Me encuentro aquí, en este pasillo estrecho y silencioso. La tenue luz del techo ilumina el camino, revelando estanterías de madera oscura al igual que las puertas. El mármol pulido bajo mis pies resuena con cada uno de mis pasos cautelosos. Miro a mi alrededor, y mi mente asocia rápidamente la estructura. Este no es solo un escondite improvisado; es un sistema, un laberinto oculto que recorre toda la mansión, incluso con escaleras que deben conectar los diferentes pisos. Si mi teoría es correcta, cada puerta que veo es una salida potencial a una habitación de la casa.
Mi objetivo ahora es simple: encontrar una salida. Necesito desaparecer de este lugar y volver a la realidad de la mansión antes de que alguien note mi ausencia y comience a buscarme. Solo entonces, cuando esté a salvo, podré regresar con calma para desentrañar los secretos que se esconden en estas carpetas. Me guío por el pasadizo, avanzando con determinación, pero el miedo no me abandona.
De repente, a lo lejos, escucho unas voces que me hacen detenerme en seco.
—Necesito que consigan el archivo 24 de la sección D —dice una voz masculina, su tono es autoritario y firme.
El pánico se apodera de mí. El corazón me martillea en el pecho. Comienzo a correr, mis pasos resonando en el mármol pulido como un tambor frenético. No importa a dónde vaya, solo tengo que salir de aquí. Si me descubren en el pasadizo, sabrán que entré por la oficina de mi padre. Sin pensarlo dos veces, me lanzo hacia la puerta más cercana. La abro de golpe y me meto dentro, cerrándola justo a tiempo, mientras escucho los pasos que se acercan al lugar donde yo había estado.
Apoyo mi espalda contra la puerta y pego mi cabeza a la madera, intentando calmar mi respiración. Cierro los ojos, y por un segundo, el mundo a mi alrededor se desvanece; solo existe el sonido de mi corazón. Al abrirlos, me doy cuenta de que estoy en un pequeño clóset lleno de sábanas. Doy una mirada rápida antes de salir del estrecho espacio y, al percatarme de que no hay ruido, salgo. He llegado a la lavandería del piso de abajo de la mansión. Me sorprende lo grande que es, llena de lavadoras industriales y cestos de ropa.
Mientras observo mi alrededor, le estoy dando la espalda a la puerta de entrada de la lavandería, cuando escucho que la puerta se abre.
—¿Señora Valentina, necesita algo? —pregunta una chica, su voz es dulce y suave.
Arrugo la frente. ¿Valentina? Me está confundiendo con mi hermana. Me doy la vuelta y quedo frente a ella. Es una chica muy linda, de pelo n***o y ojos marrones. Ella se sorprende al verme.
—Usted no es la señora... —dice, con los ojos bien abiertos.
—No, no lo soy. Soy Alaia.
La chica me escudriña de pies a cabeza con una mirada que yo conozco muy bien. Es una mirada lasciva, una mirada que me ha perseguido en el club durante años.
—Mucho gusto, señorita, yo soy Gabriela, para servirle —dice con su voz suave.
—Me imagino que eres la encargada de la lavandería, ¿cierto?
—Sí, señorita. Normalmente estoy aquí tres veces por semana.
—Entiendo —digo con una pequeña sonrisa.
—Señorita, disculpe mi imprudencia, pero ¿quién es usted? ¿Por qué se parece tanto a la señora? Nunca la había visto por aquí —pregunta, su voz llena de sorpresa y miedo.
—¿Importa realmente quién soy? Y no me habías visto antes porque recién llegué a la mansión.
—Entiendo, y sí importa, señorita. Esto puede poner en riesgo mi trabajo.
Doy una pequeña sonrisa. Pobrecita, tan asustada.
—No te preocupes, que por mi culpa no vas a perder tu trabajo.
—Sigo sin entender quién es usted, y además, ¿qué hace en la lavandería?
Suelto un suspiro.
—Soy la hija menor de tu jefe. Me parezco a Valentina porque soy su hermana menor, y estoy aquí porque estaba explorando la mansión y me perdí.
Su mirada cambia casi por completo. La sorpresa, el temor y el respeto aparecen casi de inmediato en su rostro.
—Señorita, disculpe usted por haberle hablado así...
—No has hecho nada malo, linda, tranquila. No sé cómo serán las demás personas de esta casa, pero yo no soy como ellos, te lo aseguro. Te ves muy joven, ¿cuántos años tienes? —pregunto con suavidad.
—Tengo 22 —responde, mirándome fijamente.
