La cabaña bajo el velo

1104 Words
El motor rugió mientras la vieja camioneta chirriaba al tomar una curva cerrada. Los neumáticos desgastados levantaban tierra húmeda a cada metro, como si el bosque intentara tragarse el vehículo antes de que pudiera alejarse demasiado de la institución en llamas. Beltrán conducía con la mandíbula tensa y las manos firmes, los nudillos blancos de presión sobre el volante. A su lado, Mila miraba por la ventana con los ojos desenfocados. No hablaba. No lloraba. Solo respiraba, como si cada bocanada de aire fuera una victoria sobre el caos. Cecil, en el asiento trasero, parecía reducido a un nudo de confusión. La adrenalina aún corría por sus venas, pero comenzaba a desvanecerse, dando paso al peso de las preguntas. Observaba a los dos adultos con ojos desconfiados, intentando descifrar su conexión. Había algo en la forma en que se miraban, en la tensión que compartían en silencio… pero también algo profundamente roto. —¿A dónde vamos? —preguntó finalmente, su voz apenas por encima del ruido del motor. Beltrán no respondió de inmediato. En vez de eso, desvió la camioneta por un desvío sin señalizar, una entrada oculta tras ramas densas. Las llantas crujieron sobre piedras sueltas mientras se adentraban por un sendero apenas visible, cubierto de maleza y neblina. —Un lugar seguro —dijo al fin. Su tono fue seco, casi cortante. Pero Mila intervino con una voz más suave. —Al norte. Una cabaña en medio del bosque. Nadie sabe que existe. Cecil frunció el ceño. —¿Y ustedes quiénes son exactamente? El silencio se hizo de nuevo. Mila sintió que el aire se volvía más denso. Miró a Beltrán, como si buscaran decidir en ese instante cuál sería la versión oficial de la mentira. El fuego, el ataque, el pasado, la sangre, las armas... No era algo que pudiera decirse así como así. No a un chico de dieciséis años que acababan de rescatar del infierno. No cuando su propia memoria parecía jugarle en contra. —Somos… —empezó Mila, pero se detuvo, buscando las palabras. Beltrán se adelantó, con una naturalidad pasmosa. —Somos esposos —dijo, sin mirar atrás. Mila giró el rostro hacia él con los ojos abiertos como platos, pero no lo contradijo. —Y tú… bueno, no eres exactamente parte del plan, pero eres familia. Así que ahora nos toca protegerte. Lo entenderás todo con el tiempo. Cecil se quedó en silencio. Parpadeó varias veces, como si la frase “somos esposos” no encajara del todo con lo que había sentido entre ellos. Pero se obligó a creerlo. Era mejor eso que admitir que estaba atrapado con dos posibles criminales en medio del bosque. Finalmente, la camioneta se detuvo frente a una construcción de madera vieja, cubierta por musgo y casi devorada por los árboles. La cabaña parecía más un recuerdo que una casa real. Nadie había pisado ese lugar en años, quizás décadas. Pero al menos era un techo. Un refugio temporal. Entraron. El interior olía a humedad, madera vieja y hojas secas. Había muebles tapados con sábanas y una chimenea cubierta de telarañas. Pero estaba entera. Cerraron las puertas. Trancaron ventanas. Y solo entonces, soltaron el aire. Mila se desplomó en un sillón como si el cansancio recién la alcanzara. Beltrán se quedó junto a la puerta, observando el exterior por una rendija en la persiana. Cecil exploró la sala en silencio, con una mezcla de asombro y sospecha. —¿Esto es suyo? —preguntó, tocando un marco vacío colgado en la pared. —Es de mi familia —respondió Beltrán. —Un lugar que no muchos conocen. Cuando era niño, veníamos a cazar ciervos. Aunque dudo que quede algo de eso ahora. Cecil se cruzó de brazos. —¿Por qué vinieron por mí? No soy nadie. Mila levantó la mirada. Su voz fue casi un susurro. —Lo eres para nosotros. La frase flotó en el aire como una hoja sin rumbo. Ni siquiera ella sabía cuánto podía decirle. No todavía. Él no recordaba que era su hermano. No recordaba los juegos en el jardín, las noches en que ella lo cubría con mantas robadas del cuarto de los adultos. Tal vez era mejor así. Por ahora. —¿Y qué sigue? —insistió él, sentándose en una esquina. —¿Van a decirme que estoy en peligro? ¿Que alguien quiere matarme? Beltrán soltó una risa seca. No de burla. De incredulidad. —Chico, si supieras todo lo que quieren matarnos a nosotros… tú serías el primero en correr al bosque con una lanza —bromeó, intentando alivianar el ambiente. Pero Cecil no sonrió. —Quiero saber la verdad —dijo. Mila se incorporó, caminó hasta él y se agachó a su altura. —Y la sabrás. Te lo prometo. Pero no hoy. Hoy, solo necesito que confíes en mí. Él la miró largo rato. Y al final, asintió, aunque con duda. —¿Están… enamorados? —preguntó de pronto, señalando a los “esposos”. Mila abrió la boca para decir algo, pero Beltrán respondió antes. —Más de lo que creemos —dijo con una sonrisa que, por primera vez, fue real. No una máscara. No una estrategia. Ella lo miró con una mezcla de fastidio y ternura. Por un segundo, el silencio entre ellos no fue incómodo. Fue un refugio. Cuando cayó la noche, el fuego de la chimenea llenó la sala con un calor tenue y parpadeante. Cecil se quedó dormido en un sofá viejo, cubierto con una manta que olía a polvo y hogar. Mila se acercó a Beltrán, quien aún vigilaba desde una rendija. —¿Crees que nos sigan? —susurró. —Sí. Pero no esta noche. Esa mujer… Julia… no esperaba esto. Y Simón tampoco. Ella lo miró, su expresión endurecida. —No me mires así —pidió él—. Dijiste que éramos esposos. Qué menos que cuidarte. —Tú lo dijiste —replicó, pero no había reproche. Solo cansancio. Y mientras el bosque susurraba fuera, entre ramas y viento, ambos sabían que la calma no duraría. Pero por esa noche, tenían un techo. Un fuego. Y una mentira compartida que, por extraño que parezca, los mantenía unidos. Cecil cerró los ojos por un momento en aquella oscura habitación. Sintió que sus pensamientos giraban como cenizas atrapadas en remolino. No conocía bien a Mila. No sabía quién era Beltrán. No entendía por qué alguien querría hacerle daño. Pero, extrañamente, había algo en esa falsa historia de esposos, en esas mentiras piadosas, que lo hacía sentir protegido. A salvo. Como si, al menos por ahora, eso bastara.
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