Cambia las — por —
Había sido una semana difícil. A Jacob no le había ido tan mal en el examen como temía, pero tampoco le había sacado una buena nota. Corría el riesgo de sacar una B en la clase, lo cual le parecía totalmente insatisfactorio. El aumento de estudio le provocaba fatiga y se sentía lento en los entrenamientos de baloncesto. Su trabajo voluntario se estaba volviendo irritable para él, y su madre lo había regañado por su falta de atención. Estaba desanimado. El estrés de intentar hacer todo lo que quería y hacerlo bien —todo lo que necesitaba para alcanzar su meta de excelencia personal— lo estaba desmoronando. Ese lunes por la mañana, oró pidiendo fuerza, paciencia y fe en Dios para que lo ayudara a alcanzar el éxito, ser amado y ser feliz.
Recordó su traje de baño. La Sra. Bandy les había dicho el viernes que el lunes habría una clase especial, y que la semana siguiente practicarían natación en la piscina cubierta. Quería complacerla; sentía que estaba decepcionada. Desde el incidente en la sala de estudio, ella se había comportado de otra manera con él. Más fría. Era bastante agradable —siempre lo era—, pero sentía que su vínculo, su algo tácito, se había dañado, tal vez roto. Deseaba desesperadamente que no. La respetaba. Quería que supiera que sí. No era solo un objeto de deseo para él. Había significado mucho más para él.
Llegó temprano a la piscina, con su bañador, que le llegaba hasta las rodillas. La piscina cubierta estaba húmeda y olía fatal a moho y cloro. Los azulejos blancos y brillantes y la luz fluorescente le hacían sentir algo mal a esas horas del día. Se sentó en el borde de la piscina olímpica y metió las piernas en el agua. Hacía frío para ser una piscina climatizada.
—¡Buenos días, Jacob!—, oyó a sus espaldas. Se giró y vio a la Sra. Bandy, con una gorra de baño blanca y un traje de baño n***o de una pieza, caminando hacia él con una pila de tablas de natación de diferentes colores. Sus piernas, ¡madre mía, sus piernas!, pensó. Parpadeó y se obligó a mirarla a los ojos. —¡Buenos días, Sra. Bandy!—, dijo con toda la alegría que pudo. Sus pechos voluminosos estiraban el traje hacia los lados, sujetado por dos finas tiras, dejando las piernas al descubierto hasta las caderas; entre sus piernas, el traje formaba una V negra. En el ojo, se repitió. Tu hermana en Cristo.
Bajó las tablas. —¿Qué llevas puesto?—, preguntó con curiosidad.
—Eh... mi traje de baño—, afirmó.
—Hoy todos llevamos trajes de baño del colegio. Estamos practicando natación competitiva, no surfeando—, bromeó. —¿No pediste uno el viernes?—
—¿Qué quieres decir?—
—Pasé una hoja para que cada uno pudiera solicitar su talla—, dijo.
—¿Qué? ¿Cuándo?—
Ella se encogió de hombros con inocencia. —¿En clase? Estabas ahí—, recordó el viernes. Fue el primero en llegar y el último en irse. Solo fue al baño una vez...
—Uh, no, no lo estaba.—
—Hm—, pronunció ella.
—Bueno, ¿cuándo se suponía que íbamos a conseguirlos?—
Están repartiendo trajes, gafas y gorras en la oficina de la piscina. Seguro que todo el mundo los está recogiendo ahora mismo. ¡Más te vale ir a buscarlos! —sonrió. Él saltó de la piscina—. ¡No corras! —le gritó.
Caminó rápido hacia el vestuario, se puso la camiseta de gimnasia y corrió a la oficina. Había una fila de estudiantes que terminaba en la puerta de la oficina; parecía ser el último en llegar. Las chicas recibían trajes negros de estilo olímpico, con la espalda descubierta y perneras medianas; los trajes de los chicos eran de licra azul y les llegaban por encima de la rodilla, como calzoncillos tipo bóxer. ¡Caramba!, pensó. Eso es... revelador.
Después de unos tres minutos, llegó a la ventana de la oficina. La señorita Grainger trabajaba en la oficina, con gafas de señora mayores colgadas del cuello con una cadena, una blusa gris, unos Dickey azules y un lápiz detrás de la oreja. Estaba sentada junto a la ventana, con un portapapeles en la mano.
—Nombre—, ladró.
—Jacob Packert.—
Estudió la lista. —No veo a ningún Packert—.
—No llené la hoja—, dijo.
—Hmph—, murmuró—. ¿Tamaño?—
—Eh, 32 de cintura.—
—Espera—, dijo ella, y se levantó, se metió detrás de la ventana, perdiéndose de vista. Oyó el sonido de cajas de cartón al ser lanzadas. Regresó un momento después, con lo que parecía un trapo de cocina. Lo levantó: era un traje antiguo, amarillo brillante, cortado como ropa interior pequeña, sin piernas, hasta la entrepierna.
