Capítulo 4: Las Marcas del Amo

1286 Words
El asfalto frío, la oscuridad de la noche, el eco de mi risa en el club. Todo eso parecía de otra vida. Aquí, la realidad era una bofetada constante, un dolor que se encontraba en cada rincón de mi cuerpo. Horas. ¿Días? Había perdido la cuenta. La luz tenue, sucia, de una bombilla colgante era lo único que me decía que el tiempo seguía su curso, aunque para mí se hubiera detenido en un punto de agonía interminable. Mi boca seca, mi lengua pegada al paladar. La mordaza me impedía gritar, mis labios, agrietados y sangrantes, ya no hablaban. Solo sentía el ardor constante en mi rostro, la mejilla hinchada y el sabor metálico de mi propia sangre. Estaba desnuda, atada a esa silla de metal, la piel pegada al frío, a las humillaciones. Mis muñecas y tobillos estaban en carne viva por el roce constante de las cuerdas, un dolor que ya era parte de mí. Mateo y Carlos. Sus nombres eran sinónimos de tormento. Se habían turnado, incesantemente. Sus voces, al principio roncas y burlonas, se habían vuelto un eco monótono de degradación. —¿Dónde está la diosa Luna, ah? —decía Mateo, mientras sus dedos sucios recorrían mi piel desnuda, haciendo que mi cuerpo se tensara de repulsión. Yo, la que controlaba la pasión ajena, ahora era un objeto de asco, de burla—. ¿Se te bajaron los humos, putica? ¿O sigues creyendo que tu bailecito te hace alguien? Carlos, más callado, era más brutal. Mientras Mateo hablaba, él se dedicaba a los golpes. No eran golpes para dejarme inconsciente, sino para mantener el dolor constante. Puñetazos en el estómago que me quitaban el aire, cachetadas que hacían que mi cabeza se balanceara en el cuello, rodillazos en los muslos que dejaban moretones purpuras. Cada golpe era un recordatorio de mi impotencia. —Tu madre nos lo dijo todo —repetía Mateo, cada vez que me veía flaquear—. Que eres una maldita nadie, una huérfana desagradecida. Que nadie te buscaría. Ni siquiera tus propios padres te quisieron, ¿verdad? Por eso te vendieron. ¿Lo sientes? ¿Sientes el precio de tu existencia? Esas palabras. Siempre esas palabras. Se clavaban más hondo que cualquier golpe. El vacío que habitaba mi pecho se había vuelto un agujero n***o que me absorbía, un eco de la voz de mi madre en la sala, justo antes de perder el conocimiento. "Eres adoptada. Ni siquiera tus padres te quisieron." Y ahora, estos brutos. "Te vendió como pago." Todo tenía sentido. Mi vida era una maldita farsa, una moneda de cambio. Sentí el frío de una navaja en mi espalda. Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies. Era Carlos. Siempre con esa sonrisa sádica, silenciosa. —Mira, muñeca, para que no olvides esta visita —murmuró, su voz helada. Luego vino el ardor. Un corte, superficial al principio, que se deslizó por mi piel. Un gemido de dolor, contenido por la mordaza, me desgarró por dentro. Luego otro, y otro. Sentía el filo de la navaja deslizarse, abriendo mi piel, dejando un rastro de dolor que se extendía por mi espalda como llamas. No eran profundos, no sangraban profundamente, pero eran cortadas precisas, diseñadas para humillar y recordar, para dejar cicatrices. —Cada línea, una marca de lo que eres: una perra, nuestra perra —susurró Carlos, sus palabras goteando veneno mientras la navaja continuaba su danza macabra. El dolor se volvió una neblina. No sabía cuándo era Mateo o cuándo era Carlos. Las horas se mezclaban en un infierno de golpes, toques asquerosos y palabras que intentaban destrozarme el alma. Hubo momentos en los que creí que mi mente se desconectaría, que mi cuerpo se rendiría. Me golpearon con un cinturón, sentí el latigazo en mis muslos, el