Capítulo 3: El Eco De La Humillación

1365 Words
El hombre que había hablado se acercó a mí, sus ojos devorándome con lascivia. Noté una cicatriz sobre su ceja y un olor a tabaco y alcohol que me revolvió el estómago. Cuando estuvo frente a mí, levanté la cabeza. Lo miré fijamente con esa mirada que sabía les encantaba a los hombres, esa mezcla de desafío y sensualidad que había perfeccionado como Luna. Incluso levanté una de mis cejas, un gesto audaz. Necesitaba salir ilesa de esto. Tenía que ser más inteligente que ellos, tenía que entender por qué me habían traído aquí. El tipo sonrió al ver mis gestos. —Miren, chicos, al parecer esta muñeca está dispuesta a jugar y a demostrar si su fama es cierta, ¿o no, muñeca? —preguntó con sorna, su voz rasposa. Lo reté con la mirada antes de afirmar con la cabeza. El tipo soltó una risa seca. —Así me gustan las putas, flojitas y cooperando. ¿Qué tal si te quitamos esto? Igual, aunque grites, nadie, nadie te va a escuchar —dijo, y unos segundos después, su mano arrancó la mordaza de mi boca. El aire frío me golpeó los labios, que se sentían entumecidos. Me lamí el labio inferior, antes de esbozar una media sonrisa, la ceja aún alzada. Por dentro estaba muerta de miedo, temblando por el terror, pero tenía que ser fuerte. —Gracias —dije, mi voz suave, casi un susurro ronco, antes de morderme el labio. Vi cómo sus ojos se oscurecieron con un interés que me dio escalofríos. Escuché la risa ronca de los otros dos, que resonaba en la habitación. Sentí mi pecho apretarse, un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero si algo sabía hacer era fingir que todo estaba bien, que nada me importaba aunque me estuviera muriendo del miedo por dentro. —¿Puedo preguntar algo? —dije, tratando de sonar casual, mi voz aún suave. Vi cómo él levantaba una ceja, tirando de una silla para sentarse frente a mí. Sus ojos escanearon mi cuerpo desnudo sin una pizca de vergüenza. —Habla antes de que me arrepienta, aunque es un gusto escuchar esa voz —su voz salió ronca. Sus ojos me seguían escaneando. Sentía asco, una bilis subiendo por mi garganta, pero me contuve. Di una leve sonrisa. —¿Por qué me trajeron así a este lugar? ¿No era más fácil que, si querían estar conmigo, solo se acercaran a mí? —Niña, no estamos aquí solo para eso, y déjame decirte que si sucede va a ser consecuencia de que no colabores —soltó el otro hombre, saliendo un poco más de la oscuridad. Este era una bola de músculo, con barba y el cabello bien cortado. Lo escaneé, intentando buscar una debilidad, antes de dar una pequeña sonrisa. Estaba tratando de regular mi respiración, de controlar el miedo para que no notaran lo mucho que me estaba afectando. —Entonces, ¿por qué estoy aquí? Creo que al menos merezco saberlo, ¿no? —Digamos que estás aquí para pagar una deuda familiar. ¿Cómo prefieres que te llamemos? ¿Luna o Alaia? Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo, clavándose en cada nervio. ¿Cómo diablos sabían mi nombre real? Ese solo lo sabía mi madre. El corazón me dio un vuelco doloroso. —Yo no tengo familia, no sé de qué hablan, tampoco sé de dónde sacan que me llamo así —traté de hablar con toda la serenidad que pude, mi voz temblaba a pesar de mi esfuerzo. —¿Ah, no tienes familia? Lamento decirte que tu madre te vendió como pago a una deuda con nosotros, Alaia. Eres tan poca cosa que ni ella te quiso. La nariz me empezó a picar, los ojos se humedecieron de golpe. Las palabras me tomaron por sorpresa, como una bofetada invisible. Me dolió. Al mismo tiempo, las palabras de la que creí era mi madre volvieron a mi cabeza: "Ni siquiera tus padres te quisieron." Era un eco cruel, una confirmación devastadora. —¡Pobre niña, mírenla! Su