Ese día, Ella amaneció distinta.
No había mensajes nuevos.
No había llamadas inesperadas.
No había videollamadas con silencios cargados ni frases peligrosas insinuando algo que ninguno se atrevía a decir del todo.
Y aun así, algo en su cuerpo estaba inquieto, encendido, alterado.
Como si él siguiera allí, incluso en su ausencia.
Como si su presencia pudiera quedarse pegada a la piel, mezclada con la respiración, escondida entre los pensamientos.
Un eco.
Eso era.
Un eco que no pedía permiso, que no necesitaba palabras, que aparecía sin invitación cada vez que ella intentaba concentrarse.
Durante toda la mañana intentó ignorarlo.
Se sentó frente al computador, abrió documentos, organizó pendientes, revisó informes… pero su mente no cooperaba. Cada vez que movía el cursor o intentaba redactar un párrafo, la misma imagen regresaba.
La forma en que él la miró la última vez.
Ese silencio que no era silencio, sino una tensión estirada entre los dos.
Esa respiración contenida.
Esa voz baja, firme, autoritaria sin querer serlo, que parecía tocarle la columna sin necesidad de acercarse.
Y lo peor era la sensación que le había dejado después.
Un desorden interno.
Un vacío tibio en el pecho.
Una necesidad que no lograba explicar.
Ella dejó el lapicero sobre la mesa y se masajeó las sienes, tratando de sacudir el pensamiento.
—¿Qué te pasa? —se dijo en voz baja, molesta con ella misma.
No tenía sentido.
No lo conoce de verdad.
Nunca han estado físicamente cerca.
Nunca han compartido un espacio más allá de una pantalla.
Y aun así… él lograba entrar en lugares dentro de ella donde nadie más había podido.
Algo en su forma de hablar, en la seguridad con la que la nombra, en esa mirada que sostiene demasiado, como si pudiera verla por dentro.
Algo que la vulnera.
Que la envuelve.
Que la altera de una manera que ella no había sentido en años.
Al mediodía, mientras preparaba un informe, hizo algo que no quería admitir que hacía: abrió el chat con él.
Ni siquiera para escribirle.
Solo para ver su nombre.
Y ese simple gesto, insignificante para cualquiera, le aceleró el pulso.
El chat estaba vacío desde la última conversación.
No había mensajes sin leer.
No había respuestas pendientes.
Pero la ventana abierta, el espacio blanco, la posibilidad de que apareciera algo, la atrapó de inmediato.
Como si ese espacio vacío tuviera peso.
Tuviera promesa.
Tuviera peligro.
Recordó lo que pasó en la última reunión “extraoficial”.
Recordó cómo él reaccionó a su cercanía.
Cómo se le tensó la voz cuando ella rozó el cuello de su camisa.
Cómo la miró… como si quisiera hacer algo que no debía, pero que le estaba costando demasiado no hacer.
Esa mirada.
Esa maldita mirada.
Ella cerró los ojos y apretó las piernas sin darse cuenta.
Era ridículo lo que él provocaba con tan poco.
Con una palabra.
Con un silencio.
Con un gesto apenas perceptible.
—No voy a escribirle —se dijo, alejando el teléfono.
Pero la verdad era otra.
No le escribía… porque le daba miedo lo que ella misma podía llegar a decir.
Miedo de lo rápido.
De lo intenso.
De lo visceral.
De lo que él despierta en ella sin siquiera intentarlo.
Porque no era normal—para ella—sentirse así.
Ella no pierde la cabeza por nadie.
Ella no se desordena.
Ella no se deja llevar.
Siempre ha sido racional.
Siempre ha medido distancias.
Siempre ha sabido retirarse a tiempo.
Pero con él… todo ese autocontrol se deshacía como si nunca hubiera existido.
Durante la tarde, volvió a abrir el chat.
Otra vez.
Como si lo buscara sin querer admitirlo.
Quería escribir algo simple.
Algo casual.
Algo que no revelara lo que de verdad sentía.
Pero lo único que escribió —y no envió— fue:
“No sé qué tienes, Darell, pero no dejo de pensarte.”
Lo borró.
Luego escribió otra frase:
“No deberías provocarme tanto.”
También la borró.
Se sentía ridícula, impulsiva, expuesta.
Como si cualquier palabra fuera demasiado honesta.
Como si él pudiera leer entre líneas todo lo que ella no quería decir en voz alta.
Al final, dejó el teléfono boca abajo sobre la mesa, como si así pudiera controlar algo. Como si ocultar la pantalla pudiera ocultar también la intensidad que llevaba dentro.
Pero no podía.
No esa noche.
No después de días sintiendo la misma punzada cada vez que recordaba su voz diciendo su nombre.
No después de la forma en que él la miró en esa última llamada.
No después de reconocer —aunque no lo dijera— que él también estaba atrapado en lo mismo.
Ella apoyó la frente en sus manos y suspiró, cansada de pelear consigo misma.
Porque había algo que llevaba días evadiendo, algo que no quería aceptar completamente… pero ya estaba allí, latiendo, respirando, pidiendo espacio.
No es normal desear tanto a alguien que no has tocado.
No es normal que una mirada a través de una pantalla encienda tanto.
No es normal perder el control sin que él haga más que hablarte despacio.
Pero con él, nada era normal.
Nada seguía las reglas.
Nada se comportaba como debería.
Y lo peor —o lo mejor— era que no quería que fuera normal.
Esa noche se fue a dormir tarde, inquieta, tensa, deseosa, incapaz de encontrar una postura que la calmara.
Y mientras cerraba los ojos, solo una certeza le dio vueltas en la mente, insistente como un susurro que no se puede ignorar:
“Él me está cambiando… y no sé si estoy lista para todo lo que eso significa.”