Parecía horrorizado. —¿Qué es esto?—, preguntó.
—Un Speedo—, comentó sin rodeos.
—¿Y qué pasa con los otros trajes?—
—No los tenemos en 32—, respondió con fastidio.
—Bueno, entonces dame un 33.—
—No nos queda nada más grande que el 28—, dijo. Él pensó un segundo. Eso no iba a funcionar. Miró la etiqueta del interior. —Oye, aquí dice que es el 31—.
Se los quitó y se puso las gafas. —Así es—, dijo. —Lo único más grande que un 28—. No supo qué responder. —Toma, toma tus gafas—.
—Gracias—, murmuró. Tomó el equipo y caminó lentamente hacia el vestuario, intentando contener la ira. —Porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios—, se dijo en voz alta. Deberían haberle dicho, sí. Deberían haberle permitido estar preparado. No debería tener que usar el traje de baño más modesto delante de todos los chicos y chicas de su clase. Pero había sucedido. Tenía que afrontarlo con la mayor honestidad posible. Fue un error involuntario, pensó. La Sra. Bandy no intentaba humillarlo intencionadamente, aunque esto se estaba convirtiendo en una costumbre. No podía quererlo. De hecho, estaba seguro de que, dadas las circunstancias, le permitiría usar su traje de baño hoy, siempre que pudiera encargar el traje adecuado para mañana.
Regresó a la piscina mientras los demás se cambiaban, con el traje amarillo en la mano, y se acercó a la Sra. Bandy. —¡Qué bien! ¡Te ganaste uno!—, dijo.
—Sí, no va a funcionar—, respondió.
Ella frunció el ceño. —¿Por qué no?—
Él lo levantó. —¿Ajá?—, preguntó ella, confundida.
—O sea, míralos—, dijo, como si fuera obvio. —No puedo usarlos. ¡Todos los demás tienen trajes con piernas! ¡Además, son una talla más pequeños!—
Ella sonrió con suficiencia, puso los ojos en blanco y negó con la cabeza, como para enfatizar lo irracional que estaba siendo. —Se estirarán. Además, ¿qué crees que usaban los estudiantes antes de los nuevos? Esos eran los que usaban los chicos cuando yo iba al colegio. Esos estarán bien.—
—No están bien—, dijo. —Hoy puedo ponerme solo el bañador—.
—Eh, no puedes—, dijo. —Esto es natación de competición. Ponte el otro—.
La fulminó con la mirada. Nunca había estado tan enojado con nadie en mucho tiempo. La odiaba. Ella le devolvió la mirada, con incredulidad.
—¿Me estás desobedeciendo ahora mismo?— Él se rindió y bajó la mirada. Nunca desobedecía a una figura autoritaria. Ella también parecía muy enfadada. Dolía.
—No—, dijo con tristeza.
Ella se mantuvo firme. —Bien. Ahora cámbiate. Ahora.—
Cuando Jacob entró al vestuario, los demás chicos ya salían, y para cuando llegó a los bancos, el último ya se había ido. Estaba solo, al menos por ahora. Aun así, se envolvió la toalla alrededor de la cintura, por si alguien entraba, y se quitó el bañador rojo. Cogió el bañador amarillo y metió una pierna. La otra pierna le costó un poco, y dio algunos saltos; al subirse los pantalones hasta las nalgas, empezaron a enrollarse. Consiguió enderezarlos, se los puso por encima del trasero y luego los levantó por detrás. Le apretaban mucho; se los subió todo lo que pudo. Se quitó la toalla y se acercó al espejo.
—¡Ni hablar!—, exclamó. Era una pesadilla. Parecía prácticamente desnudo. Podía distinguir la forma completa de su pene, y el color amarillo casi combinaba con su tono de piel. Su trasero estaba apretado dentro del Speedo, prácticamente reventándose. ¿Cómo podía salir así? Aunque si no lo hacía, estaría desobedeciendo directamente a una profesora, y a la Sra. Bandy, además. Tendría que ir a la directora. ¡Podrían llamar a sus padres! Cualquiera de esas opciones le parecía impensable.
De repente supo qué hacer: ir a la piscina con la toalla puesta, meterse en ella rápidamente y salir el último. Era la mejor opción. Tomó las gafas, se envolvió de nuevo con la toalla y salió.
Los niños ya estaban en el agua, haciendo largos. «Genial, yo también llego tarde», pensó. La Sra. Bandy estaba de pie junto a la piscina, entrenando a los nadadores y gritándoles palabras de aliento. —¡Patea, Meagan, patea mientras nadas! ¡Bien, Sammy, te ves bien! ¡Respira, respira! ¡Última, vamos, Meg! ¡Patea! ¡Bien, y para! ¡Buen trabajo a todos! ¡Eh, Packert! ¡Toallas en las gradas, y date prisa! ¡Lo estás pasando genial!—