y lo puse en mi entrada. De una sola estocada, me lo metí completo. Alejandro soltó un gruñido y yo un gemido suave.
Empecé a mover mis caderas contra él, primero suave, lento, encajándolo todo, sintiendo cómo me daba allí, cómo nos causaba placer. De un momento a otro, aumentaba el ritmo. Yo estaba gimiendo suave. Cuando veía que cerraba los ojos y los gruñidos profundos salían de su garganta, le clavaba las uñas en el pecho.
—¡Hey, mírame! ¡No dejes de mirarme! —dije entre jadeos.
Alejandro abrió los ojos para observarme fijamente. Su respiración era agitada.
—¡Diablos, Luna! —tomó una respiración profunda cuando empecé a subir y a bajar sobre su m*****o—. Me estás volviendo loco... ¿sientes cómo te palpita?
Yo sonreí antes de seguir el movimiento. Sentía cómo me vendría, sabía que él también. Aceleré el movimiento de mis caderas. Llevé una de mis manos a mi punto de placer, aun moviéndome sobre él, y lo empecé a acariciar. Con mi otra mano, llevé uno de mis pechos a mi boca; sabía lo que le gustaba. Ambos empezamos a gemir.
—¿Te gusta cómo me muevo, Alejandro? ¿Cómo me siento sobre ti? —murmuré, clavando mis ojos en los suyos.
Ambos llegamos a la liberación. Yo me seguí moviendo lento, sintiendo cómo él temblaba bajo de mí. Sentía cómo mis paredes se contraían contra él, el escalofrío inundando mi cuerpo, hasta que poco a poco detuve el movimiento, quedando sentada sobre él. Lo veía fijamente con una sonrisa de satisfacción, y él me veía con esa mirada que no sabía descifrar.
—No sabes lo divina que te ves así. Ese contraste entre tu piel, tus ojos y tu color de cabello. Esa mirada que grita peligro, provocación, simplemente me incitan a más.
—Yo te lo advertí —respondí, mi voz ahora más calmada—. Te dije que no te fueras a enviciar.
—Tú eres mi droga, la mía, y la de cualquiera que te pruebe, señorita.
—Sí, como digas. Ahora vete, me tengo que ir —dije mientras me levantaba de la cama y caminaba a la ducha.
—¿Tú siempre tan directa, no?
Solo solté una risa suave. Seguí caminando mientras movía mis caderas, sabía que le gustaba. Y a mí, me gustaba sentirme así, querida, deseada. Solté un suspiro. Ya me tocaba regresar a casa, nuevamente a mi
martirio personal.
Terminé de bañarme y de cambiarme. Me coloqué mi chaqueta y una peluca, esta vez negra, y salí en dirección a mi carro por la puerta trasera del club.
Llegué a mi departamento a las 5:00 de la mañana. Abrí la puerta con cuidado, no quería otra discusión con mi mamá. Cerré la puerta y justo cuando pensaba tomar rumbo a mi cuarto, escuché su voz.
—¡Alaia, estoy harta de esto! ¿Cuál es la maldita necesidad de salir todas las noches y llegar a esta hora? ¿Para dónde diablos vas?
—Tienes años dándome la misma cantaleta. ¿Qué te hace pensar que esta vez sí te voy a responder a tus preguntas?
—¡Luna, estoy harta de esta situación! ¡Estoy harta de ti y tu rebeldía!
Yo solté una risa irónica.
—Y yo estoy harta de que jamás me hayas dado cariño y atención. ¿Y adivina qué? Nos toca soportarnos mutuamente porque, lastimosamente, soy tu hija y siempre lo voy a ser, mamá —enfatice la última palabra, cruzándome de brazos frente a ella. Siempre era lo mismo.
—¡Gracias a Dios yo no soy tu mamá, mocosa! Eres adoptada. Yo no sé quién me mandó a aceptar cuidar a una niña que ni siquiera es mía. A mí ni siquiera me gustaban los niños.
Me la quedé viendo, paralizada. ¿Qué acababa de decir? Pestañeé varias veces antes de poder hablar nuevamente.
—Mamá, entiendo que estás molesta, pero tampoco es para que me digas eso.
—¡Estoy diciendo la verdad, Alaia! Por eso nunca quise nada contigo. Ni siquiera tus padres te quisieron. Ya eres una adulta, ya te puedes cuidar sola, no tengo por qué seguir aguantando tus insolencias.
Vi cómo dio una vuelta sobre sus talones, agarró su maleta y se fue. Me dejó allí, de pie, sola, sin entender qué acababa de suceder. Las lágrimas empezaron a acumularse en mis ojos, mi respiración se aceleró. Cuando menos lo esperé, estaba sentada en el piso al lado de la puerta, llorando con un ataque de ansiedad que, más que intentaba, no podía calmar. Mi pecho dolía, no podía respirar, y así me quedé, hasta que en algún momento perdí la conciencia.