CAPÍTULO 4.
Un beso tierno y breve.
Enrre
El coronel me había dado permiso unos días, ya que estaba enfermo de una fuerte gripe que me tenía en la enfermería bajo observación.
Según él, no se arriesgaba a tenerme allí por más tiempo porque corría el riesgo de contagiar a todo el batallón.
Al darme el alta, voy directo al cuarto y comienzo a ordenar mis pertenencias en un pequeño bolso viajero.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, paso por la oficina del jefe a buscar la hoja donde indica mi salida por quince días.
Verifico que estén el sello y la firma y, en efecto, ahí están ambos plasmados.
Aprovechando la penumbra de la oficina, levanté la bocina del teléfono y marqué el número que ya sé de memoria. El tono suena uno, dos y en el tercero contesta una voz que no es la misma que por días he escuchado.
—Hola, buenos días, señora Estela —dije con mi voz un poco ronca, producto de mi malestar y reconociendo de inmediato que era ella—. ¿Cómo está usted?
—Hola, muchacho —dijo alegremente—, qué sorpresa tan agradable saber de ti. —Estoy muy bien.
No extiendo mucho la conversación, alegando que debo marcharme al pueblo y, al mencionarlo, obtengo un poco de información de Mariela y lo mejor de todo, sin preguntar.
La suerte estaba de mi lado —pensé.
Pasé por la revisión en el punto de control, señalando al cabo primero el permiso de salida. Caminé a la calle principal y agarré un taxi que casualmente pasaba.
—Terminal, por favor —dije después de dar los buenos días.
El conductor asintió.
Media hora después, el autobús que me llevará a mi ciudad arranca rugiendo el motor a toda marcha por la carretera, doce horas de camino sin contar con la que me falta para llegar a mi destino.
Saco mi botella de ron, le doy un trago largo, así, sin hielo, seco y caliente, quemando mi garganta.
—Lo que no te mata, te fortalece —susurré para mí.
En mi pueblo solemos curar la gripe así, a fuerza de ron. Reí por las creencias: a algunos les funciona, a otros no.
Las horas pasan y sigo mirando por la ventana, imágenes que pasan fugaces entre paisajes, montañas y ríos lejanos. Estoy un poco prendido, el alcohol está haciendo efecto en mi sistema, sintiéndome mareado pero aún consciente.
Por fin llego a mi casa, trastabillando con pasos torpes. Trato de abrir la puerta para darle la sorpresa a todos y sorprender a Mariela, ya que ella no tiene idea de que estoy aquí.
Al entrar, mis ojos se encuentran con la mirada de Mariela, como si ella ya me estuviera esperando. Algo me impulsó a caminar directamente a ella, sin importarme quién estuviera alrededor.
Intercambiamos algunas palabras y, seguido, nos sentamos juntos en una hamaca, mi cuerpo agradeciendo, ya que tenía fiebre. Mariela se percata de mi temperatura y pasa su mano por mi frente.
—Estás hirviendo de la calentura.
Mariela se inclino hacia mí, sus dedos danzaron suavemente sobre mi frente, un contacto ligero pero cargado de una inquietud . La preocupación se dibujó en sus facciones mientras nuestras miradas se encontraron, creando un espacio íntimo y silencioso entre los dos.
Lentamente, la distancia se desvaneció, nuestros labios se unieron con un beso tierno y breve, imbuido de la tensión del momento.
Es como si el mundo a nuestro alrededor se desvaneciera, dejando solo el calor de nuestros cuerpos y la conexión palpable que compartían.
nos separamos jadeantes , la voz de Mariela quebró el silencio con una mezcla de afecto y alarma.
—Enrre, tienes que cuidarte —dijo, su tono suave pero firme—. No quiero que te enfermes más.
Él sonrió, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza.
—No te preocupes por mí, Mariela. Solo quería estar contigo.
Me devolvió la sonrisa, un destello de complicidad en sus ojos. Sin embargo, la realidad en nuestro entorno nos rodea, sabíamos que debemos mantener la discreción.
—Debemos ser cuidadosos —susurró ella, mirando hacia la puerta, asegurándose de que nadie los escuchara—. No quiero que tu familia se preocupe más de lo que ya lo hace.
asentí comprendiendo la delicadeza de la situación. A pesar de la alegría que sentía al estar cerca de ella, la presión de las expectativas familiares pesaba sobre nuestros hombros.
—Lo sé —respondió, tomando su mano con ternura—. Pero en este momento, solo quiero disfrutar de estar aquí contigo.
Mariela se sonrojó ligeramente, y el calor de su mano sobre la mía me dio el impulso de confianza.
—Entonces, disfrutemos de este momento, aunque sea fugaz —dijo, entrelazando sus dedos con los míos—.
Ambos quedamos en silencio, disfrutando de la calidez, la conexión que habíamos creado.
Afuera, el murmullo de mi familia continuaba, ajeno a la burbuja de intimidad que construimos.
En este instante, todo lo que existía es el pequeño refugio, donde el amor y la preocupación se entrelazaban en un delicado equilibrio.
—Huele a licor—se expresó ella—. Sí, venía tomando para quitarme este malestar, aseguré —y lo único que logré fue embriagar me—. Ambos reímos.
—Es hora de irme a dormir —dijo, levantándose de mi lado—. Es muy tarde y no quiero abusar de la hospitalidad de tus padres, además de que los quiero y respeto, tampoco quiero que piensen mal.
Asentí.
—Descansa, Mariela —le dije mientras veía que se alejaba.
—Tú también.
desapareció de mi vista, dejándome en la soledad y frío de la noche.