Habían pasado cuatro días completos sin saber nada el uno del otro. Ni un mensaje, ni un saludo perdido, ni un “¿cómo amaneciste?”, ni un gesto disfzado de casualidad. Cuatro días en los que ninguno se atrevió a romper el silencio. Y aun así, Ella sentía que él estaba ahí, en algún rincón de su mente, muy vivo, demasiado presente.
Era como si Darell respirara detrás de sus pensamientos.
Ella intentó distraerse, ocupar su tiempo, llenarse de trabajo, evadir las ganas de escribirle. Pero la impaciencia le recorría el pecho como un animal inquieto arañando desde adentro. Había algo complicado en todo esto, algo que la hacía sentir vulnerable, expuesta… como si estuviera caminando sobre una cuerda tensa que podía romperse en cualquier momento. Y aun así, lo deseaba. Lo deseaba demasiado.
No sabía si ese deseo era del cuerpo, de la fantasía, del alma o de la confusión que se mezclaba cada vez que él aparecía. Solo sabía que la consumía. Y que ese silencio, lejos de apagar algo, lo estaba encendiendo más.
Esa mañana se levantó con una sensación distinta. Una mezcla de nervios, de necesidad y de una fuerza que no sabía explicar. Tomó su celular, lo miró un largo rato, y por fin se atrevió a enviarle el enlace de la reunión. Era algo laboral, sí, pero también era una excusa perfecta para asomarse al terreno al que ninguno de los dos quería ponerle nombre.
No habían pasado cinco minutos cuando Darell respondió.
Con esa manera suya, directa, envolvente, que parecía tocarla aunque no pudiera verla.
—Señorita… me llegó. Y veo la hora de verte por ahí.
Lástima que estés en tu oficina, yo me quedé en esta esta mañana.
Ella leyó el mensaje dos veces. Tres. Sintió cómo su estómago se apretaba. Algo en su tono siempre la desarmaba. No era lo que decía, era lo que insinuaba detrás de cada palabra.
Ella quiso mostrarse tranquila, segura, coqueta sin parecer desesperada. Pero por dentro estaba temblando.
La reunión comenzó. Ella encendió la cámara solo un momento, queriendo mostrarse natural, profesional… pero él estaba ahí, observándola con esa intensidad que la hacía perderse. Su camisa palo de rosa, los brazos marcados, la forma en que sostenía la mirada mientras hablaba, explicaba, guiaba. Todo en él parecía diseñado para perturbarla.
Y él lo sabía. Cómo no iba a saberlo.
—Verte así es una delicia —le escribió en un mensaje privado durante la reunión.
Ella sintió que la respiración se le detenía.
No respondió.
Se mordió el labio.
Apagó la cámara.
Y él lo notó.
—Lástima que la quitaste.
Ella quería responderle algo provocador, algo que dijera lo que de verdad le pasaba por la mente: “así como me miras, no puedo concentrarme… me tiembla todo, no sé disimular”. Pero se contuvo. El juego era más dulce cuando se prolongaba.
La reunión avanzó, pero para ellos dos era solo ruido de fondo. Una pantalla escondía lo que estaban sintiendo, pero no lo apagaba. Lo amplificaba. Lo volvía prohibido, más intenso.
Hasta que Darell escribió:
—Te deseo demasiado.
—Debería estar allá, comiéndote a besos.
Ella sintió un calor subirle por el cuello. Y esta vez no quiso contenerse.
—Sí deberías —escribió—. Quisiera saber a qué saben esos besos.
Hubo un silencio en la pantalla.
Pero no en su pecho.
Ella cerró los ojos, sintiendo cómo se le aceleraba el pulso.
—¿Nos podemos ver un ratico? —preguntó él.
—Tengo un espacio corto ahora que termine la reunión —respondió ella.
—Listo. —Y le mandó besos.
Besos. La palabra sola la hizo morderse el labio.
Cuando la reunión terminó, Darell no tardó ni treinta segundos en enviar un enlace para conectarse los dos solos. Ella lo aceptó con el corazón agitándose como si pudiera salírsele del cuerpo.
Me quedé quieta un instante, como si no hubiera esperado que volver a verlo me golpeara tan fuerte.
Y entonces, sin disimulo y sin pensarlo dos veces, él soltó:
—Estás hermosa… Quería verte. Cuando te veo… me produces cosas.
La frase me atravesó. Me calentó la piel. Me desordenó la respiración.
No pensé. No calculé. Solo dejé que saliera:
—También te había extrañado… Ya llevábamos rato sin hablar.
A él se le suavizó la mirada, como si esas palabras le hubieran tocado un lugar al que no le gusta asomarse. Inclinó un poco la cabeza, sin quitarme los ojos de encima.
—Sí… demasiado rato.
Y ahí nos quedamos. Mirándonos fijamente a través de la pantalla como si el resto del mundo hubiera desaparecido, como si el tiempo se suspendiera solo para nosotros.
Lo que ocurrió ahí dentro tenía un lenguaje propio: miradas que ardían, respiraciones aceleradas, cuerpos que se buscaban a través de la pantalla como si pudieran alcanzarse de verdad. No necesitaban tocarse para encenderse.
Eran un incendio separado por un vidrio.
Él le mostró más de lo que ella esperaba. Deseo explícito, sin filtros, sin límites.
—Soy todo tuyo —le dijo.
—Y tú eres mía.
Ella sintió un latigazo por dentro al escucharlo. Algo en su voz la hacía temblar, literalmente.
Su cuerpo reaccionaba como si él estuviera ahí, a medio metro, rozándole la piel.
Era extraño, pero también inevitable.
—Tu voz me hace temblar —quiso decirle.
—Tus palabras me desarman.
Pero solo dejó que él la siguiera mirando, deseándola, reclamándola.
Cuando terminó la llamada, Ella se quedó en silencio un largo rato. No sabía si lo que sentía era euforia, miedo, deseo, culpa o todo junto. Se preguntó qué era todo esto. ¿Solo deseo? ¿Algo más? ¿Una fantasía que se había salido de control? ¿Una línea que estaba a punto de cruzarse demasiado lejos?
Ella tenía pareja.
Él también.
Y aun así… algo los atraía como un hilo invisible que ninguno entendía. No buscaban nada. No planearon nada. Simplemente pasó.
Y ahora la intensidad era un río desbordado.
Ella se preguntó cómo parar algo que no quiere parar.
Cómo poner distancia sin mentirse.
Cómo distinguir deseo de algo más profundo.
Cómo no atropellarse.
Cómo vivir el ahora sin destruir el después.
Pero mientras pensaba todo eso, el recuerdo de Darell —sus ojos, su voz, la forma en que la deseó— le recorría la piel como una caricia quemante.
Ese día, Ella entendió que a veces el peligro no está en lo prohibido…
sino en lo que despierta algo que creías dormido.
Y aunque no sabía en qué iba a terminar todo esto, sí sabía algo:
no podía negar lo que había sentido.
Ni lo que seguía sintiendo ahora mismo.