—Solo me llevas dos años, así que estoy segura de que nos podremos llevar bien. Por favor, no me tengas miedo. Igual, estás muy joven, ¿cuánto tiempo llevas trabajando aquí?
—Yo crecí aquí con mi mamá. Empecé a ayudarla con las labores de la mansión desde los 11.
—Entiendo, debió ser muy difícil, ¿cierto?
—Sí, señorita, de verdad lo fue, pero ya me acostumbré, no está tan mal.
—Por el tiempo que llevas aquí, me imagino que debes conocer muchas cosas de lo que sucede, y me imagino que has de conocer a todos.
—Sí, señorita, yo los conozco a todos, sé muchas cosas de lo que pasa en esta mansión. Por eso me sorprendió verla a usted, no sabía de su existencia... —dice con voz asustada.
—Entiendo, no te preocupes, y tranquila, no soy un monstruo, no me tengas miedo. Sabes, siento que podemos ser buenas amigas.
—¿Amigas? —Su sorpresa me da ternura. Pobrecita, para esa reacción no me imagino cómo son mis padres con los trabajadores de la mansión.
—Sí, amigas. Ahora relájate, reina, no muerdo.
Gabriela parece relajarse un poco, con un pequeño suspiro. Empieza a recorrer mi cuerpo con la mirada, se muerde un poco el labio. Sus ojos recorren cada parte de mí. Sonrío un poco, antes de darle una mirada lenta, pasando de sus ojos a sus labios.
—¿Te gusta lo que ves? —pregunto, mi voz es un susurro juguetón.
—Sí, señorita, pero no es apropiado que lo diga... —susurra.
—Deja de decirme señorita, por favor, solo dime Alaia cuando estemos solas —digo con una leve sonrisa.
—Pero señorita... —dice en un susurro.
—Pero nada, olvídate de quién soy, ¿sí? Quiero que estés relajada, que confíes en mí. ¿Me ayudas a no sentirme tan sola?
Ella sonríe levemente antes de asentir con la cabeza. —Está bien, pero si sus padres se enteran, me puedo quedar sin trabajo, señorita.
—De mi cuenta queda que no te pase nada —susurro, mi voz es una telaraña de seda—. Además, si tú no dices nada y yo no digo nada, ¿cómo se van a enterar, cierto?
Su mirada vacila. Puedo ver la lucha en sus ojos: el deseo contra la lealtad, el miedo contra la excitación. La batalla es mía. Mi mano se desliza hasta la base de su cuello, mi pulgar acaricia su piel suavemente. El contacto la hace estremecerse. Su cuerpo se tensa, pero no se aleja.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta, su voz es un hilo.
—Lo que tú quieres que haga —respondo.
Me inclino y, con un movimiento lento y deliberado, mis labios rozan su cuello. El contacto es como una descarga eléctrica. Puedo sentir cómo el vello de su nuca se eriza. Ella cierra los ojos, su cabeza se inclina hacia un lado, dándome más acceso. Mis labios se mueven con lentitud, probando la piel suave de su cuello, dejando una estela de calor a mi paso. Un gemido ahogado escapa de sus labios. La tomo por la cintura, acercándola a mí hasta que no hay espacio entre nosotras. El olor a jabón y suavizante que emana de ella me embriaga.
—Esto está mal —susurra.
—Esto está bien —respondo, mi voz es un ronroneo—. O tal vez esto está tan mal que se siente bien.
Mis labios se mueven hacia su oreja, mi aliento caliente en su piel.
Ella me abraza, sus brazos se enroscan alrededor de mi cuello. Su cuerpo se pega al mío, su calor me envuelve. Mi mano se desliza por su espalda, y puedo sentir cómo el temblor de su cuerpo me contagia. Mi boca baja hasta su clavícula, dejando un rastro de besos. El aire se vuelve denso, el sonido de las lavadoras en la distancia se desvanece. Solo existimos nosotras dos, el olor a jabón y la excitación.
El beso es más intenso ahora, más profundo. Puedo sentir cómo su cuerpo se relaja, cediendo ante el momento. Mi mano se desliza hacia su pecho, mi pulgar acariciando la piel de su cuello.
—No, no... —dice, pero su voz es un hilo, y sus manos me sujetan con fuerza.
—Shhh... —susurro.
Y en ese momento, el mundo se detiene. Solo existe el sonido de nuestras respiraciones agitadas, el sabor de su piel, el calor de nuestros cuerpos. Yo, la guerrera, la que estaba huyendo, la que se sentía perdida, había encontrado un lugar en el que, por un momento, se sentía viva. Y ese lugar era en los brazos de una chica asustada en la lavandería de la mansión.