Simón habría sido sobreviviente de demasiadas cosas, desde los dieciséis. No eran solo las amenazas constantes de su hermano mayor, “El Diablo”. También había ataques fallidos contra él por parte de otros asesinos. Y eso, a pesar de la supuesta ley de “indulto a la mafia”, un código tácito que prohibía que los asesinos se eliminaran entre sí. Una ley que, en la práctica, era tan útil como un papel sin firma. Palabras vacías que nadie respetaba. Pedirle a un asesino que no matara era como pedirle a un ladrón que dejara de robar, o a un adicto que abandonara su vicio, cuando este ya era prácticamente un vegetal dependiente.
En aquel mundo, solo había una regla real: ser temido. Un historial sólido era lo único que podía blindarte. Por eso la mayoría de las personalidades eran maquiavélicas, mordaces, implacables. Si lograbas intimidar, estabas un paso más cerca de sobrevivir. Y en ese universo torcido, la supervivencia era la primera y única meta.
Paradójicamente, tanto las autoridades externas como los altos mandos del distrito se beneficiaban de ello. Nadie tocaba a los mejores. La élite se autorregulaba, y al mismo tiempo, la población de asesinos, mafiosos y soldados mercenarios se mantenía bajo control. Un equilibrio sangriento, pero funcional. Un ganar-ganar disfrazado de caos.
Simón había experimentado esa injusticia de primera mano. Había entendido que el juego no era justo, pero eso no le impidió escalar. Posicionó su valor a punta de ingenio, estrategias y sangre fría. Y aunque había en él una preocupación oculta casi convirtiéndose en locura por Mila, también sabía que si ella se convertía en un estorbo… su mejor decisión sería eliminarla. Nada debía interferir con sus planes de venganza. No había tiempo para debilidades generadas por sentimientos absurdos, dulces como la miel y decorativos como las flores. El amor era una tontería reservada para las personas normales, esas que aún podían vivir felices en sus falsas burbujas de cristal.
Simón estaba dispuesto a extirpar cada gota de emoción que se pareciera a esa burbuja de cuento de hadas que encontrara en Beltrán si era necesario. Sin remordimientos.
— Hubiera muerto. Tú la viste. Apenas se sostenía en pie. — intentó justificar torpemente.
— No te atrevas a decirme eso. Mucho menos con ese tono —le cortó en seco—. Ella es mía. Mi problema. Mi salida. Aún no decido si cedértela, y únicamente por las circunstancias en las que tú tontamente la envolviste al matar a Silvia. Pero está claro: no la tocarás. No mientras no seas útil contra el Diablo.
Beltrán sostuvo la mirada. Podía sentir la rabia subir por su pecho, pero no dijo nada. Su silencio solo le daba poder a Simón quien no dudó en continuar ahondando en la herida ya provocada.
— Tú no eres un líder todavía. No entiendes lo que significa poner a todos en riesgo por alguien. Cuando tengas que elegir entre ella y veinte soldados… en una guerra contra el heredero mafioso más temido de la región, ¿qué harás, Beltrán? ¿Qué harás cuando tengas frente a frente a ese mafioso… que es nuestro hermano? ¿Qué harás cuando el distrito descubra que sigues con vida? Cuando sepas que el hombre que domina el distrito… es nuestro padre.
El aire se cortó en seco. Beltrán quedó sin palabras. Inmediatamente movió su cabeza chocando su mirada completamente abierta, su rostro pálido y sus labios abiertos. La impresión de aquella noticia era tan fuerte como un rayo que acababa de caer poco antes de que pequeñas gotas de lluvia abrieran paso a una tormenta.
— Haré lo que tenga que hacer —respondió finalmente intentando reincorporarse, firme en su decisión al mismo tiempo que vacilante.
Simón frunció el ceño. Lo estudió por un momento como si buscara algo más allá de sus palabras. Luego suspiró y dio media vuelta.
— Prepárate. Esto apenas comienza. El Fénix será nuestro último bastión si las cosas siguen deteriorándose. No hay espacio para errores. Ni celos. Ni pasiones estúpidas. Si de casualidad el plan no funciona tendrás que apañártelas solo.
Se dirigió con paso fuerte hacia la puerta y justo antes de salir, se detuvo para continuar con su dialogo hiriente:
— Y Beltrán… —dijo, sin girarse— si vuelves a poner en riesgo a mi gente por ella… no habrá próxima vez. Yo mismo los mataré a ambos. No me sirven los lastres sin oficio.
La puerta se cerró con un golpe seco.
