(Siete años después - Ciudad de México)
Los funerales siempre fueron cátedras de hipocresía. Aquellos que ahora sollozaban frente al féretro de ébano de mi abuela solo buscaban descifrar qué migaja de herencia caería en sus manos. Permanecí inmóvil junto a la columna de mármol, observando cómo las lágrimas falsas resbalaban sobre mejillas que jamás besaron sus arrugas con sinceridad. Bastardos, pensé, sabiendo que ella misma habría escupido sobre tan patético espectáculo.
La última vez que la visité fue bajo la lluvia, meses atrás, cuando las últimas piezas de mi venganza caían sobre los escombros de los Celiav. Mi padre —ese cómplice silencioso— había completado su tratamiento contra el cáncer fantasma, mientras los hospitales de su amado yerno se convertían en polvo. ¿Alegría? No. Era la satisfacción glacial de ver al verdugo arder en su propia hoguera. Mi madre suplicaba piedad por ellos, por su nieta. Reí en su cara con una crueldad que habría orgullecido a la mujer que ahora yacía en aquel ataúd.
—Abuela —murmuré mientras ajustaba el velo n***o que ocultaba mis cicatrices—, no sé qué demonios haré sin tu brújula de acero.
Cerré los ojos. Por un instante, creí sentir sus dedos arthríticos golpeando mi nuca: «¿Qué carajos haces llorando como puta en misa? ¿Crees que me fui para verte convertida en estatua de sal?». Su voz resonaba entre los jazmines del patio, donde hace una década me obligó a memorizar las cláusulas de herencia mientras yo soñaba con vestidos blancos y hombres de sonrisa fácil. «Viaja, estudia, hazte tan culta que ningún idiota te robe las palabras», ordenó cuando el mundo se desmoronó. Y obedecí: años de aviones, bibliotecas nocturnas y quirófanos de punta me convirtieron en la cirujana más cotizada y fantasmal del continente.
—Lamento tu pérdida, amiga —la voz de Cindy me devolvió a la capilla ardiente—. Era la última de los lobos.
—Gracias —abrí los ojos, secos como el desierto—. Ahora ¿qué diablos hago? Ella era mi único ancla.
—Vive. Así lo quería.
Vive. La palabra resonó hueca. Ana Valdés había muerto en aquella iglesia incendiada; Ana Montecarlo era un espectro que firmaba cheques y demandas. Nada de revistas, premios o entrevistas. Solo el silencio como armadura.
La vibración del celular cortó el ritual. Manuel, mi abogado, exigía presencia inmediata. El testamento se leería con los buitres aún presentes, precisamente como ella diseñó: para ver quién rompía la máscara primero.
En la oficina de caoba y legajos, Manuel esbozó el mapa de su fortuna: acciones, propiedades, sociedades fantasmas. Hasta que deslizó una llave bronceada sobre el escritorio.
—Hay un lugar llamado Aura —dijo—. Esta es la dirección.
—¿Aura? —la llave pesaba como un pecado—. ¿Un spa? ¿Un burdel?
—Tendrás que averiguarlo. Solo sigo instrucciones.
El edificio colonial en la Roma Norte parecía dormitar tras una puerta de roble macizo. El chirrido al abrirla me erizó la piel. Dentro, la luz ámbar acariciaba paredes de terciopelo rojo sanguíneo, lámparas de cristal cuyas gotas imitaban lágrimas solidificadas, y retratos de mujeres anónimas con sonrisas de sirena. El aire olía a brandy y secretos.
—¿Es un…?
—Club de acompañantes para mujeres —un hombre surgió de las sombras, traje impecable, manos que nunca sudaron—. Buenas tardes, señorita Montecarlo. Soy Hugo, su administrador.
—Acompañantes —repetí, la palabra sabía a caramelo envenenado—. Explíqueme sin eufemismos.
—Ellos se alquilan para cenas, eventos, conversación… Nada de servicios íntimos. La regla es hierro: nunca enamorarse. Si una cliente se encapricha, se le prohíbe el acceso.
Recorrí la sala principal: sillones de cuero que susurraban confesiones, una barra donde el whisky fluía como agua bendita, pianos que tocaban solos melodías de Cole Porter. Nada de habitaciones, espejos bidireccionales o ese olor a desinfectante que huele a culpa.
—Señorita —Hugo sonrió al ver mi escepticismo—. Esto no es un prostíbulo. Es un templo donde ellas vienen a sentirse vistas, no tocadas.
—Mi abuela —musité—. Ella…
—Era nuestra mayor benefactoras —entregó un sobre cerrado con sello de cera—. Sabía que pensaría en vender.
La letra temblorosa de la carta me atravesó:
Querida Ana:
Los hombres que amamos nos convirtieron en arquitectas de jaulas. Este lugar fue mi rebelión: aquí aprendí que el poder no está en ser amada, sino en elegir quién te merece incluso por una hora. Quédate. Juega. Quémate otra vez... pero ahora con tus propias cerillas.
PD: La habitación del fondo tiene algo que buscas desde hace siete años.
El corazón me golpeó las costillas. Siete años. Sofía. Adán. Los fantasmas volvían a ladrar.
—Hágame un inventario —ordené, guardando la carta—. Y traiga los libros de contabilidad.
Mientras Hugo se alejaba, deslicé la llave bronceada en la cerradura del sótano. El mecanismo cedió con un clic que sonó a destino.
Allí, entre archivos polvorientos, una cinta de seguridad etiquetada «Celiav - Último Movimiento» esperaba sobre un escritorio. La introduje en el reproductor.
La pantalla nevá mostraba a Adán, demacrado y ebrio, gritándole a una cámara invisible: «¡Dile a Ana que su hija nunca fue suya! ¡Lessa la concibió con mis esperma y óvulos de aquella criopreservación! ¡Solo queríamos tu ADN, no a ti!».
El suelo se inclinó. Óvulos robados. Ingeniería de rencor. Lessa no solo me quitó a mi hombre: me robó la biología, la maternidad, el derecho a elegir.
Al alzar la vista, el espejo del fondo reflejó a una mujer con ojos de incendio. La niña que una vez creyó en cuentos de hadas estaba muerta. La que sobrevivió, however, acababa de encontrar un nuevo juego.
—Hugo —llamé, voz de hielo—. Cambio la primera regla: ahora sí pueden enamorarse. Y quiero al mejor hombre para una cita... con el señor Celiav.
Sonreí al ver su estupor. La abuela tenía razón: algunos legados no son propiedades. Son trampas perfectas.