La puerta de mi apartamento se cerró con un chasquido sordo que resonó en la penumbra como un punto final. Antes de que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, las manos de Adán ya recorrían mi espalda con una urgencia que no le recordaba. Este no era el hombre metódico que planificaba cada caricia como un movimiento de ajedrez; era un extraño poseído por una fiebre que me intrigaba y repelía por igual.
—Seremos mejores que antes —murmuró contra mi cuello, mientras su boca trazaba un camino húmedo hacia el escote—. Volveremos a la cima de nuestro mundo.
Permití que mis dedos se enredaran en su cabello, pero mi sonrisa se ocultó en la sombra. ¿Nuestro mundo?, pensé con ironía. El mundo que construí sobre las ruinas que dejaste. Mientras ayudaba a quitarle el saco —arrojándolo sobre el sillón como un estorbo—, una parte de mí observaba la escena desde lejos: la viuda negra tejiendo su red con hilos de nostalgia falsa.
Su pecho, ahora tonificado como en sus años de nadador, palpitaba bajo mis palmas. Las cicatrices que el tiempo y el estrés habían grabado en su piel eran mapas de batallas que yo no había compartido. Sus manos, por su parte, trabajaban el cierre de mi vestido con una destreza renovada. La seda cayó a mis pies como una segunda piel abandonada.
—Eres tan hermosa —susurró, y por un instante creí detectar un temblor genuino en su voz—. Serás mi prioridad ahora.
Callé la carcajada que me abrasaba la garganta. En lugar de eso, arqueé la espalda cuando sus labios encontraron mis pezones, mordiéndome el labio hasta sentir el sabor metálico de la sangre. Disfruta el espectáculo, me ordené. Esta es tu obra maestra de venganza: hacerlo creer que el fuego aún arde.
Nos desplazamos al sillón, un mueble de cuero blanco que había elegido precisamente por su frialdad. Sus caricias eran más insistentes ahora, más demandantes. Cuando desabroché su pantalón, lo hizo con una torpeza que delataba su desesperación.
—Vamos a la cama —supliqué, fingiendo un jadeo—. Por favor.
Alzarme en sus brazos fue un cálculo preciso: mis piernas se cerraron alrededor de su cintura como una trampa. En el dormitorio, la luz de la luna filtraba por las cortinas de gasa, proyectando sombras danzantes sobre las sábanas de satín. Al dejar caer mi tanga, sus dedos temblaron levemente. Interesante, anoté mentalmente. El gran Adán Celiav puede sentir nerviosismo.
Estiré el brazo hacia el cajón de la mesilla, pero él interceptó mi movimiento.
—¿Es necesario? —preguntó, con una ceja arqueada que pretendía seducción.
—Siempre —respondí, entregándole el condón con una sonrisa que no llegaba a mis ojos—. Las reglas han cambiado, cariño.
La penetración fue un shock. Un golpe seco que me arrancó un gemido ahogado. Su cuerpo, familiar y a la vez ajeno, se movía con una violencia que no esperaba. Cada embestida era una pregunta, cada respiración entrecortada una súplica.
—Dime que podremos empezar de nuevo —jadeó, clavando las uñas en mis caderas—. Dímelo, Ana.
—No lo sé —mentí, dejando que mi voz sonara quebrada—. Solo… disfrutemos esto.
—¡Joder! —gruñó, saliendo de mí de repente—. Lo harás decir.
El siguiente empuje fue brutal, deliberado. Un castigo y una promesa. Y entonces, contra toda lógica, mi cuerpo traicionó a mi mente. El orgasmo estalló como una ola de lava, arrasando con mi cálculo frío. Grité su nombre, mis uñas marcando surros en su espalda mientras el mundo se desvanecía en blanco.
Al recobrar el aliento, la culpa ya esperaba agazapada. Adán dormía a mi lado, una sonrisa satisfecha en sus labios. Yo contemplaba el techo, sintiendo cómo las gotas de sudor se enfriaban sobre mi piel como lágrimas ajenas.
La vibración del celular cortó el silencio. Un mensaje de Xavier:
«Me encanta ser el tercero en discordia. O ¿el cuarto? Dime a qué juego jugamos.»
Mi respuesta fue un susurro de teclas bajo las sábanas:
«El mismo que jugó el estafador cuando pensó que podría engañar a la mujer equivocada.»
Al cerrar los ojos, la sonrisa que dibujé no era de triunfo, sino de reconocimiento. En este tablero de apariencias, todos éramos piezas moviéndose en la oscuridad. Y yo, al fin, había aprendido a jugar sin necesidad de luz.