El mensaje de Adán resonó en mi mente como un eco envenenado durante el resto del día. Le pedí a Xavier que regresáramos de inmediato, inventando una junta urgente que solo existía en mi imaginación. En el trayecto, forcejé por mantener una sonrisa neutral, aunque cada fibra de mi cuerpo gritaba de frustración y duda.
¿Era todo una trampa de Adán? ¿Una jugada desesperada para sembrar cizaña? Agradecí a Xavier el paseo con una frialdad calculada, deslizándome fuera del coche con la agilidad de una sombra. Una vez dentro de mi apartamento, pedí comida a domicilio —sushi, siempre sushi— y abrí mi laptop con dedos temblorosos.
Xavier Méndez. Tecleé su nombre como si estuviera desactivando una bomba. La pantalla se inundó de imágenes: el modelo perfecto, el accionista astuto, el hombre que desfilaba por alfombras rojas con una sonrisa que valía millones. Nada parecía fuera de lugar: chismes de revistas, romances fugaces, el escándalo con la modelo milanesa que todos habían olvidado. Nada siniestro. Nada real.
El timbre sonó. Era el repartidor, y yo pagué con billetes que parecían arder en mis manos. Mientras desempacaba los rolls de salmón, marqué a Cindy.
—¿Qué sabes de Xavier Méndez? —pregunté, sin preámbulos.
—Aparte de que es un dios griego tallado por ángeles ebrios —respondió, con la voz teñida de ensoñación—, que daría mi riñón izquierdo por abrazarlo… ¿Por qué la pregunta?
—Necesito información. Algo que no esté en Google.
—¿Desconfías de él? —su tono se volvió serio—. Ana, es un hombre público. Si escondiera algo, ya lo habrían destapado.
Colgué, no del todo convencida. Los días siguientes transcurrieron en un limbo de negativas. Rechacé cada invitación de Xavier, cada mensaje, cada llamado. Me refugié en Aura como una fiera herida, buscando en los brazos de extraños el olvido que anhelaba.
Encerrada en la sala de control, rodeada de pantallas que mostraban cada rincón del club, permití que uno de los acompañantes —un joven de ojos verdes y manos expertas— me pusiera contra la pared. Sus besos eran urgentes, demandantes. Mis dedos se enredaron en su cabello mientras él me alzaba el vestido, rompiendo la tela de mi tanga con un gesto brusco que me hizo gemir. El sonido del envoltorio del condón fue un chasquido obsceno en la penumbra.
—Hazlo de una vez —ordené, con una voz que no reconocí.
Y lo hizo. Mi mente se vació de todo excepto de la sensación de sus manos en mi cintura, de sus labios en mi cuello. El mundo se redujo a jadeos y sudor, a la fricción del cuero contra mi piel descubierta.
—Más —supliqué, arqueándome contra él—. Más.
Mis gritos eran música perversa, una sinfonía de rendición. Cuando el orgasmo me golpeó, fue como ser devorada por un incendio. Intenso. Glorioso. Brutal.
Me separé de él con la frialdad de quien paga un servicio, limpiándome con una toalla de papel mientras él se ajustaba la ropa en silencio. Al salir del baño, ya se había esfumado. Perfecto.
Las horas pasaron entre estados de cuenta y facturas por pagar. El cansancio me rendía cuando, al llegar a mi departamento, las vi: una docena de rosas negras apoyadas contra la puerta. La tarjeta decía: «No he dejado de pensar en ti. —X.»
Las dejé allí, como un tributo abandonado.
—¿Así es como me rechazas? —la voz de Xavier cortó la quietud del pasillo—. Ana, ¿quieres explicarme qué pasa?
—No. Déjame en paz —abrí la puerta y la cerré de golpe, apoyándome contra la madera con el corazón al galope.
El celular vibró. Adán.
—No es el momento —espeté.
—Lo siento, solo quería…
—Te llamaré luego —corté, pero el daño estaba hecho.
Segundos después, un correo electrónico llegó a mi bandeja de entrada. «Información confidencial: Xavier Méndez». Sin pensarlo dos veces, abrí el archivo.
La vida de Xavier se desplegó ante mí: inversiones en paraísos fiscales, propiedades no declaradas, demandas por fraudes financieros resueltas misteriosamente a su favor. Y luego, la joya de la corona: un juicio por estafa en Madrid, enterrado bajo capas de sobornos y documentos falsos.
¿Por eso insistes tanto en ayudarme?, pensé, una sonrisa fría dibujándose en mis labios. Veamos quién juega mejor a este juego, señor Méndez.