Stefan
El aire en el gimnasio olía a sudor, cuero viejo y determinación. El eco de los golpes contra el saco pesado aún resonaba en mis oídos, un ritmo mecánico que intentaba imponer orden al caos que bullía dentro de mí. Ella estaba allí, al otro lado del tatami, ajustándose las vendas en las manos con una concentración que era casi ofensiva. Cada movimiento suyo, fluido y preciso, era un recordatorio de su habilidad, de su disciplina implacable. Y de lo peligrosamente cerca que estaba. Un destello de sudor le recorrió la sien, dibujando una línea plateada sobre su piel. Sus labios, ligeramente entreabiertos por el esfuerzo, adquirían en ese momento una sensualidad que me resultaba físicamente dolorosa. Me faltaba la respiración. Una oleada de deseo tan brutal como irracional me golpeó, naciendo de las entrañas y ascendiendo como lava. Dios, cómo deseaba… La imagen, prohibida y abrasadora, se impuso con fuerza salvaje: desearía que esos labios tan sensuales estuvieran sobre mí, recorriendo mi piel, descendiendo…
—¡NO! El grito fue interno, un estallido de pánico y vergüenza que hizo que mis puños se cerraran hasta que los nudillos palidecieron. Con un esfuerzo titánico, me quité la idea de la cabeza, arrancándola como una garrapata venenosa. ¿En qué demonios estaba pensando? Levantó la mirada entonces, como si hubiera sentido el peso de la mía. Sus ojos —un color indefinible entre el ámbar y el bosque profundo— me encontraron. Me miraba con esos ojos tan penetrantes, tan… llenos de una inteligencia que desarmaba. En ellos no había invitación, solo la serena evaluación de una oponente. O quizás de un obstáculo. Pero en mi demencia, alimentada por la adrenalina residual del combate y la fiebre que empezaba a roer mis sentidos desde la herida, leí algo más. Algo que no estaba allí. Desearía poder besarla. No un beso tierno, sino uno feroz, posesivo, un cataclismo de boca y lengua que borrara toda cautela. Probar esos labios, sentir su textura, su sabor a esfuerzo y sal. Hacerle saber, con ese contacto brutal, que me tenía jodidamente perdido, que su mera presencia desbarataba cualquier pretensión de control que yo pudiera fingir. No. La negación fue un latigazo, un bofetón de realidad. ¿Perdido? ¡Estaba completamente desquiciado! Me quité esa idea de nuevo, esta vez con más violencia, como si estuviera apagando un fuego que amenazaba con consumirme. ¿Qué demonios me pasaba? ¿Era la fiebre de la infección que se filtraba por mi costado, nublando mi juicio? ¿O era simplemente ella, esa fuerza de la naturaleza envuelta en sudor y lycra, que desafiaba cada uno de mis supuestos sobre la fuerza y la vulnerabilidad? No estoy pensando claramente, admití para mis adentros, la voz interna cargada de autodesprecio. Estoy pensando con la polla, de nuevo. La crudeza del pensamiento me avergonzó aún más, pero era la verdad desnuda y brutal. La misma verdad que me había metido en problemas incontables veces. La atracción física, pura y primaria, había secuestrado mi corteza prefrontal, reduciéndome a un conjunto de impulsos básicos y peligrosos. Era una traición a mí mismo, a mi entrenamiento, y sobre todo, a la profesionalidad que debía reinar en ese espacio sagrado del dojo. Ella no estaba aquí para eso. Nadie estaba aquí para eso. El silencio se había vuelto denso, cargado. Mis pensamientos resonaban demasiado alto en mi propio cráneo. Necesitaba romperlo, volver a un terreno seguro, al lenguaje del esfuerzo y el sudor donde las palabras sobraban y los malentendidos se disipaban con un movimiento bien ejecutado.
— Sigamos entrenando — dije, y mi voz sonó ronca, rasposa, como si llevara años sin usarla.