máscara se acaba de derrumbar, vas a llorar. ¡Llora, pues, llora puta! —dijo el último hombre, el que seguía oculto en la oscuridad, su tono burlón, sus palabras llenas de desprecio. Mi respiración se aceleró, el pánico ya saliendo de mi control. Las lágrimas, calientes y amargas, comenzaron a rodar por mis mejillas sin permiso. —Si quieren dinero, yo les puedo dar todo el que quieran, se los juro. Solo no me hagan daño —supliqué, mi voz quebrándose, ya sin rastro de la sensualidad de Luna. —Muñeca, tú para nosotros eres una mercancía, un negocio. Además, eres una pobre diabla que trabaja de puta en un club para sobrevivir —dijo el segundo hombre, el de los músculos, con una frialdad despectiva. —¡No están equivocados! ¡Yo tengo dinero! Solo bailo en el club porque me gusta, no por necesidad. ¡Yo tengo tutores que van a mi departamento, por favor créanme! —la desesperación me asfixiaba. —¡Qué hermosa ella tratando de salvar su pellejo diciendo mentiras! —dijo el jefe, o por lo menos el que yo pensé que era el jefe, con una risa cruel. —¡Ya cállenle la boca a la supuesta diosa! ¿De qué le sirve su título ahora? —soltó una risa amarga el hombre que aún estaba oculto en la oscuridad, su voz resonando con desprecio. —¡No estoy mintiendo, se los juro! —grité, con la desesperación haciéndome temblar. Sentí cómo una mano me impactó el rostro con una rapidez que me descolocó. El golpe fue tan fuerte que mi cara giró, mi cabeza rebotó contra el respaldo de la silla. Un dolor punzante me estalló en la mejilla. Las lágrimas salieron sin permiso. El ardor en mi cara era insoportable, quemaba. Tenía la necesidad de tocarme la cara, de aliviar la presión, pero no podía. —Ya deja de decir mentiras, niña. Tu madre nos contó todo, su situación, que no tienes a más familia, que a nadie le importaría si desapareces porque nadie sabe de tu existencia —dijo el tipo que me acababa de golpear, el que estaba sentado frente a mí hace unos segundos. Miré fijamente al hombre. Era la confirmación más brutal de mi insignificancia. Vi cómo el que estaba en la oscuridad finalmente se dio la vuelta, revelando un rostro curtido y una mirada aún más fría que la del jefe. —Mateo —dijo este, y el tipo frente a mí, el que yo pensaba que era el jefe, dio un asentimiento de cabeza—. Carlos —el otro hombre, el musculoso, repitió el gesto—. Hagan con ella lo que quieran, solo no la maten. Hagan que se le bajen los humos, que esa puta sepa que el título que tenía en el club no le sirve de nada, así aprende a dejar de ser tan prepotente y mentirosa. —Sí, jefe. Por lo menos denle un punto por tratar de salvar su vida —Carlos dio una mirada sádica. Mi cuerpo empezó a temblar descontroladamente. Las ataduras me quemaban la piel. Ya no podía controlarme más. El terror se apoderó de mí por completo. —¡No se atrevan a hacerme nada! —grité con la voz destrozada, un gemido de pura desesperación que apenas era un chillido. —¿O qué, reina? —dijo Mateo, acercándose, su sombra cubriéndome. En un último acto de desafío, de furia impotente, le escupí en la cara. Y de inmediato, sentí el golpe. No fue una bofetada esta vez. Fue un puñetazo brutal que me impactó la mandíbula con una fuerza devastadora. La cabeza me explotó en un blanco dolor. La silla se tambaleó y casi me caigo. Mi visión se nubló. La boca me supo a sangre. Los hombres se rieron a carcajadas. Caí contra el respaldo de la silla, mi cuerpo se convulsionó por el dolor. Las lágrimas, antes tibias, ahora eran torrentes helados de humillación y miedo puro. Estaba completamente rota, expuesta, a su merced. El vacío que sentía era ahora un agujero n***o que me tragaba entera.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD