El peso de los libros contables era una losa sobre mis hombros, pero cada cifra, cada firma, cada transacción confirmaba el genio perverso de mi abuela. Aura no era solo un club de acompañantes; era una telaraña de influencias donde ministros, empresarias y estrellas de cine venían a desnudar sus inseguridades. Hugo había enviado las invitaciones de la reapertura con discreción mortal. «No hay socios, señorita Montecarlo. Solo reglas suyas», dijo al deslizar la lista de invitados sobre el escritorio de caoba. Por primera vez en siete años, sonreí con auténtica malicia.
Recorrí los salones donde el terciopelo carmesí se fundía con espejos venecianos que distorsionaban la realidad. Imaginé a mujeres poderosas susurrando secretos a hombres pagados por escucharlas, sus risas tintineando entre copas de cristal tallado. Yo, que había enterrado mi vida sentimental bajo capas de cicatrices y demandas judiciales, sentí una punzada de envidia hacia su frivolidad.
La agenda me recordó el lanzamiento de Luminous, la nueva línea de cosméticos que prometía borrar el tiempo como yo borré a los Celiav. Reservé una suite en el Four Seasons —mi habitual refugio en la ciudad— y elegí un vestido n***o de cuero que era a la vez armadura y provocación.
La fiesta bullía bajo las lámparas de cristal del Museo Soumaya. Periodistas, influencers y cirujanos plásticos codiciaban las muestras gratis como buitres sobre carroña. Avancé entre sonrisas falsas y besos que no tocaban mejillas, esquivando preguntas sobre mi desaparición. «¿El secreto de tu piel, Ana?», preguntó una editora de Vogue. «Odio bien administrado», respondí, bebiendo champagne que sabía a victoria agria.
Fue entonces cuando tropecé con una pared de músculo y aroma a sándalo. El champagne manchó su camisa blanca como un pecado convencional.
—Perdón —murmuré, sin alzar la vista.
—Mi pecho parece imán para mujeres deslumbrantes —su voz era un susurro de seda sobre acero.
Patético, pensé, reconociendo el pickup line barato. Al fin alcé la mirada y el mundo se detuvo. Xavier Méndez. El bad boy de portadas de revistas, el que vendía fantasías con una sonrisa que valía millones. Su fama le precedía: amantes en tres continentes, escándalos con herederas, y ese don para escurrirse de compromisos como mercurio entre dedos.
—Lo siento —dije, fría como un escalpelo—. No colecciono trofeos vacíos.
Me alejé, pero su risa me persiguió —una vibración grave que resonó en mis huesos. En la barra, pedí un whisky sin hielo mientras escaneaba la habitación. Hombres guapos, poderosos, aburridos. Ninguno merecía ni cinco minutos de mi atención. Hasta que él apareció de nuevo, deslizándose junto a mí como un tigre en jungla de corbatas.
—¿Un trago? —ofreció, sus dedos rozando la copa que el barman deslizó hacia mí.
Lo ignoré, pero mi piel recordó el contacto. Cuando giré, su mirada me atravesó —ojos color ámbar que parecían ver las grietas bajo mi máscara.
—No —respondí, pero mi voz sonó menos firme de lo planeado.
—Sabes quién soy —sonrió, inclinándose hasta que su aliento calentó mi oído—. Pero yo solo veo a una mujer que esconde cicatrices bajo ese vestido que grita «tóquenme y mueran».
Cada palabra era un dardo envenenado. Saqué mi tarjeta de negocios —Dra. Ana Montecarlo, Cirugía Estética & Reconstrucción— y se la deslicé en el bolsillo de su chaleco.
—Si me disculpas, tengo gente que importuna menos que tú.
Al levantarme, su mano cerró sobre mi muñeca. El calor fue un shock eléctrico. Miré nuestras pieles unidas —su bronceado oscuro contra mi palidez de quirófano— y por un instante absurdo, imaginé cómo se sentiría ese tacto en otras partes de mi cuerpo.
—¿Qué pasa? —desafió, su pulso acelerado contra el mío—. ¿Te pongo nerviosa?
—Sí —confesé, atónita por mi propia vulnerabilidad. Luego rectifiqué, recuperando la armadura—: No. No eres un hombre que esté a mi altura.
Me liberé, pero su aroma a tormenta y ambición me siguió. Entre la multitud, sentí su mirada grabándome la espalda. Al volverme, lo vi alzar su copa en un brindis mudo, su sonrisa diciendo «esto no ha terminado».
Fue entonces cuando Hugo apareció a mi lado, susurrándome lo que mi instinto ya sabía:
—Xavier Méndez no está en la lista de invitados. Y acabo de confirmar algo curioso: su representante dice que está grabando un comercial en Tokio.
El champagne se convirtió en hielo en mi garganta. ¿Quién diablos era ese hombre? Y más importante: ¿por qué mentía?
La noche adquirió nuevos colores. Peligrosos. Seductores. Como ese brillo en los ojos de Xavier cuando, desde la distancia, deslizó su dedo sobre el filo de su copa en un gesto que prometía placer y venganza.
Y yo, que jamás retrocedía ante un desafío, permití que una sonrisa lenta curvara mis labios. Juguemos, entonces.