Ella había decidido la noche anterior que hoy tenía que ser un día normal. Lo había repetido como un mantra mientras se desmaquillaba, mientras preparaba el café, mientras revisaba la lista de pendientes. Trabajo, reuniones, pendientes, rutina. Tenía que centrarse. Tenía que volver a su ritmo natural. Tenía que recuperar el control que él, sin proponérselo del todo, le había arrebatado.
Pero a los cinco minutos de encender el portátil, se dio cuenta de que era inútil.
El recuerdo del mensaje de él seguía vibrándole en la mente como un roce invisible. No importaba lo que hiciera: cada documento que intentaba revisar, cada correo que leía, cada frase que intentaba escribir… todo se veía interrumpido por la misma frase:
“Te mando besos en todas partes.”
Ella cerró los ojos y exhaló frustrada. Ese hombre tenía una manera absurda de trastocarle el sistema nervioso. Una sola línea, un solo tono, una sola insinuación… y su cuerpo entero reaccionaba como si hubiera sido tocado. No ayudaba. Para nada.
Intentó enfocarse. Abrió la agenda. Revisó un archivo. Empezó a escribir un informe. Se distrajo. Volvió a intentarlo. No funcionó.
Entonces, como si el universo quisiera burlarse de su poca determinación, la pantalla de su celular se encendió.
Darell:
¿Estás ocupada?
Creo que necesito otra “validación de avances”.
Ella cerró los labios para contener la sonrisa… y falló. Él siempre sabía cuándo aparecer. O tal vez ella siempre estaba esperando que lo hiciera.
Ella:
Intentando trabajar, pero no prometo eficiencia.
La respuesta llegó casi al instante.
Darell:
Te advertí que iba a ser difícil concentrarse…
Especialmente después de lo que me escribiste ayer.
Ella mordió el interior de su mejilla. Había algo en él… en su seguridad, en su claridad, en su manera de decir las cosas sin decirlas del todo, que estallaba directo en su cuerpo.
Ella:
Pues tú tampoco ayudas.
Darell:
Ni pienso ayudar.
De hecho… llevo toda la mañana imaginándote.
No debería, pero no puedo evitarlo.
Ella apoyó el teléfono en la mesa y echó la cabeza hacia atrás. Él tenía esa habilidad irritante —y deliciosa— de tomar cualquier día común y transformarlo en un incendio sin aviso.
Y como si hubiera percibido el efecto exacto que estaba creando, él volvió a escribir:
Darell:
¿Quieres ver en qué estaba pensando hace un momento?
Ella sintió una descarga. Ese tipo de pregunta no venía acompañada de nada inocente.
Ella:
Muéstrame.
Lo que recibió fue una fotografía. Una lo suficientemente explícita para que su pecho se apretara, para que el calor subiera desde la clavícula hasta las mejillas. No mostraba demasiado… pero insinuaba lo suficiente para incendiar cualquier imaginación. Su torso, la camiseta levantada apenas, la línea de su abdomen marcada por sombras, su mano descansando en un punto estratégicamente elegido. Sutil. Pero devastador.
Ella se mordió el labio inferior. Dios.
Ella:
Eres una distracción peligrosa, ¿lo sabías?
Darell:
Me encanta serlo.
Ella soltó una pequeña risa, corta, traicionera.
Decidió que no iba a quedarse atrás.
Se puso de pie, caminó hasta el espejo, levantó su blusa apenas un poco, solo lo suficiente para revelar un ángulo perfecto: piel, luz, una curva insinuada, la promesa que él tan bien sabía leer. Nada explícito. Pero sí lo bastante sugerente como para volverlo loco.
Tomó la foto.
La envió.
Cinco segundos. Diez. Quince.
Entonces apareció.
Darell:
Dios…
¿Cómo se supone que trabaje después de esto?
Hay algo en ti… no sé cómo explicarlo.
Me enciendes sin siquiera intentarlo.
Ella sintió que algo profundo se encendía dentro de su vientre. Ese hombre tenía una manera de decir las cosas que la hacía desearlo más de lo que pensaba admitir.
Ella:
No era mi intención…
—mentira obvia—
…pero tampoco voy a disculparme.
Darell:
No lo hagas.
Hazlo otra vez.
Ella respiró hondo. Él no pedía. Ordenaba. Y esa mezcla era peligrosa.
Ella:
Tal vez más tarde.
Aún tengo trabajo.
Darell:
¿Y crees que yo puedo trabajar después de esto?
Eres cruel, Ella.
Ella soltó una carcajada baja. Discreta. Satisfecha.
Ella:
No te quejes.
Te dejé con suficiente material para sobrevivir el día.
Darell:
¿Sobrevivir?
Querrás decir… sufrir.
Porque cada vez que miro esa foto,
solo puedo pensar en lo que haría si te tuviera enfrente.
Ella apretó las piernas sin darse cuenta.
Él siempre tocaba justo donde tenía que tocar.
Ella:
Darell…
No sigas.
Darell:
¿Por qué?
Ella:
Porque sabes exactamente lo que me provocas.
Y no estoy segura de poder mantenerme tranquila
mucho tiempo más.
Hubo un silencio largo. Cargado.
Darell:
Entonces no lo hagas.
No tienes por qué tranquilizarte conmigo.
Ella cerró los ojos.
Ese era el problema.
Con él, lo que normalmente controlaba… se desbordaba.
Ella:
Después hablamos.
Si sigo aquí, no vas a trabajar… y yo tampoco.
Darell:
Prometo un informe detallado más tarde.
Y quizá… más material de apoyo.
Ella sintió el pulso subirse a la garganta.
Ella:
Estaré esperando.
Y aunque la conversación se detuvo ahí, ambos sabían la verdad.
Ese día no iba a ser productivo.
No con cada mensaje cargado de tensión.
No con la memoria fresca del cuerpo insinuado en las fotos.
No con esa necesidad creciente que ninguno estaba ocultando ya.
La próxima vez que se conectaran, incluso si empezaban fingiendo que era trabajo, ambos sabían exactamente hacia dónde iba a terminar la conversación.
Y no iba a ser en pendientes laborales.