Tomo del brazo a Marco, aferrándome a él como a un ancla en la tormenta, y caminamos hacia la entrada de la carpa. La música, un Ave Maria inquietantemente hermoso, se hace presente. Las cabezas se giran al unísono. Veo caras conocidas: capos ancianos con miradas de hielo, mujeres elegantísimas cuyas sonrisas no alcanzan sus ojos, jóvenes herederos que me observan con una mezcla de lujuria y respeto. Y desconocidos, muchos desconocidos, todos con el aura de poder y peligro que define nuestro mundo.
En el altar, bajo un arco de flores blancas y negras, está Stefan. Me da la espalda, respetando la tradición absurda con una rigidez que delata su tensión. Pero no puede resistirse. Se gira.
Nuestras miradas se encuentran a través del pasillo abarrotado, y el mundo se detiene.
Es como si el aire fuera succionado de la carpa. Sus ojos, del color de una tormenta en el Báltico, me recorren de arriba abajo, absorbiendo cada detalle del vestido, del velo, de mis labios rojos. Es una mirada de posesión absoluta, de asombro voraz y de un deseo tan intenso que casi puedo sentirlo físicamente. Luego, su mirada se desvía hacia Marco, hacia mi brazo enlazado con el de él, y la temperatura desciende diez grados. La paz se rompe, sustituida por una cólera glacial que tensa su mandíbula. Avanza hacia nosotros con la elegancia letal de un depredador.
—Ya puedes soltarla, — dice, su voz un susurro cargado de una amenaza que hace que varios invitados se estremezcan. —Ahora. Largo. —
—Sabes perfectamente que mi lugar está junto a Vittoria, — replica Marco, sin ceder un centímetro, aunque suelta mi brazo.
Stefan no le responde. En su lugar, me toma de la mano con una fuerza que no disimula, entrelazando sus dedos con los míos en un gesto que es tanto un claim como un acto de dominio. Me separa de Marco con un suave pero firme tirón.
—Tu lugar, — escupe Stefan, cada palabra una gota de hielo venenoso, —es cuidarla cuando YO no esté a su lado. ¿Queda claro?" —El énfasis en "yo" es un latigazo. Su forma de hacer hincapié en que seré su mujer es un sueño y una pesadilla hechos realidad.
—Será mejor que… que vayamos, — tartamudeo, sintiendo la tensión que emana de ambos hombres como calor de un incendio.
Stefan me lanza una mirada breve, y en sus ojos veo la tempestad que intenta contener. Me guía con firmeza hacia el altar, donde el juez, un hombre de edad y aspecto severo, aguarda con una biblia negra en las manos.
Pensé que Stefan usaría la máscara de cuero que a veces emplea para ocultar la cicatriz que le surca el rostro, un recordatorio físico de un pasado que aún no me ha contado. Pero no. Está aquí, expuesto, vulnerable y feroz al mismo tiempo. Su traje, de un n***o azabache, está impecablemente cortado, acentuando sus hombros anchos y su figura poderosa. Su cabello blanco, usualmente desordenado, está peinado con precisión. Se ha afeitado la barba, revelando la línea fuerte de su mandíbula y la severidad de su boca. Está… devastadoramente encantador. Y completamente fuera de sí.
El juez comienza a hablar, palabras sobre amor, honor y obediencia que suenan huecas y grotescas en este contexto. Son votos para un mundo normal, no para este contrato de sangre y poder que estamos firmando. Mi mente vaga, pero se centra de nuevo cuando llega el momento de los anillos.
Cassandra se acerca con un cofre de terciopelo n***o. Lo abro. En su interior, sobre un lecho de seda, descansa una banda de oro blanco, ancha y pesada, con runas nórdicas grabadas en su superficie. No es un anillo cualquiera; es un sello, un símbolo de su linaje. Tomo su mano, notando las cicatrices y la fuerza que encierran, y deslizo el metal frío en su dedo. Es como engarzarlo con una parte de su propia armadura.
Mario hace lo mismo con Stefan, entregándole otro cofre. Stefan saca el anillo. Es una joya intimidante. Una banda de platino con un diamante talla esmeralda central, tan grande y claro que parece contener un trozo de hielo eterno. Flanqueándolo, como garras protectoras, hay baguettes de diamantes más pequeños. No es un anillo de compromiso. Es una corona. Una jaula. Toma mi mano con una solemnidad que me eriza la piel. Su tacto es electrizante. Desliza el anillo por mi dedo. Ahora hay dos. El suyo, que lo marca como mío. El mío, que me marca como suya.
—Con este anillo, — dice su voz, grave y resonante, llenando el silencio absoluto que se ha creado, — Te hago mi mujer. Mi esposa. La señora Volkov. Aquí, frente a Dios y frente a esta familia, se ha sellado un pacto. No de amor, sino de tinta… y de sangre. —
Sus palabras no son un juramento de amor, sino una declaración de guerra al mundo que nos rodea. Antes de que el juez pueda darle permiso, se inclina y captura mis labios.
No es un beso. Es una consumación. Una toma de posesión. Sus labios son firmes, exigentes, saboreando el rojo carmín de los míos como si bebiera de mi esencia misma. No hay dulzura, solo una urgencia feroz, una necesidad de sellar su promesa de la manera más primal posible. Aplausos cortados, forzados, estallan a nuestro alrededor, un sonido que parece llegar desde muy lejos. Finalmente, el pacto está sellado.
Las firmas en los registros civiles y eclesiásticos son un trámite rápido. Pero luego Marco se acerca con otra carpeta. "El acuerdo de familias," dice, su voz neutra. Stefan asiente con la cabeza, un gesto de respeto forzado hacia la astucia de Marco. Siempre hay que proteger a la princesa, incluso de su propio esposo. Firmamos. Mi nombre, por última vez, Vittoria Bonnano. Y luego, con un trazo firme, Vittoria Volkov.