Un mes había transcurrido desde aquel brunch envenenado con Xavier Méndez. Un mes durante el cual sus facciones —el ángulo perfecto de su mandíbula, la sonrisa que prometía pecados sin arrepentimiento— se habían grabado a fuego en mi insomnio. Durante siete días, permití que el recuerdo de sus manos, de su voz, de esa electricidad que surgía donde su piel encontraba la mía, envenenara mi rutina. Luego, con la furia fría de quien extirpa un tumor, bloqué ese pensamiento. No podía permitir que un hombre —por fascinante que fuera— descarrilara la meticulosa reconstrucción de mi vida.
Me sumergí en el trabajo: diseños de mi nueva clínica de rejuvenecimiento, fórmulas de cosméticos que prometían borrar no solo arrugas, sino también memorias. Elegí un local amplio, de líneas limpias y aire ejecutivo, un santuario donde solo reinarían la ciencia y mi voluntad. Pero las tardes pertenecían a Aura.
El club respiraba con el espíritu de mi abuela. Había mandado restaurar las salas, preservando cada detalle que ella amó: los sillones de cuero que susurraban secretos centenarios, las lámparas de cristal que proyectaban sombras danzantes. A veces, me sentaba en el rincón más oscuro y imaginaba a esa mujer formidable —la misma que me enseñó a jugar póker con naipes marcados— disfrutando de la compañía de hombres pagados por hacerla sentir viva. ¿Tuvo amantes? ¿Soñó con otros mientras su esposo yacía frío en su tumba? La idea me sacudió: quizás nunca estuvo sola.
—Tenemos reservaciones hasta dentro de ocho meses —informó Hugo, su tableta brillando como un oráculo moderno.
—Buena noticia —asentí, sintiendo un regusto a triunfo. Las invitaciones de terciopelo rojo habían surtido efecto.
—¿Está en la lista el señor Celiav?
Sus dedos deslizaron la pantalla. El silencio se extendió unos segundos de más, y supe la respuesta antes de que hablara.
—Sí. Confirmó su asistencia para la reapertura.
Un vuelco en el estómago, rápido y amargo. No era sorpresa; lo había planeado. Pero oír su nombre aún encendía alarmas en mi sangre.
—Bien —dije, y la palabra sonó a sentencia.
Al día siguiente, salí de la reunión con la farmacéutica con un acuerdo firmado. Mi línea de productos —Renatus— nacería en paralelo a la clínica. Todo mío, sin deudas ni sombras de apellidos prestados. Marqué a mis padres. La voz de mi padre —ya sin el cansancio que le imprimió el cáncer fingido— me llenó de un alivio agridulce. Mi madre, en cambio, reprochó una vez más mi negativa a perdonar.
—Serías una madre espectacular —insistió, y la imagen de Sofía —esa niña con mis hoyuelos y los ojos de su padre— atravesó mi mente como un cuchillo. Criar a la hija de mi enemiga… ¿Era absurdo? ¿Trágico? ¿O justicia poética? Los tribunales serían un infierno para la pequeña. Y yo… yo ya estaba en el mío.
Tres horas después, me observaba en el espejo. El vestido rojo —un Valentino de seda cruda— era un derrame de sangre sobre mi piel. Los tirantes, delgados como amenazas, acentuaban la curva de mis hombros, la palidez porcelanizada de mi espalda. Los tacones de aguja, mis armas mortales, añadían centímetros a mi altura y a mi arrogancia.
Aura era un sueño febril aquella noche. Orquídeas negras y rojas —traídas de invernaderos privados en Holanda— se enredaban en columnas y cornisas. El personal, enmascarado y silencioso, se movía como sombras elegantes. Todos habían firmado cláusulas de confidencialidad draconianas: lo que ocurriera entre esas paredes quedaría enterrado allí. Aura no se hacía responsable de corazones rotos… ni de venganzas satisfechas.
Hugo me presentó los últimos detalles. Los acompañantes —sin máscaras ahora, sus rostros expuestos como obras de arte— esperaban en posición. No eran meros ornamentos; eran cómplices.
La noche fluyó entre champaña y murmullos. Say My Name de David Guetta latía en los altavoces. Yo bailaba, la copa en mano, dejando que el ritmo me poseyera. Y entonces, lo vi.
En el marco de la puerta, Adán Celiav observaba el espectáculo con ojos que habían envejecido una década en siete años. Su traje —un Brioni impecable— no podía ocultar la tensión en sus hombros. Avanzó hacia mí, y el mundo se redujo a su voz.
—Los años en ti jamás pasaron —murmuró, su mano deslizándose por mi brazo desnudo. Un contacto que antes fuera familiar, ahora era una invasión—. Eres incluso más hermosa de lo que recordaba.
—Las brujas no envejecemos —sonreí, afilando cada palabra—. Ese es mi secreto.
Me alejé, sabiendo que me seguiría. Su sonrisa —esa que una vez me hiciera creer en hadas— era ahora una grieta en su máscara. Tan ensimismada estaba en mi papel que no vi la figura detrás de mí. Choqué contra un pecho firme, y un aroma a sándalo y peligro me envolvió.
—Joder, cariño —la voz de Xavier Méndez cortó el aire como un diamante—. Te dije que mi pecho es un imán para mujeres irresistibles. Y aquí estás… de nuevo.
Intenté apartarme, pero sus dedos cerraron alrededor de mi muñeca. Antes de que pudiera reaccionar, me quitó la copa y acercó su rostro al mío. Su mirada era un desafío, una pregunta, una promesa.
Y entonces, me besó.
No fue un beso suave o persuasivo. Fue una conquista. Sus labios reclamaron los míos con una urgencia que desarmó todas mis defensas. Mi mente gritaba, recordándome el odio, la traición, los años de dolor… pero mi cuerpo respondió con una ferocidad que me aterró. Mis manos se aferraron a su chaqueta, tirando de él hacia mí mientras el mundo estallaba en colores cegadores.
Sabía que era un error. Sabía que ese hombre era tan peligroso como Adán… quizás más. Pero en ese instante, entre el perfume de las orquídeas y el eco de la música, solo pude rendirme al fuego que siempre supe que acabaría conmigo.