ardor, el sonido seco contra mi piel. En alguna ocasión, sentí algo duro, frío, introduciéndose en mi cuerpo de maneras que me hacían querer morir, que me hacían desear que la inconsciencia fuera mi única salida. Cada vez, mi garganta se desgarraba en un grito mudo. Mi cuerpo era un lienzo de moretones y cortes. No había un solo lugar que no me doliera. La dignidad se había esfumado, reemplazada por el instinto más primitivo de supervivencia. Solo quería que terminara. Que la oscuridad me abrazara de nuevo, pero el pánico me mantenía a flote, me impedía el escape de la mente. Los rostros de Mateo y Carlos se distorsionaban, sus risas eran como alaridos de demonios. A veces, sentía un mareo tan fuerte que creía que mi visión se apagaría, pero la sacudida de un golpe me traía de vuelta a la pesadilla. Estaba a punto de rendirme, mis ojos casi cerrados, mi respiración superficial, mi cuerpo temblando incontrolablemente, cuando la puerta se abrió de golpe. Un grito, no de los míos, cortó el aire ruidoso de mis torturadores. Levanté la cabeza con dificultad, la vista borrosa. Un hombre que no reconocía, un empleado del jefe quizás, estaba parado en el umbral, su rostro pálido, los ojos desorbitados. Parecía que acababa de correr un maratón. Su ropa estaba desaliñada y su voz era una mezcla de urgencia y pánico. —¡Jefe! ¡Jefe! ¡Esa maldita mocosa es más importante de lo que pensamos! ¡Tenemos que largarnos de aquí y deshacernos de ella! Las palabras del recién llegado me golpearon como un cubo de agua fría, inyectando una chispa de lucidez en mi mente nublada. Mateo y Carlos se quedaron paralizados, sus rostros mostrando sorpresa y confusión. El jefe, que hasta entonces había estado observando desde la penumbra, salió de su rincón, su expresión de fría superioridad se transformó en una de pánico absoluto. —¡¿Qué diablos está pasando?! —gritó el jefe, su voz ronca por la ansiedad, muy distinta a la que había usado para dar órdenes. El empleado dio un paso más, su aliento acelerado. —¡Al parecer nos metimos con quien no debíamos, jefe! ¡Si no nos largamos ahora, vamos a pagar todo lo que le hemos hecho! ¡Van a venir por ella! Los ojos del jefe se abrieron de par en par, el terror se reflejó en ellos. Miró al empleado, luego a mí, luego a Mateo y Carlos, que aún me sostenían, uno con la navaja en la mano y el otro con el cinturón. —¡Deténganse! ¡Retirada! —gritó el jefe, la voz llena de desesperación. Su pánico era palpable, real. Era la primera vez que veía algo parecido en su rostro inexpresivo. Carlos, con una mirada de frustración y rabia contenida, me soltó. Vi cómo su mano se dirigía a un lado de la habitación. Agarró un palo, algo grueso y pesado, que parecía un bate corto. Mi corazón se encogió. Sabía lo que venía. No era para humillar, era para borrar. Para callar. —¡Maldita puta! —rugió Carlos. Levantó el palo y lo descargó con toda su fuerza sobre mi cabeza. El impacto fue un estallido de luz blanca, luego negra. Sentí un crujido sordo, el dolor fue tan agudo que me arrancó un gemido inaudible por la mordaza. Mi cuerpo se desplomó, la silla se tambaleó y casi se volcó. La sangre brotó al instante, caliente y espesa, escurriéndose por mi cara, por mi cuero cabelludo, cubriendo mi visión ya borrosa. Todo mi cuerpo dolía, cada hueso, cada músculo. Mis oídos zumbaban, el mundo giraba incontrolablemente. Escuché voces lejanas, pasos apresurados, el eco del pánico de esos hombres que momentos antes se creían dueños de mi vida. Pero ya no importaba. La oscuridad, la verdadera, la liberadora, se cernió sobre mí. Esta vez, la perdí por completo.
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