Intenté infundirle una normalidad que no sentía. Un mando, no una súplica. Ella asintió, breve y eficiente, sin rastro de la tormenta que acababa de sacudirme. Se colocó en guardia, su postura impecable, sus pies bien arraigados al suelo. La chica era demasiado buena. No era solo fuerza bruta o velocidad; era inteligencia aplicada al combate. Leía los movimientos, anticipaba, adaptaba. Poseía una gran habilidad, refinada con una disciplina que yo, en mis mejores días, apenas podía emular. Y lo más impresionante: no se rendía. Jamás. Por dura que fuera la técnica, por mucho que la presionara, siempre encontraba una rendija, un resquicio para contragolpear, para aprender, para levantarse. Su resistencia era tanto física como mental, un acero templado en la adversidad. Y yo… seguía siendo demasiado duro con ella. Lo sabía. Era una crítica constante que me hacía a mí mismo, pero que no lograba corregir. ¿Era porque su talento innato me irritaba? ¿Por qué su persistente mejora era un espejo incómodo de mis propias limitaciones? ¿O porque, en algún rincón oscuro de mi mente, creía que empujándola al límite —gritando una corrección, exigiendo una repetición más, bloqueando con una fuerza que rozaba lo excesivo— podría mantener a raya esa otra atracción, más peligrosa, convirtiendo la tensión s****l en tensión combativa? Era una estrategia ruin y contraproducente. Cada golpe mío más fuerte de lo necesario, cada agarre que se prolongaba un segundo más de lo estrictamente técnico, era un fracaso de mi autocontrol, una pequeña rendición al caos que ella despertaba en mí sin siquiera intentarlo. Fue entonces cuando comenzó a dolerme la herida. Un pinchazo agudo, traicionero, justo debajo de las costillas, en el lado izquierdo. No fue un dolor nuevo; era una vieja conocida, una cicatriz mal cerrada de un encuentro demasiado cercano con una navaja semanas atrás. Había reabierto en un entrenamiento anterior, y desde entonces era una espina clavada, una debilidad que me recordaba mi mortalidad. Joder. El dolor se intensificó, punzante, como si alguien me estuviera retorciendo un cuchillo oxidado en las entrañas. Un sudor frío, diferente al del esfuerzo, perló mi frente. Detesto cuando algo así interrumpe el entrenamiento. Era una intrusión, una vulnerabilidad expuesta en el peor momento posible. Rompía el flujo, el ritmo necesario, la ilusión de invencibilidad que tanto necesitábamos cultivar en este oficio. Pero también era momento de los putos medicamentos. La rutina odiosa. Los antibióticos que sabían a tiza y fracaso, los analgésicos que empañaban los sentidos casi tanto como la fiebre. Una cadena farmacológica que me ataba a la debilidad, que me recordaba que no estaba en plena forma, que mi cuerpo era un campo de batalla aún sin limpiar. Había pospuesto la dosis, como siempre, intentando exprimir unos minutos más de normalidad, de dureza fingida. El dolor ahora era un recordatorio implacable: no podía ignorarlo. Intenté disimular, enderezándome con un esfuerzo que esperaba pareciera natural. Aparté la mirada de ella, fijándola en un punto lejano de la pared, donde un poster descolorido de un antiguo campeón sonreía con una seguridad que ahora me parecía obscena. Respiré hondo, tratando de dominar el espasmo, de que el dolor no se reflejara en mi rostro. Pero fue inútil. Un leve tic en la comisura de mis labios, un parpadeo demasiado rápido, debieron delatarme. Sentí, más que vi, que ella bajaba la guardia, su atención aguda cambiando del combate a mí.
— ¿Stefan?
Su voz, normalmente serena y firme en el tatami, tenía ahora un tono de preocupación genuina que me atravesó más profundamente que cualquier golpe. Era la última cosa que quería: su compasión. Su mirada escudriñadora se posó en mi costado, donde inconscientemente había llevado una mano para presionar el punto del dolor. La vergüenza se mezcló con la rabia y la frustración. Vergüenza por mi debilidad expuesta, rabia contra la herida, contra mi cuerpo traidor, contra la situación imposible. Frustración por haber roto el hechizo del entrenamiento, por haber permitido que esto —el dolor, la necesidad, la vulnerabilidad— entrara en nuestro espacio.
— ¡Mierda! — La palabra escapó de mis labios en un susurro ronco, cargado de toda la furia impotente que hervía dentro de mí.
No iba dirigida a ella, sino a la circunstancia, a la maldita herida, a mis propios pensamientos incontrolables, a la atracción imposible que complicaba todo. Fue la única palabra honesta que pude articular. Un resumen perfecto del desastre en que me estaba convirtiendo. El sudor frío se extendía por mi espalda mientras el ardor en el costado crecía, amenazando con derribarme. Frente a mí, sus ojos, ahora llenos de una pregunta silenciosa y alarmada, eran el espejo de todo lo que estaba perdiendo: el control, la distancia, el respeto, y quizás, algo más que ni siquiera me atrevía a nombrar. El gimnasio, antes un refugio de esfuerzo claro, se estrechaba a mi alrededor, convirtiéndose en una celda de deseos prohibidos, dolor punzante y una certeza aterradora: estaba al borde del precipicio, y una sola mirada suya podría ser el empujón definitivo.