Y Beltrán, solo en aquella habitación oscura, sintió por primera vez que la guerra que estaba por venir… no solo era externa. También era interna.
El mensaje era claro. Pero las dudas comenzaban a crecer como raíces venenosas en su mente. Sus ojos solo podían mirar el suelo derruido y los escombros.
¿Su padre era el líder del distrito? ¿Por qué su propia familia lo quería muerto? No tenía sentido. Un día, simplemente, todo su mundo se había quebrado.
Soltó un suspiro ahogado mientras retiraba la mochila de aquella silla y tomaba asiento casi como si dejara caer su cuerpo como un muñeco sin vida. Pasó de ser el mejor hombre de negocios a convertirse en el blanco de asesinos, mercenarios, del propio distrito… y de su sangre. Aquel pensamiento le generaba cansancio de solo intentar meditarlo. Era demasiada información en muy poco tiempo, de por sí adaptarse a la idea de que su familia era mafiosa ya era demasiado peso.
No entendía por qué lo buscaban. ¿Desde cuándo todos querían verlo muerto? ¿Por qué? ¿Qué era lo que sabían ellos que él no sabía? ¿Y por qué Simón se empeñaba tanto en tenerlo de su lado? Sus manos se estiraron para entrelazar sus dedos frente a su rostro, su mirada parecía perdida mientras su cuerpo se encorvaba sobre sí mismo.
Había crecido en un burdel. Nunca se sintió especial, ni por un solo segundo. Entonces… ¿qué lo hacía tan importante ahora? ¿Por qué era una amenaza para tantos? El solo preguntarse le causaba una fuerte migraña, se hecho atrás al espaldar de la silla mientras se pellizcaba el entrecejo, miró el techo vacío y pensó en todo lo que había hecho hasta ahora.
Su ingenio en batalla no era más que estrategia pura. Era hábil, sí, pero aún estaba lejos del nivel de sus hermanos. Le faltaba fuerza. Le faltaba conocimiento del mundo mafioso. Le faltaba todo.
Por otra parte, en una de las habitaciones del tercer nivel se escuchaba la pesada respiración de Mila quien apenas conseguía recostarse en cama. Carl la sostenía con firmeza, pero sin brusquedad. El médico, aún con la tensión de la escena anterior colgándole de los hombros, se obligó a centrarse solo en la herida. Cerró la puerta de la habitación del tercer nivel y pidió silencio. A pesar del polvo, los estantes rotos y el aire espeso, la estancia ofrecía un respiro del caos. La camilla improvisada era una mesa de madera que había sobrevivido a un espacio atacado horas atrás. Mila tuvo que recostarse en está sintiendo en su espalda el frío y la dureza de esta.
—Vamos a desinfectar primero… —murmuró más para sí que para Mila—. La hemorragia bajó, pero no es normal que la herida no cierre del todo. Al menos, debió cicatrizar un poco en estos tres días.
Mila respiraba con dificultad, la blusa empapada en sudor y sangre. Carl desvió la mirada un instante cuando el médico volvió a levantar la tela. La herida seguía allí, una incisión limpia, repasada con una costura torpe pero funcional. Trabajo de Jane. Retiró el hilo con cuidado para revisar y notó que esta continuaba abierta y profunda, como si algo hubiese evitado la coagulación natural.
—¿Qué es eso? —preguntó Carl, rompiendo el silencio.
—No lo sé —respondió el médico mientras preparaba un ungüento—. Pero no es solo física. Algo la mantiene abierta… como si su cuerpo estuviera reaccionando a otra cosa.
Mila gimió de dolor cuando aplicó el antiséptico. El ardor fue brutal, pero necesario. Sus ojos, abiertos por la sorpresa, se conectaron brevemente con los del médico. Él no la miraba como una paciente cualquiera. Había algo en su rostro que parecía reconocimiento… o miedo. El “matasanos” no había tenido oportunidad de cuidar a Mila antes, las heridas que se hacía jampas requerían de un tratamiento más pesado.
—¿Qué… pasa conmigo? —alcanzó a decir ella con voz ronca.
—No lo sé aún. Pero… esa bala no era normal. Seguramente es algo específico del distrito.
La habitación cayó en un silencio denso. El médico abrió una de sus bolsas laterales y extrajo un pequeño dispositivo con una pantalla térmica. Apuntó hacia la herida. Lo que vio lo hizo fruncir el ceño.
—Hay… partículas metálicas activas. Esto fue modificado —dijo, casi sin aliento.